The Project Gutenberg EBook of Los pazos de Ulloa, by Emilia Pardo Baz�n This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Los pazos de Ulloa Author: Emilia Pardo Baz�n Release Date: March 16, 2006 [EBook #18005] [Last updated: January 20, 2020] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS PAZOS DE ULLOA *** Produced by Chuck Greif and La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Los pazos de Ulloa Emilia Pardo Baz�n Tomo I -I- Por m�s que el jinete trataba de sofrenarlo agarr�ndose con todas sus fuerzas a la �nica rienda de cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo roc�n segu�a empe��ndose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigual�simos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en t�rminos que los viandantes, al pasarlo, sacud�an la cabeza murmurando que ten�a bastante m�s declive del no s� cu�ntos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante direcci�n, ya sabr�an los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje pol�tico, alguna influencia electoral de grueso calibre deb�a andar cerca. Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linf�ticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un ni�o, a no desmentir la presunci�n sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advert�a que el traje del mozo era de pa�o negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por cl�rigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que ser�a el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levit�n asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestr�a h�pica: inclinado sobre el arz�n, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, le�ase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese alg�n corcel ind�mito rebosando fiereza y br�os. Al acabarse el repecho, volvi� el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le hab�a descoyuntado los huesos todos de la regi�n sacro-il�aca. Respir�, quit�se el sombrero y recibi� en la frente sudorosa el aire fr�o de la tarde. Ca�an ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un pe�n caminero, en mangas de camisa, pues ten�a su chaqueta colocada sobre un moj�n de granito, daba l�nguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tir� el jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y �sta, que se hab�a dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, par� inmediatamente. El pe�n alz� la cabeza, y la placa dorada de su sombrero reluci� un instante. --�Tendr� usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del se�or marqu�s de Ulloa? --�Para los Pazos de Ulloa?--contest� el pe�n repitiendo la pregunta. --Eso es. --Los Pazos de Ulloa est�n all�--murmur� extendiendo la mano para se�alar a un punto en el horizonte.--Si la bestia anda bien, el camino que queda pronto se pasa.... Ahora tiene que seguir hasta aquel pinar �ve? y luego le cumple torcer a mano izquierda, y luego le cumple bajar a mano derecha por un atajito, hasta el crucero.... En el crucero ya no tiene p�rdida, porque se ven los Pazos, una _costruci�n_ muy grand�sima.... --Pero..... �como cu�nto faltar�?--pregunt� con inquietud el cl�rigo. Mene� el pe�n la tostada cabeza. --Un bocadito, un bocadito.... Y sin m�s explicaciones, emprendi� otra vez su desmayada faena, manejando el azad�n lo mismo que si pesase cuatro arrobas. Se resign� el viajero a continuar ignorando las leguas de que se compone un _bocadito_, y talone� al roc�n. El pinar no estaba muy distante, y por el centro de su sombr�a masa serpeaba una trocha angost�sima, en la cual se colaron montura y jinete. El sendero, sepultado en las oscuras profundidades del pinar, era casi impracticable; pero el jaco, que no desment�a las aptitudes especiales de la raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precauci�n, cabizbajo, tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por la llanta de los carros, los pedruscos, los troncos de pino cortados y atravesados donde hac�an menos falta. Adelantaban poco a poco, y ya sal�an de las estrecheces a senda m�s desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad labrad�a, un plant�o de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo cesaron de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de esti�rcol vegetal, tendida, seg�n costumbre del pa�s, ante la casucha de un labrador. A la puerta una mujer daba de mamar a una criatura. El jinete se detuvo. --Se�ora, �sabe si voy bien para la casa del marqu�s de Ulloa? --Va bien, va.... --�Y... falta mucho? Enarcamiento de cejas, mirada entre ap�tica y curiosa, respuesta ambigua en dialecto: --La carrerita de un can.... �Estamos frescos!, pens� el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero ver�a los Pazos de Ulloa..... Todo se le volv�a buscar el atajo, a la derecha..... Ni se�ales. La vereda, ensanch�ndose, se internaba por tierra monta�osa, salpicada de manchones de robledal y alg�n que otro casta�o todav�a cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crec�an desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y so�oliento, se halla por vez primera frente a frente con la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas en sitios desiertos. --�Qu� pa�s de lobos!--dijo para s�, t�tricamente impresionado. Alegr�sele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente, entre un doble vallado de piedra, l�mite de dos montes. Bajaba fi�ndose en la ma�a del jaco para evitar tropezones, cuando divis� casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio ca�da ya sobre el murall�n que la sustentaba. El cl�rigo sab�a que estas cruces se�alan el lugar donde un hombre pereci� de muerte violenta; y, persign�ndose, rez� un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el rastro de alg�n zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un casta�o colosal, ergu�ase el crucero. Tosco, de piedra com�n, tan mal labrado que a primera vista parec�a monumento rom�nico, por m�s que en realidad s�lo contaba un siglo de fecha, siendo obra de alg�n cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magn�fico �rbol, era po�tico y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoci�n, pronunci� descubri�ndose: �Ador�moste, Cristo, y bendec�moste, pues por tu Sant�sima Cruz redimiste al mundo�, y de paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que deb�an ser aquel gran edificio cuadrilongo, con torres, all� en el fondo del valle. Poco dur� la contemplaci�n, y a punto estuvo el cl�rigo de besar la tierra, merced a la huida que peg� el roc�n, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no era para menos: a cort�sima distancia hab�an retumbado dos tiros. Qued�se el jinete fr�o de espanto, agarrado al arz�n, sin atreverse ni a registrar la maleza para averiguar d�nde estar�an ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo situado a espaldas del crucero descend�a un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no amenazaban sino a las alima�as monteses. El cazador que ven�a delante representaba veintiocho o treinta a�os: alto y bien barbado, ten�a el pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advert�a la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos di�metros indicaban complexi�n robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que divid�a ambas tetillas. Proteg�an sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos ca�ones. El segundo cazador parec�a hombre de edad madura y condici�n baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni m�s morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pist�n, viej�sima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de en�rgicas facciones rectil�neas, una expresi�n de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, m�s propia de un piel roja que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendi�se el jinete al notar que era un sacerdote. �En qu� se le conoc�a? No ciertamente en la tonsura, borrada por una selva de pelo gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuraci�n, pues los duros ca�ones de su azulada barba contar�an un mes de antig�edad; menos a�n en el alzacuello, que no tra�a, ni en la ropa, que era semejante a la de sus compa�eros de caza, con el aditamento de unas botas de montar, de charol de vaca muy descascaradas y cortadas por las arrugas. Y no obstante trascend�a a cl�rigo, revel�ndose el sello formidable de la ordenaci�n, que ni aun las llamas del infierno consiguen cancelar, en no s� qu� expresi�n de la fisonom�a, en el aire y posturas del cuerpo, en el mirar, en el andar, en todo. No cab�a duda: era un sacerdote. Aproxim�se al grupo el jinete, y repiti� la consabida pregunta: --�Pueden ustedes decirme si voy bien para casa del se�or marqu�s de Ulloa? El cazador alto se volvi� hacia los dem�s, con familiaridad y dominio. --�Qu� casualidad!--exclam�--. Aqu� tenemos al forastero..... T�, Primitivo.... Pues te cay� la loter�a: ma�ana pensaba yo enviarte a Cebre a buscar al se�or.... Y usted, se�or abad de Ulloa.... �ya tiene usted aqu� quien le ayude a arreglar la parroquia! Como el jinete permanec�a indeciso, el cazador a�adi�: --�Supongo que es usted el recomendado de mi t�o, el se�or de la Lage? --Servidor y capell�n...--respondi� gozoso el eclesi�stico, tratando de echar pie a tierra, ardua operaci�n en que le auxili� el abad--. �Y usted...--exclam�, encar�ndose con su interlocutor--es el se�or marqu�s? --�C�mo queda el t�o? �Usted... a caballo desde Cebre, eh?--repuso �ste evasivamente, mientras el capell�n le miraba con inter�s rayano en viva curiosidad. No hay duda que as�, varonilmente desali�ado, h�meda la piel de transpiraci�n ligera, terciada la escopeta al hombro, era un cacho de buen mozo el marqu�s; y sin embargo, desped�a su arrogante persona cierto tufillo brav�o y montaraz, y lo duro de su mirada contrastaba con lo afable y llano de su acogida. El capell�n, muy respetuoso, se deshac�a en explicaciones. --S�, se�or; justamente.... En Cebre he dejado la diligencia y me dieron esta caballer�a, que tiene unos arreos, que vaya todo por Dios.... El se�or de la Lage, tan bueno, y con el humor aqu�l de siempre.... Hace re�r a las piedras.... Y guapote, para su edad.... Estoy reparando que si fuese su se�or pap� de usted, no se le parecer�a m�s.... Las se�oritas, muy bien, muy contentas y muy saludables.... Del se�orito, que est� en Segovia, buenas noticias. Y antes que se me olvide.... Busc� en el bolsillo interior de su levit�n, y fue sacando un pa�uelo muy planchado y doblado, un _Semanario_ chico, y por �ltimo una cartera de tafilete negro, cerrada con el�stico, de la cual extrajo una carta que entreg� al marqu�s. Los perros de caza, despeados y anhelantes de fatiga, se hab�an sentado al pie del crucero; el abad picaba con la u�a una tagarnina para liar un pitillo, cuyo papel sosten�a adherido por una punta al borde de los labios; Primitivo, descansando la culata de la escopeta en el suelo, y en el ca��n de la escopeta la barba, clavaba sus ojuelos negros en el reci�n venido, con pertinacia escrutadora. El sol se pon�a lentamente en medio de la tranquilidad oto�al del paisaje. De improviso el marqu�s solt� una carcajada. Era su risa, como suya, vigorosa y pujante, y, m�s que comunicativa, desp�tica. --El t�o--exclam�, doblando la carta--siempre tan guas�n y tan c�lebre.... Dice que aqu� me manda un santo para que me predique y me convierta.... No parece sino que tiene uno pecados: �eh, se�or abad? �Qu� dice usted a esto? �Verdad que ni uno? --Ya se sabe, ya se sabe--mascull� el abad en voz bronca.... Aqu� todos conservamos la inocencia bautismal. Y al decirlo, miraba al reci�n llegado al trav�s de sus erizadas y salvajinas cejas, como el veterano al inexperto recluta, sintiendo all� en su interior profundo desd�n hacia el curita barbilindo, con cara de ni�a, donde s�lo era sacerdotal la severidad del rubio entrecejo y la compostura asc�tica de las facciones. --�Y usted se llama Juli�n �lvarez?--interrog� el marqu�s. --Para servir a usted muchos a�os. --�Y no acertaba usted con los Pazos? --Me costaba trabajo el acertar. Aqu� los paisanos no le sacan a uno de dudas, ni le dicen categ�ricamente las distancias. De modo que.... --Pues ahora ya no se perder� usted. �Quiere montar otra vez? --�Se�or! No faltaba m�s. --Primitivo--orden� el marqu�s--, coge del ramal a esa bestia. Y ech� a andar, dialogando con el capell�n que le segu�a. Primitivo, obediente, se qued� rezagado, y lo mismo el abad, que encend�a su pitillo con un misto de cart�n. El cazador se arrim� al cura. --�Y qu� le parece el rapaz, diga? �Verdad que no mete respeto? --Boh.... Ahora se estila ordenar _miquitrefes_.... Y luego mucho de alzacuellitos, guantecitos, perejiles con escarola.... �Si yo fuera el arzobispo, ya les dar�a el demontre de los guantes! -II- Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se eleva la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consent�a la oscuridad distinguir m�s que sus imponentes proporciones, escondi�ndose las l�neas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio, y la gran puerta central parec�a cerrada a piedra y lodo. Dirigi�se el marqu�s a un postigo lateral, muy bajo, donde al punto apareci� una mujer corpulenta, alumbrando con un candil. Despu�s de cruzar corredores sombr�os, penetraron todos en una especie de s�tano con piso terrizo y b�veda de piedra, que, a juzgar por las hileras de cubas adosadas a sus paredes, deb�a ser bodega; y desde all� llegaron presto a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ard�a en el hogar, consumiendo lo que se llama arcaicamente un mediano monte de le�a y no es sino varios gruesos cepos de roble, avivados, de tiempo en tiempo, con rama menuda. Adornaban la elevada campana de la chimenea ristras de chorizos y morcillas, con alg�n jam�n de a�adidura, y a un lado y a otro sendos bancos brindaban asiento c�modo para calentarse oyendo hervir el negro _pote_, que, pendiente de los llares, ofrec�a a los �sculos de la llama su insensible vientre de hierro. A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hall�base acurrucada junto al pote una vieja, que s�lo pudo Juli�n �lvarez distinguir un instante--con gre�as blancas y rudas como cerro que le ca�an sobre los ojos, y cara rojiza al reflejo del fuego--, pues no bien advirti� que ven�a gente, levant�se m�s aprisa de lo que permit�an sus a�os, y murmurando en voz quejumbrosa y humilde: �Buenas _nochi�as_ nos d� Dios�, se desvaneci� como una sombra, sin que nadie pudiese notar por d�nde. El marqu�s se encar� con la moza. --�No tengo dicho que no quiero aqu� pendones? Y ella contest� apaciblemente, colgando el candil en la pilastra de la chimenea: --No hac�a mal..., me ayudaba a pelar casta�as. Tal vez iba el marqu�s a echar la casa abajo, si Primitivo, con mayor imperio y enojo que su amo mismo, no terciase en la cuesti�n, reprendiendo a la muchacha. --�Qu� est�s _parolando_ ah�...? Mejor te fuera tener la comida lista. �A ver c�mo nos la das corriendito? Men�ate, despab�late. En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, despu�s de soltar en un rinc�n la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empa�ados y el pelaje maculado de sangraza. Apart� la muchacha el bot�n a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan; luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras, y tom� del vasar una sopera magna. De nuevo la increp� airadamente el marqu�s. --�Y los perros, vamos a ver? �Y los perros? Como si tambi�n los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rinc�n m�s oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban fam�licos bostezos, meneando la cola y levantando el partido hocico. Juli�n crey� al pronto que se hab�a aumentado el n�mero de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el c�rculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirti� que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro a�os, cuyo vestido, compuesto de chaquet�n acasta�ado y calzones de blanca estopa, pod�a desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parec�a vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y m�s estrecha fraternidad. Primitivo y la moza dispon�an en cubetas de palo el fest�n de los animales, entresacado de lo mejor y m�s grueso del pote; y el marqu�s--que vigilaba la operaci�n--, no d�ndose por satisfecho, escudri�� con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogaci�n y deseo, sin atreverse a�n a tomar posesi�n de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oy�ndose el batir de sus apresuradas mand�bulas y el chasqueo de su lengua glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todav�a, le miraban de reojo, rega�ando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendi� la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanz� una feroz dentellada, que por fortuna s�lo alcanz� la manga del chico, oblig�ndole a refugiarse m�s que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Juli�n, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeci� del chiquillo, y, baj�ndose, le tom� en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la ro�a, el miedo y el llanto, era el m�s hermoso angelote del mundo. --�Pobre!--murmur� cari�osamente--. �Te ha mordido la perra? �Te hizo sangre? �D�nde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a re�irle a la perra nosotros. �P�cara, malvada! Repar� el capell�n que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqu�s. Se contrajo su fisonom�a: sus cejas se fruncieron, y arranc�ndole a Juli�n el chiquillo, con brusco movimiento le sent� en sus rodillas, palp�ndole las manos, a ver si las ten�a mordidas o lastimadas. Seguro ya de que s�lo el chaquet�n hab�a padecido, solt� la risa. --�Farsante!--grit�--. Ni siquiera te ha tocado la Chula. �Y t�, para qu� vas a meterte con ella? Un d�a te come media nalga, y despu�s lagrimitas. �A callarse y a re�rse ahora mismo! �En qu� se conocen los valientes? Diciendo as�, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al ni�o que, cogi�ndolo sin vacilar, lo apur� de un sorbo. El marqu�s aplaudi�: --�Retebi�n! �Viva la gente templada! --No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta--murmur� el abad de Ulloa. --�Y no le har� da�o tanto vino?--objet� Juli�n, que ser�a incapaz de beb�rselo �l. --�Da�o! �S�, buen da�o nos d� Dios!--respondi� el marqu�s, con no s� qu� inflexiones de orgullo en el acento--. D�le usted otros tres, y ya ver�.... �Quiere usted que hagamos la prueba? --Los chupa, los chupa--afirm� el abad. --No se�or; no se�or.... Es capaz de morirse el peque�o.... He o�do que el vino es un veneno para las criaturas.... Lo que tendr� ser� hambre. --Sabel, que coma el chiquillo--orden� imperiosamente el marqu�s, dirigi�ndose a la criada. �sta, silenciosa e inm�vil durante la anterior escena, sac� un repleto cuenco de caldo, y el ni�o fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente. En la mesa, los comensales mascaban con buen �nimo. Al caldo, espeso y harinoso, sigui� un cocido s�lido, donde abundaba el puerco: los d�as de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no hab�a medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos desencaden� la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqu�s dio al codo a Primitivo. --Tr�enos un par de botellitas.... De el del a�o 59. Y volvi�ndose hacia Juli�n, dijo muy obsequioso: --Va usted a beber del mejor _tostado_ que por aqu� se produce.... Es de la casa de Molende: se corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se parezca al mejor jerez.... Cuanto m�s va, m�s gana: no es como los de otras bodegas, que se vuelven az�car. --Es cosa de gusto--asever� el abad, reba�ando con una miga de pan lo que restaba de yema en su plato. --Yo--declar� t�midamente Juli�n--poco entiendo de vinos.... Casi no bebo sino agua. Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desde�osa, rectific�: --Es decir... con el caf�, ciertos d�as se�alados, no me disgusta el anisete. --El vino alegra el coraz�n.... El que no bebe, no es hombre--pronunci� el abad sentenciosamente. Primitivo volv�a ya de su excursi�n, empu�ando en cada mano una botella cubierta de polvo y telara�as. A falta de tirabuz�n, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos tra�dos _ad hoc_. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el se�orito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor calentaba las cabezas, serv�a con familiaridad mayor, apoy�ndose en la mesa para re�r alg�n chiste, de los que hac�an bajar los ojos a Juli�n, biso�o en materia de sobremesas de cazadores. Lo cierto es que Juli�n bajaba la vista, no tanto por lo que o�a, como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le hab�a desagradado de extra�o modo, a pesar o quiz�s a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozan�sima carne. Sus ojos azules, h�medos y sumisos, su color animado, su pelo casta�o que se rizaba en conchas paralelas y ca�a en dos trenzas hasta m�s abajo del talle, embellec�an mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar a Sabel, Juli�n se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simp�tica, fue poco a poco desliz�ndose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capell�n. Instalado all�, alz� su cara desvergonzada y risue�a, y tirando a Juli�n del chaleco, murmur� en tono suplicante: --�Me lo da? Todo el mundo se re�a a carcajadas: el capell�n no comprend�a. --�Qu� pide?--pregunt�. --�Qu� ha de pedir?--respondi� el marqu�s festivamente--. �El vino, hombre! �El vaso de tostado! --�_Mama_!--exclam� el abad. Antes de que Juli�n se resolviese a dar al ni�o su vaso casi lleno, el marqu�s hab�a aupado al mocoso, que ser�a realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parec�ase a Sabel, y a�n se le aventajaba en la claridad y alegr�a de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y especialmente en el correcto dise�o de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tend�an hacia el vino color de topacio; el marqu�s se lo acerc� a la boca, divirti�ndose un rato en quit�rselo cuando ya el rapaz cre�a ser due�o de �l. Por fin consigui� el ni�o atrapar el vaso, y en un decir Jes�s traseg� el contenido, relami�ndose. --��ste no se anda con requisitos!--exclam� el abad. --�Qui�!--confirm� el marqu�s--. �Si es un veterano! �A que te zampas otro vaso, Perucho? Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas desped�an lumbre, y dilataba la cl�sica naricilla con inocente concupiscencia de Baco ni�o. El abad, gui�ando picarescamente el ojo izquierdo, escanci�le otro vaso, que �l tom� a dos manos y se emboc� sin perder gota; en seguida solt� la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada b�quica, dej� caer la cabeza, muy descolorido, en el pecho del marqu�s. --�Lo ven ustedes?--grit� Juli�n angustiad�simo--. Es muy chiquito para beber as�, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas. --�Bah!--intervino Primitivo--. �Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? �Con eso y con otro tanto! Y si no ver�. A su vez tom� en brazos al ni�o y, mojando en agua fresca los dedos, se los pas� por las sienes. Perucho abri� los p�rpados y mir� alrededor con asombro, y su cara se sonrose�. --�Qu� tal?--le pregunt� Primitivo--. �Hay �nimos para otra _pinguita_ de tostado? Volvi�se Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo _que no_ con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan f�cilmente: sepult� la mano en el bolsillo del pantal�n y sac� una moneda de cobre. --De ese modo...--refunfu�� el abad. --No seas b�rbaro, Primitivo--murmur� el marqu�s entre placentero y grave. --�Por Dios y por la Virgen!--implor� Juli�n--. �Van a matar a esa criatura! Hombre, no se empe�e en emborrachar al ni�o: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. �No se pueden presenciar ciertas cosas! Al protestar, Juli�n se hab�a incorporado, encendido de indignaci�n, echando a un lado su mansedumbre y timidez cong�nita. Primitivo, de pie tambi�n, mas sin soltar a Perucho, mir� al capell�n fr�a y socarronamente, con el desd�n de los tenaces por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano del ni�o la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y terciada a�n de vino, la inclin�, la mantuvo as� hasta que todo el licor pas� al est�mago de Perucho. Retirada la botella, los ojos del ni�o se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera ca�do redondo sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo. El marqu�s, un tanto serio, empez� a inundar de agua fr�a la frente y los pulsos del ni�o; Sabel se acerc�, y ayud� tambi�n a la aspersi�n; todo in�til: lo que es por esta vez, Perucho _la ten�a_. --Como un pellejo--gru�� el abad. --Como una cuba--murmur� el marqu�s--. A la cama con �l en seguida. Que duerma y ma�ana estar� m�s fresco que una lechuga. Esto no es nada. Sabel se alej� cargada con el ni�o, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de su madre. La cena se acab� menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y Juli�n hab�a enmudecido por completo. Cuando termin� el convite y se pens� en dormir, reapareci� Sabel armada de un vel�n de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por la ancha escalera de piedra que conduc�a al piso alto, y ascend�a a la torre en r�pido caracol. Era grande la habitaci�n destinada a Juli�n, y la luz del vel�n apenas disipaba las tinieblas, de entre las cuales no se destacaba m�s que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidi� el marqu�s, dese�ndole buenas noches y a�adiendo con brusca cordialidad: --Ma�ana tendr� usted su equipaje.... Ya ir�n a Cebre por �l.... Ea, descansar, mientras yo echo de casa al abad de Ulloa.... Est� un poco.... �eh? �Dificulto que no se caiga en el camino y no pase la noche al abrigo de un vallado! Solo ya, sac� Juli�n de entre la camisa y el chaleco una estampa grabada, con marco de lentejuela, que representaba a la Virgen del Carmen, y la coloc� de pie sobre la mesa donde Sabel acababa de depositar el vel�n. Arrodill�se, y rez� la media corona, contando por los dedos de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hac�a apetecer las gruesas y frescas s�banas, y omiti� la letan�a, los actos de fe y alg�n padrenuestro. Desnud�se honestamente, colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apag� el vel�n antes de echarse. Entonces empezaron a danzar en su fantas�a los sucesos todos de la jornada: el caballejo que estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le caus� escalofr�os, pero sobre todo la cena, la bulla, el ni�o borracho. Juzgando a las gentes con quienes hab�a trabado conocimiento en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al marqu�s.... En cuanto al marqu�s, Juli�n recordaba unas palabras del se�or de la Lage: --Encontrar� usted a mi sobrino bastante adocenado.... La aldea, cuando se cr�a uno en ella y no sale de all� jam�s, envilece, empobrece y embrutece. Y casi al punto mismo en que acudi� a su memoria tan severo dictamen, arrepinti�se el capell�n, sintiendo cierta penosa inquietud que no pod�a vencer. �Qui�n le mandaba formar juicios temerarios? �l ven�a all� para decir misa y ayudar al marqu�s en la administraci�n, no para fallar acerca de su conducta y su car�cter.... Con que... a dormir... -III- Despert� Juli�n cuando entraba de lleno en la habitaci�n un sol de oto�o dorado y apacible. Mientras se vest�a, examinaba la estancia con alg�n detenimiento. Era vast�sima, sin cielo raso; alumbr�banla tres ventanas guarnecidas de anchos poyos y de vidrieras faltosas de vidrios cuanto abastecidas de remiendos de papel pegados con obleas. Los muebles no pecaban de suntuosos ni de abundantes, y en todos los rincones permanec�an se�ales evidentes de los h�bitos del �ltimo inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capell�n del marqu�s: puntas de cigarros adheridas al piso, dos pares de botas inservibles en un rinc�n, sobre la mesa un paquete de p�lvora y en un poyo varios objetos cineg�ticos, jaulas para codornices, _gayolas_, collares de perros, una piel de conejo mal curtida y peor oliente. Am�n de estas reliquias, entre las vigas pend�an p�lidas telara�as, y por todas partes descansaba tranquilamente el polvo, ense�oreado all� desde tiempo inmemorial. Miraba Juli�n las huellas de la incuria de su antecesor, y sin querer acusarle, ni tratarle en sus adentros de cochino, el caso es que tanta porquer�a y rusticidad le infund�a grandes deseos de primor y limpieza, una aspiraci�n a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma. Juli�n pertenec�a a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y pudores de doncella intacta. No habi�ndose descosido jam�s de las faldas de su madre sino para asistir a c�tedra en el Seminario, sab�a de la vida lo que ense�an los libros piadosos. Los dem�s seminaristas le llamaban _San Juli�n_, a�adiendo que s�lo le faltaba la palomita en la mano. Ignoraba cu�ndo pudo venirle la vocaci�n; tal vez su madre, ama de llaves de los se�ores de la Lage, mujer que pasaba por beatona, le empuj� suavemente, desde la m�s tierna edad, hacia la Iglesia, y �l se dej� llevar de buen grado. Lo cierto es que de ni�o jugaba a cantar misa, y de grande no par� hasta conseguirlo. La continencia le fue f�cil, casi insensible, por lo mismo que la guard� inc�lume, pues sienten los moralistas que es m�s hacedero no pecar una vez que pecar una sola. A Juli�n le ayudaba en su triunfo, am�n de la gracia de Dios que �l solicitaba muy de veras, la endeblez de su temperamento linf�tico-nervioso, puramente femenino, sin ardores ni rebeld�as, propenso a la ternura, dulce y benigno como las propias malvas, pero no exento, en ocasiones, de esas energ�as s�bitas que tambi�n se observan en la mujer, el ser que posee menos fuerza en estado normal, y m�s cantidad de ella desarrolla en las crisis convulsivas. Juli�n, por su compostura y h�bitos de pulcritud-aprendidos de su madre, que le sahumaba toda la ropa con espliego y le pon�a entre cada par de calcetines una manzana camuesa--cogi� fama de seminarista _pollo_, m�xime cuando averiguaron que se lavaba mucho manos y cara. En efecto era as�, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, �l extender�a las abluciones frecuentes al resto del cuerpo, que procuraba traer lo m�s aseado posible. El primer d�a de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo de la carretera que tra�a adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba art�culo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Juli�n por all� m�s que una palangana de hojalata, a la cual serv�a de palanganero el poyo. Ni jarra, ni tohalla, ni jab�n, ni cubo. Qued�se parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qu� hacer, hasta que, convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un ba�o de aire, y abri� la vidriera. Lo que abarcaba la vista le dej� encantado. El valle ascend�a en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozan�a de su ladera m�s feraz. Vi�as, casta�ares, campos de ma�z granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, sub�an trepando hasta un montecillo, cuya falda gris parec�a, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque. El aire, oxigenado y regenerador, penetraba en los pulmones de Juli�n, que sinti� disiparse inmediatamente parte del vago terror que le infund�a la gran casa solariega y lo que de sus moradores hab�a visto. Como para renovarlo, entreoy� detr�s de s� rumor de pisadas cautelosas, y al volverse vio a Sabel, que le presentaba con una mano platillo y j�cara, con la otra, en plato de peltre, un p�lpito de agua fresca y una servilleta gorda muy doblada encima. Ven�a la moza arremangada hasta el codo, con el pelo alborotado, seco y volandero, del calor de la cama sin duda: y a la luz del d�a se notaba m�s la frescura de su tez, muy blanca y como infiltrada de sangre. Juli�n se apresur� a ponerse el levit�n, murmurando: --Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar.... Conforme estoy a pie, pudo cuadrar que estuviese en la cama todav�a... o visti�ndome. Mir�le Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclam�: --Disimule, se�or.... Yo no sab�a.... El que no sabe, hace como el que no ve. --Bien, bien.... Yo quer�a decir misa antes de tomar el chocolate. --Hoy no podr�, porque tiene la llave de la capilla el se�or abad de Ulloa, y Dios sabe hasta qu� horas dormir�, ni si habr� qui�n vaya all� por ella. Juli�n contuvo un suspiro. �Dos d�as ya sin misar! Cabalmente desde que era presb�tero se hab�a redoblado su fervor religioso, y sent�a el entusiasmo juvenil del nuevo misacantano, conmovido a�n por la impresi�n de la augusta investidura; de suerte que celebraba el sacrificio esmer�ndose en perfilar la menor ceremonia, temblando cuando alzaba, anonad�ndose cuando consum�a, siempre con recogimiento indecible. En fin, si no hab�a remedio.... --Ponga el chocolate ah�--dijo a Sabel. Mientras la moza ejecutaba esta orden, Juli�n alzaba los ojos al techo y los bajaba al piso, y tos�a, tratando de buscar una f�rmula, un modo discreto de explicarse. --�Hace mucho que no duerme en este cuarto el se�or abad? --Poco.... Har� dos semanas que baj� a la parroquia. --Ah.... Por eso.... Esto est� algo... sucio, �no le parece? Ser�a bueno barrer... y pasar tambi�n la escoba por entre las vigas. Sabel se encogi� de hombros. --El se�or abad no me mand� nunca que le barriese el cuarto. --Pues, francamente, la limpieza es una cosa que a todo el mundo gusta. --S�, se�or, ya se sabe.... No pase cuidado, que yo lo arreglar� muy arregladito. Lo pronunci� con tanta sumisi�n, que Juli�n a su vez quiso mostrarle un poco de caritativo inter�s. --�Y el ni�o?--pregunt�--. �No le hizo mal lo de ayer? --No, se�or.... Durmi� como un santi�o y ya anda corriendo por la huerta. �Ve? All� est�. Mirando por la abierta ventana, y haci�ndose una pantalla con la mano, Juli�n divis� a Perucho, que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque. --Lo que no sucede en un a�o sucede en un d�a, Sabel--advirti� gravemente el capell�n--. �No debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto m�s en un inocente as�! �Para qu� le aguanta a Primitivo que le d� tanta bebida? Es obligaci�n de usted el impedirlo. Sabel fijaba pesadamente en Juli�n sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el menor rel�mpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articul� con pausa: --Yo qu� quiere que le haga.... No me voy a reponer contra mi se�or padre. Juli�n call� un momento at�nito. �De modo que quien hab�a embriagado a la criatura era su propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamaci�n de censura. Llev�se la taza a la boca para encubrir la turbaci�n, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se retiraba despacio, cuando el capell�n le dirigi� una pregunta m�s. --�El se�or marqu�s anda ya levantado? --S�, se�or.... Debe estar por la huerta o por los alpendres. --Haga el favor de llevarme all�--dijo Juli�n levant�ndose y limpi�ndose apresuradamente los labios sin desdoblar la servilleta. Antes de dar con el marqu�s, recorrieron el capell�n y su gu�a casi toda la huerta. Aquella vasta extensi�n de terreno deb�a haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardiner�a sim�trica y geom�trica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista m�s lince distinguir�a rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blas�n de los Ulloas; y, sin embargo, persist�a en la confusa masa no s� qu� aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnec�an andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aqu� y acull� como gigantescos proyectiles en alg�n desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parec�a charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos r�sticos se hab�an convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de ma�z, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crec�an libres, espinosos y alt�simos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas m�s altas la copa del ciruelo o peral que ten�an enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el �ltimo v�stago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distra�damente como quien no sabe qu� hacer del tiempo. La presencia de Juli�n le dio la soluci�n del problema. Se�orito y capell�n emparejaron y alabando la hermosura del d�a, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesi�n del marqu�s. Juli�n abr�a mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopet�n toda la ciencia r�stica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado; pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metr�poli compostelana, la naturaleza le parec�a dif�cil de comprender, y casi le infund�a temor por la vital impetuosidad que sent�a palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el �spero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclam� con desconsuelo sincer�simo: --Yo confieso la verdad, se�orito.... De estas cosas de aldea, no entiendo jota. --Vamos a ver la casa--indic� el se�or de Ulloa--. Es la m�s grande del pa�s--a�adi� con orgullo. Mudaron de rumbo, dirigi�ndose al enorme caser�n, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de siller�a, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo m�s clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una habitaci�n relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban remot�simas, y asombraban la vista grandes estanter�as de casta�o sin barnizar, que en vez de cristales ten�an enrejado de alambre grueso. Decoraba tan t�trica pieza una mesa-escritorio, y sobre ella un tintero de cuerno, un viej�simo bade de suela, no s� cu�ntas plumas de ganso y una caja de obleas vac�a. Las estanter�as entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alf�izar mismo de la enrejada ventana, hab�a m�s papeles, m�s legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papeler�a exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqu�s de Ulloa, deteni�ndose en el umbral y con cierta expresi�n solemne, pronunci�: --El archivo de la casa. Desocup� en seguida las sillas de cuero, y explic� muy acalorado que aquello estaba revuelt�simo-aclaraci�n de todo punto innecesaria--y que semejante desorden se deb�a al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras hab�a venido el archivo a parar en lo que Juli�n ve�a.... --Pues as� no puede seguir--exclamaba el capell�n--. �Papeles de importancia tratados de este modo! Hasta es muy f�cil que alguno se pierda. --�Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habr�n causado, y c�mo andar� todo, porque yo ni mirarlo quiero.... Esto es lo que usted ve: �un desastre, una perdici�n! �Mire usted..., mire usted lo que tiene ah� a sus pies! �Debajo de una bota! Juli�n levant� el pie muy asustado, y el marqu�s se baj� recogiendo del suelo un libro delgad�simo, encuadernado en badana verde, del cual pend�a rodado sello de plomo. Tom�lo Juli�n con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destac� una soberbia miniatura her�ldica, de colores vivos y frescos a despecho de los a�os. --�Una ejecutoria de nobleza!--declar� el se�orito gravemente. Por medio de su pa�uelo doblado, la limpiaba Juli�n del moho, toc�ndola con manos delicadas. Desde ni�o le hab�a ense�ado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito con tinta roja, miniado, dorado, le parec�a cosa muy veneranda, digna de compasi�n por haber sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el se�orito permanec�a serio, de codos en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del se�or de la Lage acudieron a la memoria del capell�n: �Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste.... Har�a usted una obra de caridad si lo arreglase un poco�. La verdad es que �l no entend�a gran cosa de papelotes, pero con buena voluntad y cachaza.... --Se�orito--murmur�--, �y por qu� no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre usted y yo, mal ser�a que no acert�semos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo antiguo; de lo que est� muy estropeado se podr�a hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito con unas tiras de papel transparente.... El proyecto le pareci� al se�orito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la ma�ana siguiente. Quiso la desgracia que al otro d�a Primitivo descubriese en un maizal pr�ximo un bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqu�s se terci� la carabina y dej� para siempre jam�s am�n a su capell�n bregar con los documentos. -IV- Y el capell�n lidi� con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las ma�anas. Primero limpi�, sacudi�, planch� sirvi�ndose de la palma de la mano, peg� papelitos de cigarro a fin de juntar los pedazos rotos de alguna escritura. Parec�ale estar desempolvando, encolando y poniendo en orden la misma casa de Ulloa, que iba a salir de sus manos hecha una plata. La tarea, en apariencia f�cil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presb�tero: le sofocaba una atm�sfera de mohosa humedad; cuando alzaba un mont�n de papeles depositado desde tiempo inmemorial en el suelo, ca�a a veces la mitad de los documentos hecha a�icos por el diente menudo e incansable del rat�n; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus alas y se le met�an por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus m�s secretos asilos, sal�an ciegas de furor o de miedo, oblig�ndole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los tacones, tap�ndose los o�dos para no percibir el �_chac_! estremecedor que produce el cuerpo estrujado del insecto; las ara�as, columpiando su hidr�pica panza sobre sus descomunales zancos, sol�an ser m�s listas y refugiarse pront�simamente en los rincones oscuros, a donde las gu�a misterioso instinto estrat�gico. De tanto asqueroso bicho tal vez el que m�s repugnaba a Juli�n era una especie de lombriz o gusano de humedad, fr�o y negro, que se encontraba siempre inm�vil y hecho una rosca debajo de los papeles, y al tocarlo produc�a la sensaci�n de un trozo de hielo blando y pegajoso. Al cabo, a fuerza de paciencia y resoluci�n, triunf� Juli�n en su batalla con aquellas alima�as impertinentes, y en los estantes, ya despejados, fueron aline�ndose los documentos, ocupando, por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron jam�s. Tres o cuatro ejecutorias, todas con su colgante de plomo, quedaron apartadas, envueltas en pa�os limpios. Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estanter�a donde Juli�n columbr� los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos. Era la biblioteca de un Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Juli�n extendi� la mano, cogi� un tomo al azar, lo abri�, ley� la portada... �_La Henriada_, poema franc�s, puesto en verso espa�ol: su autor, el se�or de Voltaire...�. Volvi� a su sitio el volumen, con los labios contra�dos y los ojos bajos, como siempre que algo le her�a o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a Voltaire, de buena gana le har�a lo que a las cucarachas; no obstante, limit�se a condenar la biblioteca, a no pasar ni un mal pa�o por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y ara�as, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risue�o Arouet y su enemigo el sentimental Juan Jacobo, que tambi�n dorm�a all� sosegadamente desde los a�os de 1816. No era tortas y pan pintado la limpieza material del archivo; sin embargo, la verdadera obra de romanos fue la clasificaci�n. �Aqu� te quiero! parec�an decir los papelotes as� que Juli�n intentaba distinguirlos. Un embrollo, una madeja sin cabo, un laberinto sin hilo conductor. No exist�a faro que pudiese guiar por el pi�lago insondable: ni libros becerros, ni estados, ni nada. Los �nicos documentos que encontr� fueron dos cuadernos mugrientos y apestando a tabaco, donde su antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de la casa, y al margen, con un signo inteligible para �l solo, o con palabras m�s enigm�ticas a�n, el balance de sus pagos. Los unos ten�an una cruz, los otros un garabato, los de m�s all� una llamada, y los menos, las frases _no paga, pagar�, va pagando, ya pag�_. �Qu� significaban pues el garabato y la cruz? Misterio insondable. En una misma p�gina se mezclaban gastos e ingresos: aqu� aparec�a Fulano como deudor insolvente, y dos renglones m�s abajo, como acreedor por jornales. Juli�n sac� del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray Venancio, que, m�s radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga gesti�n. Hab�a puesto Juli�n manos a la obra con sumo celo, creyendo no le ser�a imposible orientarse en semejante caos de papeles. Se desojaba para entender la letra antigua y las enrevesadas r�bricas de las escrituras; quer�a al menos separar lo correspondiente a cada uno de los tres o cuatro principales partidos de renta con que contaba la casa; y se asombraba de que para cobrar tan poco dinero, tan mezquinas cantidades de centeno y trigo, se necesitase tanto f�rrago de procedimientos, tanta documentaci�n indigesta. Perd�ase en un d�dalo de foros y subforos, prorrateos, censos, pensiones, vinculaciones, cartas dotales, diezmos, tercios, pleitecillos menudos, de atrasos, y pleitazos gordos, de partijas. A cada paso se le confund�a m�s en la cabeza toda aquella papeler�a trasconejada; si las obras de reparaci�n, como poner carpetas de papel fuerte y blanco a las escrituras que se deshac�an de puro viejas le eran ya f�ciles, no as� el conocimiento cient�fico de los malditos papelotes, indescifrables para quien no tuviese lecciones y pr�ctica. Ya desalentado se lo confes� al marqu�s. --Se�orito, yo no salgo del paso.... Aqu� conven�a un abogado, una persona entendida. --S�, s�, hace mucho tiempo que lo pienso yo tambi�n.... Es indispensable tomar mano en eso, porque la documentaci�n debe andar perdida.... �C�mo la ha encontrado usted? �Hecha una l�stima? Apuesto a que s�. Dijo esto el marqu�s con aquella entonaci�n vehemente y sombr�a que adoptaba al tratar de sus propios asuntos, por insignificantes que fuesen; y mientras hablaba, entreten�a las manos ci�endo su collar de cascabeles a la Chula, con la cual iba a salir a matar unas codornices. --S�, se�or...--murmur� Juli�n--. No est� nada bien, no.... Pero la persona acostumbrada a estas cosas se desenreda de ellas en un soplo.... Y tiene que venir pronto quien sea, porque los papeles no ganan as�. La verdad era que el archivo hab�a producido en el alma de Juli�n la misma impresi�n que toda la casa: la de una ruina, ruina vasta y amenazadora, que representaba algo grande en lo pasado, pero en la actualidad se desmoronaba a toda prisa. Era esto en Juli�n aprensi�n no razonada, que se transformar�a en convicci�n si conociese bien algunos antecedentes de familia del marqu�s. Don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage qued� hu�rfano de padre muy ni�o a�n. A no ser por semejante desgracia, acaso hubiera tenido carrera: los Moscosos conservaban, desde el abuelo afrancesado, enciclopedista y francmas�n que se permit�a leer al _se�or de Voltaire_, cierta tradici�n de cultura trasa�eja, medio extinguida ya, pero suficiente todav�a para empujar a un Moscoso a los bancos del aula. En los Pardos de la Lage era, al contrario, axiom�tico que m�s vale asno vivo que doctor muerto. Viv�an entonces los Pardos en su casa solariega, no muy distante de la de Ulloa: al enviudar la madre de don Pedro, el mayorazgo de la Lage iba a casarse en Santiago con una se�orita de distinci�n, trasladando sus reales al pueblo; y don Gabriel, el segund�n, se vino a los Pazos de Ulloa, para acompa�ar a su hermana, seg�n dec�a, y servirle de amparo; en realidad, afirmaban los maldicientes, para disfrutar a su talante las rentas del cu�ado difunto. Lo cierto es que don Gabriel en poco tiempo asumi� el mando de la casa: �l descubri� y propuso para administrador a aquel bendito exclaustrado fray Venancio, medio chocho desde la exclaustraci�n, medio idiota de nacimiento ya, a cuya sombra pudo manejar a su gusto la hacienda del sobrino, desempe�ando la tutela. Una de las habilidades de don Gabriel fue hacer partijas con su hermana cogi�ndole ma�osamente casi toda su leg�tima, despojo a que asinti� la pobre se�ora, absolutamente inepta en materia de negocios, h�bil s�lo para ahorrar el dinero que guardaba con s�rdida avaricia, y que tuvo la imprudente ni�er�a de ir poniendo en onzas de oro, de las m�s antiguas, de premio. Cortos eran los r�ditos del caudal de Moscoso que no se deslizaban de entre los dedos temblones de fray Venancio a las robustas palmas del tutor; pero si lograban pasar a las de do�a Micaela, ya no sal�an de all� sino en forma de peluconas, camino de cierto escondrijo misterioso, acerca del cual iba poco a poco form�ndose una leyenda en el pa�s. Mientras la madre atesoraba, don Gabriel educaba al sobrino a su imagen y semejanza, llev�ndolo consigo a ferias, cazatas, francachelas r�sticas, y acaso distracciones menos inocentes, y ense��ndole, como dec�an all�, a cazar la perdiz blanca; y el chico adoraba en aquel t�o jovial, vigoroso y resuelto, diestro en los ejercicios corporales, groseramente chistoso, como todos los de la Lage, en las sobremesas: especie de se�or feudal acatado en el pa�s, que ense�aba pr�cticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza. Un d�a que t�o y sobrino se deportaban, seg�n costumbre, a cuatro o seis leguas de distancia de los Pazos, habi�ndose llevado consigo al criado y al mozo de cuadra, a las cuatro de la tarde y estando abiertas todas las puertas del caser�n solariego, se present� en �l una gavilla de veinte hombres enmascarados o tiznados de carb�n, que maniat� y amordaz� a la criada, hizo echarse boca abajo a fray Venancio, y apoder�ndose de do�a Micaela, le intim� que ense�ase el escondrijo de las onzas; y como la se�ora se negase, despu�s de abofetearla, empezaron a mecharla con la punta de una navaja, mientras unos cuantos propon�an que se calentase aceite para fre�rle los pies. As� que le acribillaron un brazo y un pecho, pidi� compasi�n y descubri�, debajo de un arca enorme, el famoso escondrijo, trampa h�bilmente disimulada por medio de una tabla igual a las dem�s del piso, pero que sub�a y bajaba a voluntad. Recogieron los ladrones las hermosas medallas, apoder�ronse tambi�n de la plata labrada que hallaron a mano, y se retiraron de los Pazos a las seis, antes que anocheciese del todo. Alg�n labrador o jornalero les vio salir, pero �qu� hab�a de hacer? Eran veinte, bien armados con escopetas, pistolas y trabucos. Fray Venancio, que s�lo hab�a recibido tal cual puntapi� o pu�ada despreciativa, no necesit� m�s pasaporte para irse al otro mundo, de puro miedo, en una semana; la se�ora se apresur� menos, pero, como suele decirse, no levant� cabeza, y de all� a pocos meses una apoplej�a serosa le impidi� seguir guardando onzas en un agujero mejor disimulado. Del robo se habl� largo tiempo en el pa�s, y corrieron rumores muy extra�os: se afirm� que los criminales no eran bandidos de profesi�n, sino gentes conocidas y acomodadas, alguna de las cuales desempe�aba cargo p�blico, y entre ellas se contaban personas relacionadas de antiguo con la familia de Ulloa, que por lo tanto estaban al corriente de las costumbres de la casa, de los d�as en que se quedaba sin hombres, y de la insaciable constancia de do�a Micaela en recoger y conservar la m�s valiosa moneda de oro. Fuese lo que fuese, la justicia no descubri� a los autores del delito, y don Pedro qued� en breve sin otro pariente que su t�o Gabriel. �ste busc� para el sitio de fray Venancio a un sacerdote brusco, gran cazador, incapaz de morirse de miedo ante los ladrones. Desde tiempo atr�s les ayudaba en sus expediciones cineg�ticas Primitivo, la mejor escopeta furtiva del pa�s, la punter�a m�s certera, y el padre de la moza m�s guapa que se encontraba en diez leguas a la redonda. El fallecimiento de do�a Micaela permiti� que hija y padre se instalasen en los Pazos, ella a t�tulo de criada, �l a t�tulo de... montero mayor, dir�amos hace siglos; hoy no hay nombre adecuado para el empleo. Don Gabriel los ten�a muy a raya a entrambos, olfateando en Primitivo un riesgo serio para su influencia; pero tres o cuatro a�os despu�s de la muerte de su hermana, don Gabriel sufri� ataques de gota que pusieron en peligro su vida, y entonces se divulg� lo que ya se susurraba acerca de su casamiento secreto con la hija del carcelero de Cebre. El hidalgo se traslad� a vivir, mejor dicho a rabiar, en la villita; otorg� testamento legando a tres hijos que ten�a sus bienes y caudal, sin dejar al sobrino don Pedro ni el reloj en memoria; y habi�ndosele subido la gota al coraz�n, entreg� su alma a Dios de mal�sima gana, con lo cual hall�se el �ltimo de los Moscosos due�o de s� por completo. Gracias a todas estas vicisitudes, socali�as y pellizcos, la casa de Ulloa, a pesar de poseer dos o tres decentes n�cleos de renta, estaba enmara�ada y desangrada; era lo que presum�a Juli�n: una ruina. Dada la complicaci�n de red, la subdivisi�n atom�stica que caracteriza a la propiedad gallega, un poco de descuido o mala administraci�n basta para minar los cimientos de la m�s importante fortuna territorial. La necesidad de pagar ciertos censos atrasados y sus intereses hab�a sido causa de que la casa se gravase con una hipoteca no muy cuantiosa; pero la hipoteca es como el c�ncer: empieza atacando un punto del organismo y acaba por inficionarlo todo. Con motivo de los susodichos censos, el se�orito busc� asiduamente las onzas del nuevo escondrijo de su madre; tiempo perdido: o la se�ora no hab�a atesorado m�s desde el robo, o lo hab�a ocultado tan bien, que no diera con ello el mismo diablo. La vista de tal hipoteca contrist� a Juli�n, pues el buen cl�rigo empezaba a sentir la adhesi�n especial de los capellanes por las casas nobles en que entran; pero m�s le llen� de confusi�n encontrar entre los papelotes la documentaci�n relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con.... �el marqu�s de Ulloa! Porque ya es hora de decir que el marqu�s de Ulloa aut�ntico y legal, el que consta en la _Gu�a de forasteros_, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana, durante el invierno de 1866 a 1867, mientras Juli�n exterminaba correderas en el archivo de los Pazos. Bien ajeno estar�a �l de que el t�tulo de nobleza por cuya carta de sucesi�n hab�a pagado religiosamente su impuesto de _lanzas y medias anatas_, lo disfrutaba gratis un pariente suyo, en un rinc�n de Galicia. Verdad que al leg�timo marqu�s de Ulloa, que era Grande de Espa�a de primera clase, duque de algo, marqu�s tres veces y conde dos lo menos, nadie le conoc�a en Madrid sino por el ducado, por aquello de que baza mayor quita menor, aun cuando el t�tulo de Ulloa, radicado en el claro solar de Cabreira de Portugal, pudiese ganar en antig�edad y estimaci�n a los m�s eminentes. Al pasar a una rama colateral la hacienda de los Pazos de Ulloa, fue el marquesado a donde correspond�a por rigurosa agnaci�n; pero los aldeanos, que no entienden de agnaciones, hechos a que los Pazos de Ulloa diesen nombre al t�tulo, siguieron llamando marqueses a los due�os de la gran huronera. Los se�ores de los Pazos no protestaban: eran marqueses por derecho consuetudinario; y cuando un labrador, en un camino hondo, se descubr�a respetuosamente ante don Pedro, murmurando: �Vaya us�a muy dichoso, se�or marqu�s�, don Pedro sent�a un cosquilleo grato en la epidermis de la vanidad, y contestaba con voz sonora: �Felices tardes�. -V- Del famoso arreglo del archivo sac� Juli�n los pies fr�os y la cabeza caliente: �l bien quisiera despabilarse, aplicar pr�cticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa, para empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador, mas no acertaba, no pod�a; su inexperiencia en cosas rurales y jur�dicas se trasluc�a a cada paso. Trataba de estudiar el mecanismo interior de los Pazos: tom�base el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los h�rreos, las eras, las bodegas, los alpendres, cada dependencia y cada rinc�n; de preguntar para qu� serv�a esto y aquello y lo de m�s all�, y cu�nto costaba y a c�mo se vend�a; labor in�til, pues olfateando por todas partes abusos y des�rdenes, no consegu�a nunca, por su carencia de malicia y de gram�tica parda, poner el dedo sobre ellos y remediarlos. El se�orito no le acompa�aba en semejantes excursiones: harto ten�a que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del se�or�o monta��s, de suerte que el gu�a de Juli�n era Primitivo. Gu�a pesimista si los hay. Cada reforma que Juli�n quer�a plantear, la calificaba de imposible, encogi�ndose de hombros; cada superfluidad que intentaba suprimir, la declaraba el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Juli�n surg�an montones de dificultades menudas, impidi�ndole realizar ninguna modificaci�n �til. Y lo m�s alarmante era observar la encubierta, pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos, jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parec�a estarle supeditado y propicio: el respeto adulador con que trataban al se�orito, el saludo, mitad desde�oso y mitad indiferente que dirig�an al capell�n, se convert�an en sumisi�n absoluta hacia Primitivo, no manifestada por f�rmulas exteriores, sino por el acatamiento instant�neo de su voluntad, indicada a veces con s�lo el mirar directo y fr�o de sus ojuelos sin pesta�as. Y Juli�n se sent�a humillado en presencia de un hombre que mandaba all� como indiscutible aut�crata, desde su ambiguo puesto de criado con ribetes de mayordomo. Sent�a pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable de aquel presb�tero, sobrio, desinteresado, que apartaba los ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la filosof�a de Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no hab�a de ser Juli�n la excepci�n. Corr�a entre tanto el invierno, y el capell�n se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro le abr�a el apetito: no sent�a ya las efusiones de devoci�n que al principio, y s� una especie de caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que ve�a a su alrededor, especialmente los ni�os y los irracionales, con quienes desahogaba su instintiva ternura. Aument�base su compasi�n hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dol�a verle revolcarse constantemente en el lodo del patio, pasarse el d�a hundido en el esti�rcol de las cuadras, jugando con los becerros, mamando del pez�n de las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre, entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determin� consagrar algunas horas de las largas noches de invierno a ense�ar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los n�meros. Para realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con gruesos troncos; y cogiendo al ni�o en sus rodillas, a la luz del triple mechero del vel�n, le iba guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la mon�tona salmodia por donde empieza el saber: _be-a b�, be-e b�, be-i b�_.... El chico se deshac�a en bostezos enormes, en muecas risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defend�a contra la ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gru�endo, escondiendo la cara, escurri�ndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rinc�n o volverse al tibio abrigo del establo. En aquel tiempo fr�o, la cocina se convert�a en tertulia, casi exclusivamente compuesta de mujeres. Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza resguardada por una especie de mandil�n de picote; muchas gem�an de gusto al acercarse a la deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban despu�s de haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo casta�as, las pon�an a asar entre el rescoldo; y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la reina de aquella peque�a corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos h�medos, recib�a el incienso de las adulaciones, hund�a el cuchar�n de hierro en el pote, llenaba cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparec�a del c�rculo, refugi�base en la esquina o en un banco, donde se la o�a mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y leng�etear contra la cuchara. Noches hab�a en que no se daba la moza punto de reposo en colmar tazas, ni las mujeres en entrar, comer y marcharse para dejar a otras el sitio: all� desfilaba sin duda, como en mes�n barato, la parroquia entera. Al salir cog�an aparte a Sabel, y si el capell�n no estuviese tan distra�do con su rebelde alumno, ver�a alg�n trozo de tocino, pan o _lac�n_ r�pidamente escondido en un justillo, o alg�n chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La �ltima tertuliana que se quedaba, la que secreteaba m�s tiempo y m�s �ntimamente con Sabel, era la vieja de las gre�as de estopa, entrevista por Juli�n la noche de su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad de la bruja: ten�a las cejas canas, y, de perfil, le sobresal�an, como tambi�n las cerdas de un lunar; el fuego hac�a resaltar la blancura del pelo, el color atezado del rostro, y el enorme _bocio_ o papera que deformaba su garganta del modo m�s repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la fantas�a de un artista pod�a evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezu�a de cabra. Sin explicarse el porqu�, empez� a desagradar a Juli�n la tertulia y las familiaridades de Sabel, que se le arrimaba continuamente, a pretexto de buscar en el caj�n de la mesa un cuchillo, una taza, cualquier objeto indispensable. Cuando la aldeana fijaba en �l sus ojos azules, anegados en caliente humedad, el capell�n experimentaba malestar violento, comparable s�lo al que le causaban los de Primitivo, que a menudo sorprend�a clavados a hurtadillas en su rostro. Ignorando en qu� fundar sus recelos, cre�a Juli�n que meditaban alguna asechanza. Era Primitivo, salvo tal cual moment�neo acceso de brusca y selv�tica alegr�a, hombre taciturno, a cuya faz de bronce asomaban rara vez los sentimientos; y con todo eso, Juli�n se juzgaba blanco de hostilidad encubierta por parte del cazador; en rigor, ni hostilidad pod�a llamarse; m�s bien ten�a algo de observaci�n y acecho, la espera tranquila de una res, a quien, sin odiarla, se desea cazar cuanto antes. Semejante actitud no pod�a definirse, ni expresarse apenas. Juli�n se refugi� en su cuarto, adonde hizo subir, medio arrastro, al ni�o, para la lecci�n acostumbrada. As� como as�, el invierno hab�a pasado, y el calor de la _lareira_ no era apetecible ya. En su habitaci�n pudo el capell�n notar mejor que en la cocina la escandalosa suciedad del angelote. Media pulgada de ro�a le cubr�a la piel; y en cuanto al cabello, dorm�an en �l capas geol�gicas, estratificaciones en que entraba tierra, guijarros menudos, toda suerte de cuerpos extra�os. Juli�n cogi� a viva fuerza al ni�o, lo arrastr� hacia la palangana, que ya ten�a bien abastecida de jarras, toallas y jab�n. Empez� a frotar. �Mar�a Sant�sima y qu� primer agua la que sali� de aquella empecatada carita! Lej�a pura, de la m�s turbia y espesa. Para el pelo fue preciso emplear aceite, pomada, agua a chorros, un batidor de gruesas p�as que desbrozase la virgen selva. Al paso que adelantaba la faena, iban saliendo a luz las bell�simas facciones, dignas del cincel antiguo, coloreadas con la p�tina del sol y del aire; y los bucles, libres de estorbos, se colocaban art�sticamente como en una testa de Cupido, y descubr�an su matiz casta�o dorado, que acababa de entonar la figura. �Era pasmoso lo bonito que hab�a hecho Dios a aquel mu�eco! Todos los d�as, que gritase o que se resignase el chiquillo, Juli�n lo lavaba as� antes de la lecci�n. Por aquel respeto que profesaba a la carne humana no se atrev�a a ba�arle el cuerpo, medida bien necesaria en verdad. Pero con los lavatorios y el car�cter bondadoso de Juli�n, el diablillo iba tom�ndose demasiadas confianzas, y no dejaba cosa a vida en el cuarto. Su desaplicaci�n, mayor a cada instante, desesperaba al pobre presb�tero: la tinta le serv�a a Perucho para meter en ella la mano toda y plantarla despu�s sobre el silabario; la pluma, para arrancarle las barbas y romperle el pico cazando moscas en los vidrios; el papel, para rasgarlo en tiritas o hacer con �l cucuruchos; las arenillas, para volcarlas sobre la mesa y figurar con ellas montes y collados, donde se complac�a en producir cataclismos hundiendo el dedo de golpe. Adem�s, revolv�a la c�moda de Juli�n, deshac�a la cama brincando encima, y un d�a lleg� al extremo de prender fuego a las botas de su profesor, llen�ndolas de f�sforos encendidos. Bien aguantar�a Juli�n estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante m�s desagradable: las idas y venidas frecuentes de Sabel por su habitaci�n. Siempre encontraba la moza alg�n pretexto para subir: que se le hab�a olvidado recoger el servicio del chocolate; que se le hab�a _esquecido_ mudar la toalla. Y se endiosaba, y tardaba un buen rato en bajar, entreteni�ndose en arreglar cosas que no estaban revueltas, o poni�ndose de pechos en la ventana, muy risue�a y campechanota, alardeando de una confianza que Juli�n, cada d�a m�s reservado, no autorizaba en modo alguno. Una ma�ana entr� Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del presb�tero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una r�pida ojeada, c�mo la moza ven�a en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanqu�simos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hac�a m�s que la labor de cocina y �sa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no ten�a la piel curtida, ni deformados los miembros. Juli�n retrocedi�, y la jarra tembl� en su mano, verti�ndose un chorro de agua por el piso. --C�brase usted, mujer--murmur� con voz sofocada por la verg�enza--. No me traiga nunca el agua cuando est� as�... no es modo de presentarse a la gente. --Me estaba peinando y pens� que me llamaba...--respondi� ella sin alterarse, sin cruzar siquiera las palmas sobre el escote. --Aunque la llamase no era regular venir en ese traje.... Otra vez que se est� peinando que me suba el agua Cristobo o la chica del ganado... o cualquiera.... Y al pronunciar estas palabras, volv�ase de espaldas para no ver m�s a Sabel, que se retiraba lentamente. Desde aquel punto y hora, Juli�n se desvi� de la muchacha como de un animal da�ino e imp�dico; no obstante, a�n le parec�a poco caritativo atribuir a malos fines su desali�o indecoroso, prefiriendo achacarlo a ignorancia y rudeza. Pero ella se hab�a propuesto demostrar lo contrario. Poco tiempo iba transcurrido desde la severa reprimenda, cuando una tarde, mientras Juli�n le�a tranquilamente la _Gu�a de Pecadores_, sinti� entrar a Sabel y not�, sin levantar la cabeza, que algo arreglaba en el cuarto. De pronto oy� un golpe, como ca�da de persona contra alg�n mueble, y vio a la moza recostada en la cama, despidiendo lastimeros ayes y hondos suspiros. Se quejaba de una _aflici�n_, una cosa repentina, y Juli�n, turbado pero compadecido, acudi� a empapar una toalla para humedecerle las sienes, y a fin de ejecutarlo se acerc� a la acongojada enferma. Apenas se inclin� hacia ella, pudo--a pesar de su poca experiencia y ninguna malicia--convencerse de que el supuesto ataque no era sino bellaquer�a grand�sima y sinverg�enza calificada. Una ola de sangre encendi� a Juli�n hasta el cogote: sinti� la c�lera repentina, ciega, que rar�sima vez fustigaba su linfa, y se�alando a la puerta, exclam�: --Se me va usted de aqu� ahora mismo o la echo a empellones..., �entiende usted? No me vuelve usted a cruzar esa puerta.... Todo, todo lo que necesite, me lo traer� Cristobo.... �Largo inmediatamente! Retir�se la moza cabizbaja y moh�na, como quien acaba de sufrir pesado chasco. Juli�n, por su parte, qued� tembloroso, agitado, descontento de s� mismo, cual suelen los pac�ficos cuando ceden a un arrebato de ira: hasta sent�a dolor f�sico, en el epigastrio. A no dudarlo, se hab�a excedido; debi� dirigir a aquella mujer una exhortaci�n fervorosa, en vez de palabras de menosprecio. Su obligaci�n de sacerdote era ense�ar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente como a los bichos del archivo. Al cabo Sabel ten�a un alma, redimida por la sangre de Cristo igual que otra cualquiera. Pero �qui�n reflexiona, qui�n se modera ante tal descaro? Hay un movimiento que llaman los escol�sticos _primo primis_ fatal e inevitable. As� se consolaba el capell�n. De todos modos, era triste cosa tener que vivir con aquella mala hembra, no m�s p�dica que las vacas. �C�mo pod�a haber mujeres as�? Juli�n recordaba a su madre, tan modosa, siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su _casab�_ abrochado hasta la nuez, sobre el cual, para mayor recato, ca�a liso, sin arrugas, un pa�uelito de seda negra. �Qu� mujeres! �Qu� mujeres se encuentran por el mundo! Desde el funesto lance tuvo Juli�n que barrerse el cuarto y subirse el agua, porque ni Cristobo ni las criadas hicieron caso de sus �rdenes, y a Sabel no quer�a verle ni la sombra en la puerta. Lo que m�s extra�eza y susto le caus� fue observar que Primitivo, despu�s del suceso, no se recataba ya para mirarle con fijeza terrible, midi�ndole con una ojeada que equival�a a una declaraci�n de guerra. Juli�n no pod�a dudar que estorbaba en los Pazos: �por qu�? A veces meditaba en ello interrumpiendo la lectura de Fray Luis de Granada y de los seis libros de San Juan Cris�stomo sobre el sacerdocio; pero al poco rato, descorazonado por tanta mezquina contrariedad, desesperando de ser �til jam�s a la casa de Ulloa, se enfrascaba nuevamente en sus p�ginas m�sticas. VI. De los p�rrocos de las inmediaciones, con ninguno hab�a hecho Juli�n tan buenas migas como con don Eugenio, el de Naya. El abad de Ulloa, al cual ve�a con m�s frecuencia, no le era simp�tico, por su desmedida afici�n al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le exasperaba Juli�n, a quien sol�a apodar _mariquita_; porque para el abad de Ulloa, la �ltima de las degradaciones en que pod�a caer un hombre era beber agua, lavarse con jab�n de olor y cortarse las u�as: trat�ndose de un sacerdote, el abad pon�a estos delitos en parang�n con la simon�a. �Afeminaciones, afeminaciones�, gru��a entre dientes, convencid�simo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un cl�rigo no pierde, _ipso facto_, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a brav�o desde una legua. Con los dem�s curas de las parroquias cercanas tampoco frisaba mucho Juli�n; as� es que, convidado a las funciones de iglesia, acostumbraba retirarse tan pronto como se acababan las ceremonias, sin aceptar jam�s la comida que era su complemento indispensable. Pero cuando don Eugenio le invit� con alegre cordialidad a pasar en Naya el _d�a del patr�n_, acept� de buen grado, comprometi�ndose a _no faltarle_. Seg�n lo convenido, subi� a Naya la v�spera, rehusando la montura que le ofrec�a don Pedro. �Para legua y media escasa! �Y con una tarde hermos�sima! Apoy�ndose en un palo, dando tiempo a que anocheciese, deteni�ndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tard� mucho en llegar al cerro que domina el caser�o de Naya, tan oportunamente que vino a caer en medio del baile que, al son de la gaita, bombo y tamboril, a la luz de los _fachones_ de paja de centeno encendidos y agitados alegremente, preludiaba a los regocijos patronales. Poco tardaron los bailarines en bajar hacia la rectoral, cantando y _atruxando_ como locos, y con ellos descendi� Juli�n. El cura esperaba en la portalada misma: recogidas las mangas de su chaqueta, levantaba en alto un jarro de vino, y la criada sosten�a la bandeja con vasos. Det�vose el grupo; el gaitero, vestido de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo _punteiro_ ca�a sobre los rojos flecos del ronc�n, se limpiaba la frente sudorosa con un pa�uelo de seda, y los reflejos de la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permit�an distinguir su cara guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas casta�as. Cuando le sirvieron el vino, el r�stico artista dijo cort�smente: ��A la salud del se�or abade y la compa�a!� y, despu�s de ech�rselo al coleto, a�n murmur� con mucha pol�tica, pas�ndose el rev�s de la mano por la boca: �De hoy en veinte a�os, se�or abade�. Las libaciones consecutivas no fueron acompa�adas de m�s f�rmulas de atenci�n. Disfrutaba el p�rroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la saz�n con los preparativos de la fiesta y asist�a imp�vido a los preliminares del saco y ruina de su despensa, bodega, le�era y huerto. Era don Eugenio joven y alegre como unas pascuas, y su condici�n, m�s que de padre de almas, de pilluelo revoltoso y ladino; pero bajo la corteza infantil se escond�a singular don de gentes y conocimiento de la vida pr�ctica. Sociable y tolerante, hab�a logrado no tener un solo enemigo entre sus compa�eros. Le conceptuaban un _rapaz_ inofensivo. Tras el pocillo de aromoso chocolate, dio a Juli�n la mejor cama y habitaci�n que pose�a, y le despert� cuando la gaita floreaba la alborada, rayando �sta apenas en los cielos. Fueron juntos los dos cl�rigos a revisar el decorado de los altares, compuestos ya para la misa solemne. Juli�n pasaba la revista con especial devoci�n, puesto que el patr�n de Naya era el suyo mismo, el bienaventurado San Juli�n, que all� estaba en el altar mayor con su carita inocentona, su est�tica sonrisilla, su chupa y calz�n corto, su paloma blanca en la diestra, y la siniestra delicadamente apoyada en la chorrera de la camisola. La imagen modesta, la iglesia desmantelada y sin m�s adorno que alg�n rizado cirio y humildes flores aldeanas puestas en toscos cacharros de loza, todo excitaba en Juli�n tierna piedad, la efusi�n que le hac�a tanto provecho, abland�ndole y desentumeci�ndole el esp�ritu. Iban llegando ya los curas de las inmediaciones, y en el atrio, tapizado de hierba, se o�a al gaitero templar prolijamente el instrumento, mientras en la iglesia el hinojo, esparcido por las losas y pisado por los que iban entrando, desped�a olor campestre y fresqu�simo. La procesi�n se organizaba; San Juli�n hab�a descendido del altar mayor; la cruz y los estandartes oscilaban sobre el remolino de gentes amontonadas ya en la estrecha nave, y los mozos, vestidos de fiesta, con su pa�uelo de seda en la cabeza en forma de _burelete_, se ofrec�an a llevar las insignias sacras. Despu�s de dar dos vueltas por el atrio y de detenerse breves instantes frente al crucero, el santo volvi� a entrar en la iglesia, y fue _pujado_, con sus andas, a una mesilla al lado del altar mayor muy engalanada, y cubierta con antigua colcha de damasco carmes�. La misa empez�, regocijada y r�stica, en armon�a con los dem�s festejos. M�s de una docena de curas la cantaban a voz en cuello, y el desvencijado incensario iba y ven�a, con retint�n de cadenillas viejas, soltando un humo espeso y arom�tico, entre cuya envoltura algodonosa parec�a suavizarse el desentono del _introito_, la aspereza de las broncas laringes eclesi�sticas. El gaitero, prodigando todos sus recursos art�sticos, acompa�aba con el _punteiro_ desmangado de la gaita y haciendo oficios de clarinete. Cuando ten�a que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el _punteiro_ en el _fol_; as� pod�a acompa�ar la elevaci�n de la hostia con una solemne marcha real, y el postcomunio con una mu�eira de las m�s recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa, repet�a en el vest�bulo, donde tandas de mozos y mozas se desquitaban, bailando a su sabor, de la compostura guardada por espacio de una hora en la iglesia. Y el baile en el atrio lleno de luz, el templo sembrado de hojas de hinojos y espada�a que magullaron los pisotones, alumbrado, m�s que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes, pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risue�o en sus andas, con una pierna casi en el aire para empezar un minueto y la c�ndida palomita pronta a abrir las alas, todo era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancol�a que suele imperar en las ceremonias religiosas. Juli�n se sent�a tan muchacho y contento como el santo bendito, y sal�a ya a gozar el aire libre, acompa�ado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distingui� a Sabel, lujosamente vestida de domingo, girando con las dem�s mozas, al comp�s de la gaita. Esta vista le agu� un tanto la fiesta. Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay. All� se reun�an una t�a y dos primas de don Eugenio--a quienes por ser muchachas y frescas no quer�a el p�rroco tener consigo a diario en la rectoral--; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e in�til, que andaba dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura de Cebre, que en sus mocedades hab�a servido a un can�nigo compostelano, y era c�lebre en el pa�s por su destreza en batir mantequillas y asar capones. Esta fornida guisandera, un tanto bigotuda, alta de pecho y de adem�n brioso, hab�a vuelto la casa de arriba abajo en pocas horas, barri�ndola desde la v�spera a grandes y furibundos escobazos, retirando al desv�n los trastos viejos, empezando a poner en marcha el formidable ej�rcito de guisos, echando a remojo los lacones y garbanzos, y revistando, con r�pida ojeada de general en jefe, la hidr�pica despensa, atestada de d�divas de feligreses; cabritos, pollos, anguilas, truchas, pichones, ollas de vino, manteca y miel, perdices, liebres y conejos, chorizos y morcillas. Conocido ya el estado de las provisiones, orden� las maniobras del ej�rcito: las viejas se dedicaron a desplumar aves, las mozas a fregar y dejar como el oro peroles, cazos y sartenes, y un par de mozancones de la aldea, uno de ellos idiota de oficio, a desollar reses y limpiar piezas de caza. Si se encontrase all� alg�n maestro de la escuela pict�rica flamenca, de los que han derramado la poes�a del arte sobre la prosa de la vida dom�stica y material, �con cu�nto placer ver�a el espect�culo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de le�a que acariciaba la panza reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y sangu�nea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar con el idiota, como ninfas con un s�tiro atado, arroj�ndole entre el cuero y la camisa pu�ados de arroz y cucuruchos de pimiento! Y momentos despu�s, cuando el gaitero y los dem�s m�sicos vinieron a reclamar su _parva_ o desayuno, el guiso de intestinos de castr�n, h�gado y bofes, llamado en el pa�s _mataburrillo_, �cu�n digna de su pincel encontrar�a la escena de rozagante apetito, de expansi�n del est�mago, de carrillos hinchados y tragos de mosto despabilados al vuelo, que all� se represent� entre bromas y risotadas! �Y qu� val�a todo ello en comparaci�n del fest�n hom�rico preparado en la sala de la rectoral? Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sosten�an grandes jarros rebosando tinto a�ejo; y haci�ndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas henchidas del mismo l�quido. La vajilla era mezclada, y entre el esta�o y barro vidriado descollaba alg�n _talavera_ leg�timo, capaz de volver loco a un coleccionista, de los muchos que ahora se consagran a la arcana ciencia de los pucheros. Ante la mesa y sus ap�ndices, no sin mil cumplimientos y ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaron al obeso Arcipreste de Loiro--la persona m�s respetable en a�os y dignidad de todo el clero circunvecino, que no hab�a asistido a la ceremonia por no ahogarse con las apreturas del gent�o en la misa--, y a Juli�n, en quien don Eugenio honraba a la ilustre casa de Ulloa. Sent�se Juli�n avergonzado, y su confusi�n subi� de punto durante la comida. Por ser nuevo en el pa�s y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de todas las miradas. Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el m�dico, notario y juez de Cebre, el se�orito de Limioso, el sobrino del cura de Bo�n, y el famos�simo cacique conocido por el apodo de _Barbacana_, que apoy�ndose en el partido moderado a la saz�n en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique _Trampeta_, protegido por los unionistas y mal visto por el clero. En suma, all� se juntaba lo m�s granado de la comarca, faltando s�lo el marqu�s de Ulloa, que vendr�a de fijo a los postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y huevos cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se com�a en silencio, jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrev�a alg�n cura a soltar frases de encomio a la habilidad de la guisandera; y el anfitri�n, observando con disimulo qui�nes de los convidados andaban remisos en mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso aprovecharse de la sopa y del cocido, pues apenas hab�a otra cosa. Crey�ndolo as� Juli�n, y no pareci�ndole cort�s desairar a su hu�sped, carg� la mano en la sopa y el cocido. Grande fue su terror cuando empez� a desfilar interminable serie de platos, los veintis�is tradicionales en la comida del patr�n de Naya, no la m�s abundante que se serv�a en el arciprestazgo, pues Loiro se le aventajaba mucho. Para llegar al n�mero prefijado, no hab�a recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina francesa disfraza los manjares bautiz�ndolos con nombres nuevos o adorn�ndolos con arambeles y enga�ifas. No, se�or: en aquellas regiones v�rgenes no se conoc�a, loado sea Dios, ninguna salsa o pebre de origen gabacho, y todo era neto, varonil y cl�sico como la olla. �Veintis�is platos? Pronto se hace la lista: pollos asados, fritos, en pepitoria, estofados, con guisantes, con cebollas, con patatas y con huevos; apl�quese el mismo sistema a la carne, al puerco, al pescado y al cabrito. As�, sin calentarse los cascos, presenta cualquiera veintis�is variados manjares. �Y c�mo se burlar�a la guisandera si por arte de magia apareciese all� un cocinero franc�s empe�ado en redactar un _men�_, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! �Legumbres a m�!, dir�a el ama del cura de Cebre, ri�ndose con toda su alma y todas sus caderas tambi�n. �Legumbres el d�a del patr�n! Son buenas para los cerdos. Ah�to y mareado, Juli�n no ten�a fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no cesaban de circular pas�ndoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban menos, pues la conversaci�n se calentaba. El m�dico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador; el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir an�cdotas; el sobrino del cura de Bo�n, estudiante de derecho, muy enamorado de condici�n, hablaba de mujeres, ponderaba la gracia de las se�oritas de Molende y la lozan�a de una panadera de Cebre, muy nombrada en el pa�s; los curas al pronto no tomaron parte, y como Juli�n bajase la vista, algunos comensales, despu�s de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas dur� poco la reserva; al ir vaci�ndose los jarros y desocup�ndose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las bromas a echar chispas. M�ximo Juncal, el m�dico, reci�n salido de las aulas compostelanas, solt� varias puntadas sobre pol�tica, y tambi�n malignas pullas referentes al grave esc�ndalo que a la saz�n tra�a muy preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en Palacio. Alborot�ronse dos o tres curas; y el cacique _Barbacana_, con suma gravedad, volviendo hacia Juncal su barba florida y luenga, d�jole desde�osamente una verdad como un templo: que �muchos hablaban de lo que no entend�an�, a lo cual el m�dico replic�, vertiendo bilis por ojos y labios, �que pronto iba a llegar el d�a de la gran barredura, que luego se armar�a el tiberio del siglo, y que los neos ir�an a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote�. Afortunadamente profiri� estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los p�rrocos se hallaban enzarzados en la discusi�n teol�gica, indispensable complemento de todo convite patronal. Liados en ella, no prest� atenci�n a lo que el m�dico dec�a ninguno de los que pod�an volv�rselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Bo�n, ni el Arcipreste, que siendo m�s sordo que una tapia, resolv�a las discusiones pol�ticas a gritos, alzando el �ndice de la mano derecha como para invocar la c�lera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corr�an las fuentes de arroz con leche, canela y az�car, y se agotaban las copas de _tostado_, llegaba a su periodo �lgido la disputa, y se entreo�an argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos. --_Nego majorem_.... --_Probo minorem_. --Eh.... Bo�n, que con mucho disimulo me est�s echando abajo la gracia.... --Compadre, cuidado.... Si adelanta usted un poquito m�s nos vamos a encontrar con el libre albedr�o perdido. --Cebre, mira que vas por mal camino: �mira que te marchas con Pelagio! --Yo a San Agust�n me agarro, y no lo suelto. --Esa proposici�n puede admitirse _simpliciter_, pero tom�ndola en otro sentido... no cuela. --Citar� autoridades, todas las que se me pidan: �a que no me citas t� ni media docena? A ver. --Es sentir com�n de la Iglesia desde los primeros concilios. --Es punto opinable, �_quoniam_! A m� no me vengas a asustar t� con concilios ni concilias. --�Querr�s saber m�s que Santo Tom�s? --�Y t� querr�s ponerte contra el Doctor de la gracia? --�Nadie es capaz de rebatirme esto! Se�ores... la gracia.... --�Que nos despe�amos de vez! �Eso es herej�a formal; es pelagianismo puro! --Qu� entiendes t�, qu� entiendes t�.... Lo que t� censures, que me lo claven.... --Que diga el se�or Arcipreste.... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el se�or Arcipreste. El Arcipreste era respetado m�s por su edad que por su ciencia teol�gica; y se soseg� un tanto el formidable barullo cuando se incorpor� dif�cilmente, con ambas manos puestas tras los o�dos, vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cab�a lograrlo, la contienda. Pero un incidente distrajo los �nimos: el se�orito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompa�aban su aparici�n con jubiloso repique. Ven�a, seg�n su promesa, a tomar una copa a los postres; y la tom� de pie, porque le aguardaba un bando de perdices all� en la monta�a. H�zosele muy cort�s recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a �l agasajaron a la Chula y al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aqu� un plato y zamp�ndose un bizcocho all�. El se�orito de Limioso se levant� resuelto a acompa�ar al de Ulloa en la excursi�n cineg�tica, para lo cual ten�a prevenido lo necesario, pues rara vez sal�a del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura. Cuando partieron los dos hidalgos, ya se hab�a calmado la efervescencia de la discusi�n sobre la gracia, y el m�dico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos sat�rico-pol�ticos que entonces corr�an bajo el nombre de _belenes_. Celebr�balos el notario, particularmente cuando el m�dico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden, manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los comensales menos pulcros, indicaban la terminaci�n del fest�n; Juli�n hubiera dado algo bueno por poderse retirar; sent�ase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas exclusivamente materiales; pero no se atrev�a a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se entregaban al deleite de encender alg�n pitillo y murmurar de las personas m�s se�aladas en el pa�s. Se trataba del se�orito de Ulloa, de su habilidad para _tumbar_ perdices, y sin que Juli�n adivinase la causa, se pas� inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos hab�an visto por la ma�ana en el corro de baile; se encomi� su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Juli�n se�as y gui�os, como si la conversaci�n se relacionase con �l. El capell�n bajaba la vista seg�n costumbre, y fing�a doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos de c�lera repentina y moment�nea que no era due�o de refrenar, tosi�, mir� en derredor, y solt� unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver aguada la sobremesa, opt� por levantarse, proponiendo a Juli�n que saliesen a tomar el fresco en la huerta: algunos cl�rigos se alzaron tambi�n, anunciando que iban a _echar completas_; otros se escurrieron en compa��a del m�dico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la noche. Refugi�ronse al huerto el cura de Naya y Juli�n, pasando por la cocina, donde la algazara de los criados, primas del cura, cocineras y m�sicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanec�a en su tranquilo y po�tico sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las �ltimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presb�teros, no sin que don Eugenio, sacando un pa�uelo de algod�n a cuadros, se tapase con �l la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz. A Juli�n todav�a le duraba el sofoco, la llamarada de indignaci�n; pero ya le pesaba, de su corta paciencia, y resolv�a ser m�s sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado.... --�Quiere _escotar_ un sue�o?--pregunt� el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio. --No; lo que yo quer�a, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tom� all� en la mesa.... Conozco que soy a veces as�... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan de tino, sin poderlo remediar. Usted p�ngase en mi caso. --Pongo, pongo.... Pero a m� me est�n embromando tambi�n a cada rato con las primas..., y hay que aguantar, que no lo hacen con mala intenci�n; es por re�rse un poco. --Hay bromas de bromas, y a m� me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensar�n que ya tiene medio perdida la verg�enza para los hechos. Y �qu� s� yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creer� que en efecto...? El de Naya aprob� con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observaci�n; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que luc�a la desigual dentadura era suave e ir�nica protesta contra tanta rigidez. --Hay que tomar el mundo seg�n viene...--murmur� filos�ficamente--. Ser bueno es lo que importa; porque �qui�n va a tapar las bocas de los dem�s? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere.... En teniendo la conciencia tranquila.... --No, se�or; no, se�or; poco a poco--replic� acaloradamente Juli�n--. No s�lo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y a�n es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el esc�ndalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas. --Tambi�n usted se apura ah� por una chanza, por una tonter�a, lo mismo que si ya todo el mundo le se�alase con el dedo.... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos. Caviloso y cejijunto, hab�a cogido Juli�n un palito que andaba por el suelo, y se entreten�a en clavarlo en la hierba. Levant� la cabeza de pronto. --Eugenio, �es mi amigo? --Siempre, hombre, siempre--contest� afable y sinceramente el de Naya. --Pues s�ame franco. H�bleme como si estuvi�semos en el confesonario. �Se dice por ah�... _eso_? --�Lo qu�? --Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, �eh? Porque puede usted creerme, y se lo jurar�a si fuese l�cito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le habr� mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos. --No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa.... Ea, sosi�guese: a m� se me figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqu�s no invent� la p�lvora, es cierto que no, y la moza se distraer� con los de su clase cuanto quiera, d�galo el bailoteo en la gaita de hoy; pero no iba a tener la desverg�enza de peg�rsela en sus barbas, con el mismo capell�n.... Hombre, no hagamos tan est�pido al marqu�s. Juli�n se volvi�, m�s bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en par. --Pero... el se�orito..., �qu� tiene que ver el se�orito...? El cura de Naya salt� a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpi� en juvenil carcajada. Juli�n, comprendiendo, pregunt� nuevamente: --Luego el chiquillo... el Perucho.... Torn� don Eugenio a re�r hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pa�uelo de cuadros. --No se ofenda...--murmuraba entre risa y llanto--. No se ofenda porque me r�o as�.... Es que, de veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un d�a hasta me puse malo.... Esto es como las cosqui... cosquillas... involuntario.... Aplacado el acceso de risa, a�adi�: --Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patr�n San Juli�n..., pero esto pasa de casta�o oscuro.... �Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! �O es que quiere hacerse el bobo? --A fe, no sospechaba nada, nada, nada. �Usted piensa que iba a quedarme all� ni dos d�as, caso de averiguarlo antes? �Autorizar con mi presencia un amancebamiento? �Pero... usted est� seguro de lo que dice? --Hombre.... �tiene usted gana de cuentos? �Es usted ciego? �No lo ha notado? Pues rep�relo. --�Qu� s� yo! �Cuando uno no est� en la malicia! Y el ni�o..., �infeliz criatura! El ni�o me da tanta compasi�n.... All� se cr�a como un morito.... �Se comprende que haya padres tan sin entra�as? --Bah.... Esos hijos as�, nacidos por detr�s de la Iglesia.... Luego, si uno oye a los de aqu� y a los de all�.... Cada cual dice lo que se le antoja.... La moza es alegre como unas casta�uelas; todo el mundo en las romer�as le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a _resolio_, �ste la saca a bailar, aqu�l la empuja.... Se cuentan mil enredos.... �Usted se ha fijado en el gaitero que toc� hoy en la misa? --�Un buen mozo, con patillas? --Cabal. Le llaman el _Gallo_ de mote. Pues dicen si la acompa�a o no por los caminos.... �Historias! Por detr�s de la tapia del huerto se oy� entonces vocer�o alegre y argentinas carcajadas. --Son las primas...--dijo don Eugenio--. Van a la gaita, que est� tocando en el crucero ahora. �Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto.... Ah� en casa unos rezan y otros juegan.... Yo no rezo nunca sobre la comida. --Vamos all�--contest� Juli�n, que se hab�a quedado ensimismado. --Nos sentaremos al pie del crucero. -VII- Volv�a Juli�n preocupado a la casa solariega, acus�ndose de excesiva simplicidad, por no haber reparado cosas de tanto bulto. �l era sencillo como la paloma; s�lo que en este p�caro mundo tambi�n se necesita ser cauto como la serpiente.... Ya no pod�a continuar en los Pazos.... �C�mo volv�a a vivir a cuestas de su madre, sin m�s emolumentos que la misa? �Y c�mo dejaba as� de golpe al se�orito don Pedro, que le trataba tan llanamente? �Y la casa de Ulloa, que necesitaba un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero, �y su deber de sacerdote cat�lico? Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanilla y cabrifollos desped�an grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Juli�n apreciaba por primera vez la dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido esp�ritu la madre naturaleza. Mir� al cielo, oscuro y alto. --�Dios sobre todo!--murmur�, suspirando al pensar que tendr�a que habitar un pueblo de calles angostas y encontrarse con gente a cada paso. Sigui� andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba pr�xima la vasta mole de los Pazos. El postigo deb�a estar abierto. Juli�n distaba de �l unos cuantos pasos no m�s, cuando oy� dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alima�a herida, a los cuales se un�a el desconsolado llanto de un ni�o. Engolf�se el capell�n en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y lleg� velozmente a la cocina. En el umbral se qued� paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candil�n. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los pu�os metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hac�a, arroj�se Juli�n hacia el grupo, llamando al marqu�s con grandes voces: --�Se�or don Pedro..., se�or don Pedro! Volvi�se el se�or de los Pazos, y se qued� inm�vil, con la escopeta empu�ada por el ca��n, jadeante, l�vido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenes� o de acudir a la v�ctima, balbuci� roncamente: --�Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! �A levantarse... o te levanto con la escopeta! Sabel se incorporaba ayudada por el capell�n, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Ten�a a�n el traje de fiesta con el cual la viera Juli�n danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el _mantelo_ de rico pa�o se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le ca�a de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le hab�a clavado en la carne de la nuca, por donde escurr�an algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras c�mo hab�a sido derribada la intr�pida bailadora. --�La cena he dicho!--repiti� brutalmente don Pedro. Sin contestar, pero no sin gemir, dirigi�se la muchacha hacia el rinc�n donde hipaba el ni�o, y le tom� en brazos, apret�ndole mucho. El angelote segu�a llorando a moco y baba. Don Pedro se acerc� entonces, y mudando de tono, pregunt�: --�Qu� es eso? �Tiene algo Perucho? P�sole la mano en la frente y la sinti� h�meda. Levant� la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los pu�os, solt� una blasfemia, que hubiera horrorizado m�s a Juli�n si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso ten�a ante s� a un padre que acababa de herir a su hijo. Y el padre resurg�a, maldici�ndose a s� propio, apartando los rizos del chiquillo, mojando un pa�uelo en agua, y at�ndolo con cuidado indecible sobre la descalabradura. --A ver c�mo lo cuidas...--grit� dirigi�ndose a Sabel--. Y c�mo haces la cena en un vuelo.... �Yo te ense�ar�, yo te ense�ar� a pasarte las horas en las romer�as sacudi�ndote, perra! Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanec�a parada, y su mano derecha tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual deb�a tener alguna dolorosa contusi�n. En voz baja y lastimera, pero con suma energ�a, pronunci� sin mirar al se�orito: --Busque quien le haga la cena..., y quien est� aqu�.... Yo me voy, me voy, me voy, me voy.... Y lo repet�a obstinadamente, sin entonaci�n, como el que afirma una cosa natural e inevitable. --�Qu� dices, bribona? --Que me voy, que me voy.... A mi casita pobre.... �Qui�n me trajo aqu�! �Ay, mi madre de mi alma! Rompi� la moza a llorar amargu�simamente, y el marqu�s, requiriendo su escopeta, rechinaba los dientes de c�lera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje entr� en escena. Era Primitivo, salido de un rinc�n oscuro; dir�ase que estaba all� oculto hac�a rato. Su aparici�n modific� instant�neamente la actitud de Sabel, que tembl�, call� y contuvo sus l�grimas. --�No oyes lo que te dice el se�orito?--pregunt� sosegadamente el padre a la hija. --Oi-go, siii-see-�oor, oi-go-tartamude� la moza, comi�ndose los sollozos. --Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia est� ah� fuera: te puede encender la lumbre. Sabel no replic� m�s. Remang�se la camisa y baj� de la espetera una sart�n. Como evocada por alguna de sus compa�eras en hechicer�as, entr� en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja de las gre�as blancas, la Sabia, que tra�a el enorme mandil atestado de le�a. El marqu�s ten�a a�n la escopeta en la mano: cogi�sela respetuosamente Primitivo, y la llev� al sitio de costumbre. Juli�n, renunciando a consolar al ni�o, crey� llegada la ocasi�n de dar un golpe diplom�tico. --Se�or marqu�s..., �quiere que tomemos un poco el aire? Est� la noche muy buena.... Nos pasearemos por el huerto.... Y para sus adentros pensaba: �En el huerto le digo que me voy tambi�n.... No se ha hecho para m� esta vida, ni esta casa�. Salieron al huerto. O�ase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los �rboles se mov�a, tal estaba la noche de serena. El capell�n cobr� �nimos, pues la oscuridad alienta mucho a decir cosas dif�ciles. --Se�or marqu�s, yo siento tener que advertirle.... Volvi�se el marqu�s bruscamente. --Ya s�..., �chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos en que el hombre no es due�o de s�.... Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres.... Francamente, don Juli�n, seg�n ellas sean.... �Hay mujeres de mujeres, caramba..., y ciertas cosas acabar�an con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le toc� al chiquillo. --Yo no me refer�a a eso...--murmur� Juli�n--. Pero si quiere que le hable con el coraz�n en la mano, como es mi deber, creo no est� bien maltratar as� a nadie.... Y por la tardanza de la cena, no merece.... --�La tardanza de la cena!--pronunci� el se�orito--. �La tardanza! A ning�n cristiano le gusta pasarse el d�a en el monte comiendo fr�o y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; �pero si esa mala hembra no tuviese otras ma�as...! �No la ha visto usted? �No la ha visto usted todo el d�a, all� en Naya, bailoteando como una descosida, sin verg�enza? �No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompa�ada? �Ah!... �Usted cree que se vienen solitas las mozas de su cala�a? �Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo alg�n pesar, �es el de no haberle roto una pierna, para que no baile m�s por unos cuantos meses! Guard� silencio el capell�n, sin saber qu� responder a la inesperada revelaci�n de celos feroces. Al fin calcul� que se le abr�a camino para soltar lo que ten�a atravesado en la garganta. --Se�or marqu�s--murmur�--, disp�nseme la libertad que me tomo.... Una persona de su clase no se debe rebajar a import�rsele por lo que haga o no haga la criada.... La gente es maliciosa, y pensar� que usted trata con esa chica.... Digo _pensar�_ Ya lo piensa todo el mundo.... Y el caso es que yo..., vamos..., no puedo permanecer en una casa donde, seg�n la voz p�blica, vive un cristiano en concubinato.... Nos est� prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el esc�ndalo y hacernos c�mplices de �l. Lo siento a par del alma, se�or marqu�s; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual. El marqu�s se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos. --_Leria, leria_...--murmur�--. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez.... No me predique un serm�n, no me pida imposibles. �Qu� demonio!, el que m�s y el que menos es hombre como todos. --Yo soy un pecador--replic� Juli�n--, solamente que veo claro en este asunto, y por los favores que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Se�or marqu�s, con franqueza, �no le pesa de vivir as� encenagado? �Una cosa tan inferior a su categor�a y a su nacimiento! �Una triste criada de cocina! Siguieron andando, acerc�ndose a la linde del bosque, donde conclu�a el huerto. --�Una bribona desorejada, que es lo peor!--exclam� el marqu�s despu�s de un rato de silencio--. Oiga usted...--a�adi� arrim�ndose a un casta�o--. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos as� (y agarraba una rama del casta�o tritur�ndola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me est�n saqueando, me comen vivo..., y cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier ga��n de los que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, �tengo mientes de aplastarle los sesos como a una culebra! Juli�n o�a estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el diablo sus redes. --Pero, se�or...--balbuci�--. Si usted mismo lo conoce y lo comprende.... --�Pues no lo he de comprender? �Soy est�pido acaso para no ver que esa desvergonzada huye de m�, y cada d�a tengo que cazarla como a una liebre? �S�lo est� contenta entre los dem�s labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A m� me detesta. A la hora menos pensada me envenenar�. --Se�or marqu�s, �yo me pasmo!--arguy� el capell�n eficazmente--. �Que usted se apure por una cosa tan f�cil de arreglar! �Tiene m�s que poner a semejante mujer en la calle? Como ambos interlocutores se hab�an acostumbrado a la oscuridad, no s�lo vio Juli�n que el marqu�s meneaba la cabeza, sino que torc�a el gesto. --Bien se habla...--pronunci� sordamente--. Decir es una cosa y hacer es otra.... Las dificultades se tocan en la pr�ctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a servirme. Su padre.... �Usted no lo creer�? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas de que a la que entre aqu� en march�ndose su hija, le mete �l una perdigonada en los lomos.... Y saben que es hombre para hacerlo como lo dice. Un d�a cog� yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingi� enfermo, y estuve una semana comiendo en la rectoral y haci�ndome la cama yo mismo.... Y tuve que pedirle a Sabel, de favor, que volviese.... Deseng��ese usted, pueden m�s que nosotros. Esa comparsa que traen alrededor son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. �Piensa usted que yo ahorro un ochavo aqu� en este desierto? �Qui�! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les suministran le�a, mis h�rreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos hay un reba�o de bueyes y terneros que jam�s se uncen para labrar mis tierras; se compran con mi dinero, eso s�, pero luego se dan a parcer�a y no se me rinden cuentas jam�s.... --�Por qu� no pone otro mayordomo? --�Ay, ay, ay! �Como quien no dice nada! Una de dos: o ser�a hechura de Primitivo y entonces est�bamos en lo mismo, o Primitivo le largar�a un tiro en la barriga.... Y si hemos de decir verdad, Primitivo no es mayordomo.... Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en m�; pero yo no le he dado jam�s semejante mayordom�a.... Aqu� el mayordomo fue siempre el capell�n.... Ese Primitivo no sabr� casi leer ni escribir; pero es m�s listo que una centella, y ya en vida del t�o Gabriel se echaba mano de �l para todo.... Mire usted, lo cierto es que el d�a que �l se cruza de brazos, se encuentra uno colgadito.... No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene igual; a m� me faltar�an los pies y las manos si me faltase Primitivo.... Pero en los dem�s asuntos es igual.... Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se val�a sin �l; y usted, que tambi�n ha venido en concepto de administrador, s�ame franco: �ha podido usted ama�arse solo? --La verdad es que no--declar� Juli�n humildemente--. Pero con el tiempo..., la pr�ctica.... --�Bah, bah! A usted no le obedecer� ni le har� caso jam�s ning�n paisano, porque es usted un infeliz; es usted demasiado bonach�n. Ellos necesitan gente que conozca sus m�culas y les d� ciento de ventaja en picard�a. Por depresiva que fuese para el amor propio del capell�n la observaci�n, hubo de reconocer su exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugiri� la siguiente perogrullada: --Pero, se�or marqu�s..., �por qu� no sale un poco al pueblo? �No ser�a �se el mejor modo de desenredarse? Me admiro de que un se�orito como usted pueda aguantar todo el a�o aqu�, sin moverse de estas monta�as fieras.... �No se aburre? El marqu�s miraba al suelo, aun cuando en �l no hab�a cosa digna de verse. La idea del capell�n no le cog�a de sorpresa. --�Salir de aqu�!--exclam�--. �Y a d�nde demontre se va uno? Siquiera aqu�, mal o bien, es uno el rey de la comarca.... El t�o Gabriel me lo dec�a mil veces: las personas decentes, en las poblaciones, no se distinguen de los zapateros.... Un zapatero que se hace millonario metiendo y sacando la lesna, se sube encima de cualquier se�or, de los que lo somos de padres a hijos.... Yo estoy muy acostumbrado a pisar tierra m�a y a andar entre �rboles que corto si se me antoja. --Pero al fin, se�orito, �aqu� le manda Primitivo! --Bah.... A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapi�s, si se me hinchan las narices, sin que el juez me venga a empapelar.... No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que lo har�a si quisiese. �Cree usted que Sabel ir� a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy? Esta l�gica de la barbarie confund�a a Juli�n. --Se�or, yo no le digo que deje esto... �nicamente, que salga una temporadita, a ver c�mo le prueba.... Apart�ndose usted de aqu� alg�n tiempo, no ser�a dif�cil que Sabel se casase con persona de su esfera, y que usted tambi�n encontrase una conveniencia arreglada a su calidad, una esposa leg�tima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entend�a, es mejor casarse que abrasarse en concupiscencia, se�or don Pedro. �Por qu� no se casa, se�orito?--exclam�, juntando las manos--. �Hay tantas se�oritas buenas y honradas! A no ser por la oscuridad, ver�a Juli�n chispear los ojos del marqu�s de Ulloa. --�Y cree usted, santo de Dios, que no se me hab�a ocurrido a m�? �Piensa usted que no sue�o todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que contin�e el nombre de la casa..., que herede esto cuando yo me muera... y que se llame _Pedro Moscoso_, como yo? Al decir esto golpe�base el marqu�s su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de �l quisiese hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Juli�n, lleno de esperanza, iba a animarle en tan buenos prop�sitos; pero se estremeci� de repente, pues crey� sentir a sus espaldas un rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza. --�Qu� es eso?--exclam� volvi�ndose--. Parece que anda por aqu� el zorro. El marqu�s le cogi� del brazo. --Primitivo...--articul� en voz baja y ahogada de ira--. Primitivo que nos atisbar� hace un cuarto de hora, oyendo la conversaci�n.... Ya est� usted fresco.... Nos hemos lucido.... �Me valga Dios y los santos de la corte celestial! Tambi�n a m� se me acaba la cuerda. �Vale m�s ir a presidio que llevar esta vida! -VIII- Mientras se ra�a con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Juli�n maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprender�a el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; all� le pedir�a al cura una j�cara de chocolate, y esperar�a en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo ser�a que en interior o cup� no hubiese un asiento vacante. Ten�a dispuesto su malet�n: lo enviar�a a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando as�, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormil�n estanque, el umbr�o manch�n del soto, la verdura de los prados y maizales, la monta�a, el limpio firmamento, y se le prend�a el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar all� la vida toda. �C�mo ha de ser! Dios nos lleva y trae seg�n sus fines.... No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del para�so.... Le agit� semejante idea y se cort� dos veces la mejilla.... Estuvo pr�ximo a inferirse el tercer rasgu�o, porque le dieron una palmada en el hombro. Se volvi�.... �Qui�n hab�a de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como ven�a? Afeitado tambi�n, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor, trascendiendo a jab�n y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqu� blanco, hongo azul, y al brazo un abrigo, parec�a el se�or de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con veinte grados m�s de educaci�n y cultura que el anterior. De golpe lo comprendi� todo Juli�n... y la sangre le dio gozoso vuelco. --�Se�orito...! --Ea, despachar, que corre prisa.... Tiene usted que acompa�arme a Santiago y necesitamos llegar a Cebre antes de mediod�a. --�De veras viene usted? �Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta. �Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aqu� entretanto.... --�No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al t�o Manolo, y a conocer a las primas, que s�lo las he visto cuando eran unas mocosas.... Si ahora me desanimo, no vuelvo a animarme en diez a�os. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y ponga el aparejo a la borrica. En aquel punto asom� por la puerta un rostro que a Juli�n se le antoj� siniestro, y acaso pens� otro tanto el marqu�s, pues pregunt� impaciente: --Vamos a ver, �qu� ocurre? --La yegua--respondi� Primitivo sin alzar la voz--no sirve para el camino. --�Por qu� raz�n? �Puede saberse? --Est� sin una ferradura siquiera--declar� serenamente el cazador. --�Mal rayo que te parta!--vocifer� el marqu�s echando fuego por los ojos--. �Ahora me dices eso! �Pues no es cuenta tuya cuidar de que est� herrada? �O he de llevarla yo al herrador todos los d�as? --Como no sab�a que el se�orito quisiese salir hoy.... --Se�or--intervino Juli�n--, yo ir� a pie. Al fin ten�a determinado dar ese paseo. Lleve usted la burra. --Tampoco hay burra--objet� el cazador sin pesta�ear ni alterar un solo m�sculo de su faz bronc�nea. --�Que... no... hay... bu... rraaaaa?--articul�, apretando los pu�os, don Pedro--. �Que no... la... hayyy? A ver, a ver.... Rep�teme eso, en mi cara. El hombre de bronce no se inmut� al reiterar fr�amente. --No hay burra. --�Pues as� Dios me salve! �La ha de haber y tres m�s, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me llev�is a caballo hasta Cebre! Nada replic� Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta. --Vamos claros, �c�mo es que no hay burra? --Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontr� dos pu�aladas.... Puede el se�orito verla. Dispar� don Pedro una imprecaci�n, y baj� de dos en dos las escaleras. Primitivo y Juli�n le segu�an. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara est�pida y escrofulosa, confirm� la versi�n del cazador. All� en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se hab�a coagulado desde el anca a los cascos. Juli�n experimentaba en el establo sombr�o y lleno de telara�as impresi�n an�loga a la que sentir�a en el teatro de un crimen. Por lo que hace al marqu�s, qued�se suspenso un instante, y de s�bito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mes� y refreg� con furia, exclamando: --Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma.... Rompi� el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvi� hacia �ste. --Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Juli�n.... Volando.... Nos vamos a pie hasta Cebre.... Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche. Obedeci� el cazador sin perder su helada calma. Baj� la maleta y el saco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entreg� cada bulto a un mozo de campo, diciendo lac�nicamente: --Vas con el se�orito. Sorprendi�se el marqu�s y mir� a su montero con desconfianza. Jam�s perdonaba Primitivo la ocasi�n de acompa�arle, y extra�aba su retraimiento entonces. Por la imaginaci�n de don Pedro cruzaron r�pidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, prob� a disiparlo. --Yo tengo ah� que atender al rareo del soto de Rendas. Est�n los casta�os tan apretados, que no se ve.... Ya andan all� los le�adores.... Pero sin m�, no se desenvuelven.... Encogi�se de hombros el se�orito, calculando que acaso Primitivo se propon�a ocultar en el soto la verg�enza de su derrota. No obstante, como cre�a conocerle, hac�asele duro que abandonase la partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: �Acomp��ame�. Presinti� resistencias, y pens� para su sayo: ��Qu� demonio! M�s vale dejarle. Aunque se empe�e, no me ha de cortar el paso.... Y si cree que puede conmigo...�. Fij� sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde cre�a advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracci�n diab�lica. --�Qu� estar� rumiando este zorro?--cavilaba el se�orito--. Sin alguna no escapamos. �No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo. Subi� don Pedro a su habitaci�n y volvi� con la escopeta al hombro. Juli�n le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capell�n record� algo tambi�n y se dirigi� a la cocina. --�Sabel!--grit�--. �Sabel! �D�nde est� el ni�o, mujer? Le quer�a dar un beso. Sabel sali� y volvi� con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le hab�a encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rinc�n favorito, y el diablillo tra�a los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Juli�n le levant� en peso, bes�ndole en ambos carrillos. --Sabel, mujer, l�velo de vez en cuando siquiera.... Por las ma�anas.... --V�monos, v�monos...--apremi� el marqu�s desde la puerta, como si recelase entrar junto a la mujer y el ni�o--. Hace falta el tiempo.... Se nos va a marchar el coche. Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la m�s leve se�al, pues se volvi� con gran sosiego a sus potes y tr�bedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Juli�n, aguard� dos minutos en la puerta, quiz�s con la ilusi�n rec�ndita de ser detenido por la muchacha; pero al fin, encogi�ndose de hombros, sali� delante, y ech� a andar por la senda abierta entre vi�as que conduc�a al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado, y el se�orito pod�a otear f�cilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni una liebre brincar�a por all� sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo con Juli�n acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se hab�a encapotado, no descuidaba el marqu�s observar algo que deb�a interesarle much�simo. Un instante se par�, creyendo divisar la cabeza de un hombre all� lejos, detr�s de los paredones que cerraban la vi�a. Pero a tal distancia no consigui� cerciorarse. Vigil� m�s atento. Acerc�banse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde all� el arbolado se espesaba, y se dificultaba la precauci�n. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo s�mbolo y se internaron en el camino m�s agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe reiterado del hacha y el �ham! de los le�adores, que rareaban los casta�os. M�s adelante, silencio total. El cielo se cubr�a de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abr�a paso, filtr�ndose velada y c�rdena, presagiando tempestad. Juli�n record� un detalle melanc�lico, la cruz a la cual iban a llegar en breve, que se�alaba el teatro de un crimen, y pregunt�: --�Se�orito? --�Eh?--murmur� el marqu�s, hablando con los dientes apretados. --Aqu� cerca mataron un hombre, �verdad? Donde est� la cruz de madera. �Por qu� fue, se�orito? �Alguna venganza? --Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria--respondi� secamente don Pedro, que se hac�a todo ojos para inspeccionar los matorrales. La cruz negreaba ya sobre ellos, y Juli�n se puso a rezar el _Padre nuestro_ acostumbrado, muy bajito. Iba delante, y el se�orito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se hab�an adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la taberna. Para o�r el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un cuerpo, necesit�banse realmente sentidos de cazador. El se�orito lo percibi�, aunque tenue, clar�simo, y vio el ca��n de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perder�a el disparo: el ca��n no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Juli�n. La sorpresa estuvo a punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de tiempo inapreciable, lo que tard� en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su vez al enemigo emboscado. Si el tiro de �ste sal�a, la bala se cruzar�a casi con otra bala justiciera. La situaci�n dur� pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus fuerzas. El m�s inteligente cedi�, encontr�ndose descubierto. Oy� el marqu�s el roce del follaje al bajarse el ca��n que amenazaba a Juli�n, y Primitivo sali� del soto, blandiendo su vieja escopeta certera, remendada con cordeles. Juli�n precipit� el _Gloria Patri_ para decirle en tono cort�s: --Hola.... �Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre? --S�, se�or--contest� Primitivo, cuyo semblante recordaba m�s que nunca el de una estatua de fundici�n--. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aqu� a Cebre sale algo que tumbar.... --Dame esa escopeta, Primitivo--orden� don Pedro--. Estoy oyendo cantar la codorniz ah�, que no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina. Diciendo y haciendo, cogi� la escopeta, apunt� a cualquier parte, y dispar�. Volaron hojas y pedazos de rama de un roble pr�ximo, aunque ninguna codorniz cay� herida. --�Marr�!--exclam� el se�orito fingiendo gran contrariedad, mientras para s� discurr�a: �No era bala, eran postas.... Le quer�a meter grajea de plomo en el cuerpo.... �Claro, con bala era m�s escandaloso, m�s alarmante para la justicia. Es zorro fino!�. Y en voz alta: --No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el paso. Marcha delante, ens��anos el atajo hasta Cebre. --�No lo sabe el se�orito? --S� tal, pero a veces me distraigo. -IX- Como ya dos veces hab�a repicado la campanilla y los criados no llevaban trazas de abrir, las se�oritas de la Lage, suponiendo que a horas tan tempranas no vendr�a nadie de cumplido, bajaron en persona y en grupo a abrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas fachas. As� es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, que les dec�a campechanamente: --�A que nadie me conoce aqu�? Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda de todas, frisando al parecer en los veinte a�os, murmur�: --De fijo que es el primo Perucho Moscoso. --�Bravo!--exclam� don Pedro--. �Aqu� est� la m�s lista de la familia! Y adelant�ndose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella, hurtando el cuerpo, le tendi� una manecita fresca, reci�n lavada con agua y colonia. En seguida se entr� por la casa gritando: --�Pap�!, �pap�! �Est� aqu� el primo Perucho! El piso retembl� bajo unos pasos elefantinos.... Apareci� el se�or de la Lage, llenando con su volumen la antesala, y don Pedro abraz� a su t�o, que le llev� casi en volandas al sal�n. Juli�n, que por no malograr la sorpresa de la aparici�n del primo se hab�a quedado oculto detr�s de la puerta, sal�a riendo del escondite, muy embromado por las se�oritas, que afirmaban que estaba gord�simo, y se escurr�a por el corredor, en busca de su madre. Vi�ndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el se�or de la Lage y su sobrino carnal: la misma estatura pr�cer, las mismas proporciones amplias, la misma abundancia de hueso y fibra, la misma barba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armon�a de complexi�n tit�nica, fortalecida por el aire libre y los ejercicios corporales, en el t�o era exuberancia y pl�tora; condenado a una vida sedentaria, se advert�a que le sobraba sangre y carne, de la cual no sab�a qu� hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad se desbordaba por todos lados; cada pie suyo parec�a una lancha, cada mano un mazo de carpintero. Se ahogaba con los trajes de paseo; no cab�a en las habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del teatro, y en misa repart�a codazos para disponer de m�s sitio. Magn�fico ejemplar de una raza apta para la vida guerrera y mont�s de las �pocas feudales, se consum�a miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada ense�a, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace. �Oh dolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubiera dado en qu� entender a los arque�logos e historiadores del XIX. Mostr� admirarse de la buena presencia del sobrino y le habl� llanotamente, para inspirarle confianza. --�Muchacho, muchacho! �A d�nde vas con tanto doblar? Cuidado que est�s m�s hombre que yo.... Siempre te imitaste m�s a Gabriel y a m� que a tu madre que santa gloria haya.... Lo que es con tu padre, ni esto.... No saliste Moscoso, ni Cabreira, chico; saliste Pardo por los cuatro costados. Ya habr�s visto a tus primas, �eh? Chiquillas, �qu� le dec�s al primo? --�Qu� me dicen? Me han recibido como a la persona de m�s cumplimiento.... A �sta le quise dar un abrazo, y ella me alarg� la mano muy fina. --�Qu� borregas! �Mar�as Remilgos! A ver c�mo abraz�is todas al primo, inmediatamente. La primera que se adelant� a cumplir la orden fue la mayor. Al estrecharla, don Pedro no pudo dejar de notar las bizarras proporciones del bello bulto humano que oprim�a. �Una real moza, la primita mayor! --�T� eres Rita, si no me equivoco?--pregunt� risue�o--. Tengo muy mala memoria para nombres y puede que os confunda. --Rita, para servirte...--respondi� con igual amabilidad la prima--. Y �sta es Manolita, y �sta es Carmen, y aqu�lla es Nucha.... --Sttt.... Poquito a poco.... Me lo ir�is repitiendo conforme os abrace. Dos primas vinieron a pagar el tributo, diciendo festivamente: --Yo soy Manolita, para servir a usted. --Yo, Carmen, para lo que usted guste mandar. All� entre los pliegues de una cortina de damasco se escond�a la tercera, como si quisiese esquivar la ceremonia afectuosa; pero no le vali� la treta, antes su retraimiento incit� al primo a exclamar: --�Do�a Hucha, o como te llames?... Cuidadito conmigo..., se me debe un abrazo.... --Me llamo Marcelina, hombre.... Pero �stas me llaman siempre Marcelinucha o Nucha.... Cost�bale trabajo resolverse, y permanec�a refugiada en el rojo dosel de la cortina, cruzando las manos sobre el peinador de percal blanco, que rayaban con doble y largo trazo, como de tinta, sus sueltas trenzas. El padre la empuj� bruscamente, y la chica vino a caer contra el primo, toda ruborizada, recibiendo un apret�n en regla, am�n de un frote de barbas que la oblig� a ocultar el rostro en la pechera del marqu�s. Hechas as� las amistades, entablaron el se�or de la Lage y su sobrino la imprescindible conversaci�n referente al viaje, sus causas, incidentes y peripecias. No explicaba muy satisfactoriamente el sobrino su impensada venida: pch... ganas de _espilirse_.... Cansa estar siempre solo.... Gusta la variaci�n.... No insisti� el t�o, pensando para su chaleco: �Ya Juli�n me lo contar� _todo_�. Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, si acariciaba tiempo hac�a all� en su interior, jam�s se le hab�a presentado tan clara y halag�e�a como entonces. �Qu� mejor esposo pod�an desear sus hijas que el primo Ulloa! Entre los numerosos ejemplares del tipo del padre que desea _colocar_ a sus ni�as, ninguno m�s vehemente que don Manuel Pardo, en cuanto a la voluntad, pero ninguno m�s reservado en el modo y forma. Porque aquel hidalgo de cepa vieja sent�a a la vez gana ardent�sima de casar a las chiquillas y un orgullo de raza tan exaltado, bajo enga�osas apariencias de llaneza, que no s�lo le vedaba descender a ning�n ardid de los usuales en padres casamenteros, sino que le impon�a suma rigidez y escr�pulo en la elecci�n de sus relaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes tra�a como encastilladas y aisladas, no llev�ndolas sino de pascuas a ramos a diversiones p�blicas. Las se�oritas de la Lage, discurr�a don Manuel, deben casarse, y ser�a contrario al orden providencial que no apareciese tronco en que injertar dignamente los reto�os de tan noble estirpe; pero antes se queden para vestir im�genes que unirse con cualquiera, con el teniente que est� de guarnici�n, con el comerciante que medra midiendo pa�o, con el m�dico que toma el pulso; eso ser�a, �vive Dios!, profanaci�n indigna; las se�oritas de la Lage s�lo pueden dar su mano a quien se les iguale en calidad. As� pues, don Manuel, que se desde�ar�a de tender redes a un ricach�n plebeyo, se propuso inmediatamente hacer cuanto estuviese en su mano para que su sobrino pasase a yerno, como el Sandoval de la zarzuela. �Conformaban las primitas con las opiniones de su padre? Lo cierto es que, apenas el primo se sent� a platicar con don Manuel, cada ni�a se escurri� bonitamente, ya a arreglar su tocado, ya a prevenir alojamiento al forastero y platos selectos para la mesa. Se convino en que el primo se quedaba hospedado all�, y se envi� por la maleta a la posada. Fue la comida alegre en extremo. R�pidamente se hab�a establecido entre don Pedro y las se�oritas de la Lage el g�nero de familiaridad inherente al parentesco en grado prohibido pero dispensable: familiaridad que se diferencia de la fraternal en que la sazona y condimenta un picante polvito de hostilidad, germen de graciosas y galantes escaramuzas. Cruz�base en la mesa vivo tiroteo de bromas, piropos, que entre los dos sexos suele preludiar a m�s serios combates. --Primo, me extra�a mucho que estando a mi lado no me sirvas el agua. --Los aldeanos no entendemos de pol�tica: ve ense��ndome un poco, que por tener maestras as�.... --Glot�n, �qui�n te da permiso para repetir? --El plato est� tan rico, que supongo que es obra tuya. --�Vaya unas ilusiones! Ha sido la cocinera. Yo no guiso para ti. Te fastidiaste. --Prima, esta yemecita. Por m�. --No me robes del plato, goloso. Que no te lo doy, ea. �No tienes ah� la fuente? --�A que te lo atrapo? Cuando m�s descuidada est�s.... --�A que no? Y la prima se levantaba y echaba a correr con su plato en las manos, para evitar el hurto de un merengue o de media manzana, y el juego se celebraba con estrepitosas carcajadas, como si fuese el paso m�s gracioso del mundo. Las mantenedoras de este torneo eran Rita y Manolita, las dos mayores; en cuanto a Nucha y Carmen, se encerraban en los t�rminos de una cordialidad mesurada, presenciando y riendo las bromas, pero sin tomar parte activa en ellas, con la diferencia de que en el rostro de Carmen, la m�s joven, se notaba una melancol�a perenne, una preocupaci�n dominante, y en el de Nucha se advert�a tan s�lo gravedad natural, no exenta de placidez. H�llabase don Pedro en sus glorias. Al resolverse a emprender el viaje, recel� que las primas fuesen algunas se�oritas muy cumplimenteras y espetadas, cosa que a �l le pondr�a en un brete, por serle extra�as las f�rmulas del trato ceremonioso con damas de calidad, clase de _perdices blancas_ que nunca hab�a cazado; mas aquel recibimiento franco le devolvi� al punto su aplomo. Animado, y con la c�lida sangre despierta, consideraba a las primitas una por una, calculando a cu�l arrojar�a el pa�uelo. La menor no hay duda que era muy linda, blanca con cabos negros, alta y esbelta, pero la mal disimulada pasi�n de �nimo, las c�rdenas ojeras, amenguaban su atractivo para don Pedro, que no estaba por romanticismos. En cuanto a la tercera, Nucha, asemej�base bastante a la menor, s�lo que en feo: sus ojos, de magn�fico tama�o, negros tambi�n como moras, padec�an leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepci�n de la boca, que era una miniatura. En suma, pocos encantos f�sicos, al menos para los que se pagan de la cantidad y morbidez en esta nuestra envoltura de barro. Manolita ofrec�a otro tipo distinto, admir�ndose en ella lozanas carnes y suma gracia, unida a un defecto que para muchos es aumento singular de perfecci�n en la mujer, y a otros, verbigracia a don Pedro, les inspira repulsi�n: un car�cter masculino mezclado a los hechizos femeniles, un bozo que iba pasando a bigote, una prolongaci�n del nacimiento del pelo sobre la oreja que, descendiendo a lo largo de la mand�bula, quer�a ser, m�s que suave patilla, atrevida barba. A la que no se pod�an poner tachas era a Rita, la hermana mayor. Lo que m�s cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza del rostro como la cumplida proporci�n del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y arm�nicas curvas de su briosa persona promet�a la madre fecunda y la nodriza inexhausta. �Soberbio vaso en verdad para encerrar un Moscoso leg�timo, magn�fico patr�n donde injertar el heredero, el continuador del nombre! El marqu�s present�a en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa y masculina prole que deb�a rendir; bien como el agricultor que ante un terreno f�rtil no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, pero calcula aproximadamente la cosecha que podr� rendir al terminarse el est�o. Pasaron al sal�n despu�s de la comida, para la cual las muchachas se hab�an emperejilado. Ense�aron a don Pedro infinidad de quisicosas: estere�scopos, �lbumes de fotograf�as, que eran entonces objetos muy elegantes y nada comunes. Rita y Manolita obligaban al primo a fijarse en los retratos que las representaban apoyadas en una silla o en una columna, actitud cl�sica que por aquel tiempo impon�an los fot�grafos; y Nucha, abriendo un �lbum chiquito, se lo puso delante a don Pedro, pregunt�ndole afanosamente: --�Le conoces? Era un muchacho como de diecisiete a�os, rapado, con uniforme de alumno de la Academia de artiller�a, parecid�simo a Nucha y a Carmen cuanto puede parecerse un pel�n a dos se�oritas con buenas trenzas de pelo. --Es mi ni�o--afirm� Nucha muy grave. --�Tu ni�o? Ri�ronse las otras hermanas a carcajadas, y don Pedro exclam� cayendo en la cuenta: --�Bah!, ya s�. Es vuestro hermano, mi se�or primo, el mayorazgo de la Lage, Gabrieli�o. --Pues claro: �qui�n hab�a de ser? Pero esa Nucha le quiere tanto, que siempre le llama su ni�o. Nucha, corroborando el aserto, se inclin� y bes� el retrato, con tan apasionada ternura, que all� en Segovia el pobre alumno, v�ctima quiz� de los rigores de la cruel _novatada_, debi� sentir en la mejilla y el coraz�n una cosa dulce y caliente. Cuando Carmen, la tristona, vio a sus hermanas entretenidas, se escabull� del sal�n, donde ya no apareci� m�s. Agotado todo lo que en el sal�n hab�a que ense�ar al primo, le mostraron la casa desde el desv�n hasta la le�era: un caser�n antiguo, espacioso y destartalado, como a�n quedan muchos en la monumental Compostela, digno hermano urbano de los rurales Pazos de Ulloa. En su fachada severa desafinaba una galer�a de nuevo cu�o, ideada por don Manuel Pardo de la Lage, que ten�a el costoso vicio de hacer obras. Semejante solecismo arquitect�nico era el quitapesares de las se�oritas de Pardo; all� se las encontraba siempre, posadas como p�jaros en rama favorita, all� hac�an labor, all� ten�an un breve jard�n, contenido en macetas y cajones, all� colgaban jaulas de canarios y jilgueros; tal vez no parasen en esto los buenos oficios de la galer�a dichosa. Lo cierto es que en ella encontraron a Carmen, asomada y mirando a la calle, tan absorta que no sinti� llegar a sus hermanas. Nucha le tir� del vestido; la muchacha se volvi�, pudiendo notarse que ten�a unas vislumbres de rosa en las mejillas, descoloridas de ordinario. Habl�le Nucha vivamente al o�do, y Carmen se apart� del encristalado antepecho, siempre muda y preocupada. Rita no cesaba de explicar al primo mil particularidades. --Desde aqu� se ven las mejores calles... �se es el Preguntoiro; por ah� pasa mucha gente.... Aquella torre es la de la Catedral.... �Y t� no has ido a la Catedral todav�a? �Pero de veras no le has rezado un Credo al Santo Ap�stol, jud�o?--exclamaba la chica vertiendo provocativa luz de sus pupilas radiantes--. Vaya, vaya.... Tengo yo que llevarte all�, para que conozcas al Santo y lo abraces muy apretadito.... �Tampoco has visto a�n el Casino?, �la Alameda?, �la Universidad? �Se�or! �Si no has visto nada! --No, hija.... Ya sabes que soy un pobre aldeano... y he llegado ayer al anochecer. No hice m�s que acostarme. --�Por qu� no te viniste ac� en derechura, descastado? --�A alborotaros la casa de noche? Aunque salgo de entre tojos, no soy tan mal criado como todo eso. --Vamos, pues hoy tienes que ver alguna notabilidad.... Y no faltar al paseo.... Hay chicas muy guapas. --De eso ya me he enterado, sin molestarme en ir a la Alameda--contest� el primo echando a Rita una miradaza que ella resisti� con intrepidez notoria, y pag� sin esquivez alguna. -X- Y en efecto, le fueron ense�adas al marqu�s de Ulloa multitud de cosas que no le importaban mayormente. Nada le agrad�, y experiment� mil decepciones, como suele acontecer a las gentes habituadas a vivir en el campo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareci�ronle, y con raz�n, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, h�medas las paredes, viejos y ennegrecidos los edificios, peque�o el circuito de la ciudad, postrado su comercio y solitarios casi siempre sus sitios p�blicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede enamorar a un esp�ritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en monumentos y ruinas, de eso entend�a don Pedro lo mismo que de griego o lat�n. �Piedras mohosas! Ya le bastaban las de los Pazos. N�tese c�mo un hidalgo campesino de muy rancio criterio se hallaba al nivel de los dem�cratas m�s vand�licos y demoledores. A pesar de conocer a Orense y haber estado en Santiago cuando ni�o, discurr�a y fantaseaba a su modo lo que debe ser una ciudad moderna: calles anchas, mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y flamante, gran polic�a, �qu� menos puede ofrecer la civilizaci�n a sus esclavos? Es cierto que Santiago pose�a dos o tres edificios espaciosos, la Catedral, el Consistorio, San Mart�n.... Pero en ellos exist�an cosas muy sin raz�n ponderadas, en concepto del marqu�s: por ejemplo, la Gloria de la Catedral. �Vaya unos santos m�s mal hechos y unas santas m�s flacuchas y sin forma humana!, �unas columnas m�s toscamente esculpidas! Ser�a de ver a alguno de estos sabios que escudri�an el _sentido_ de un monumento religioso, consagr�ndose a la tarea de demostrar a don Pedro que el p�rtico de la Gloria encierra alta poes�a y profundo simbolismo. �Simbolismo! �Jerigonzas! El p�rtico estaba muy mal labrado, y las figuras parec�an pasadas por tamiz. Por fuerza las artes andaban atrasad�simas en aquellos tiempos de maricasta�a. Total, que de los monumentos de Santiago se aten�a el marqu�s a uno de f�brica muy reciente: su prima Rita. La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la so�olienta ciudad universitaria, y todas las tardes hab�a lucido paseo bajo los �rboles de la Alameda. Carmen y Nucha sol�an ir delante, y las segu�an Rita y Manolita, acompa�adas por su primo; el padre cubr�a la retaguardia conversando con alg�n se�or mayor, de los muchos que existen en el pueblo compostelano, donde por ley de afinidad parece abundar m�s que en otras partes la gente provecta. A menudo se arrimaba a Manolita un se�orito muy planchado y tieso, con cierto empaque rid�culo y exageradas pretensiones de elegancia: llam�base don V�ctor de la Formoseda y estudiaba derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le ve�a gustoso acercarse a sus hijas, por ser el se�orito de la Formoseda de muy limpio solar monta��s, y no despreciable caudal. No era �ste el �nico mosquito que zumbaba en torno de las se�oritas de la Lage. A las primeras de cambio not� don Pedro que as� por los tortuosos y l�bregos soportales de la R�a del Villar, como por las frondosidades de la Alameda y la Herradura, les segu�a y escoltaba un hombre joven, melenudo, enfundado en un gab�n gris, de corte raro y antiguo. Aquel hombre parec�a la sombra de las muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontr�rsele: y don Pedro repar� tambi�n que al surgir detr�s de un pilar o por entre los �rboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban se�ales de inquietud y desagrado. Ya sobre la pista, don Pedro sigui� acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no deb�a tener ning�n adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acud�an al paseo, o si lo ten�a, no le hac�a caso, pues caminaba seria e indiferente. En p�blico, Nucha parec�a revestirse de gravedad ajena a sus a�os. Respecto a Manolita, no perd�a ripio coqueteando con el se�orito de la Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los dem�s, pues don Pedro advirti� que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspond�a con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dej� de dar en qu� pensar al marqu�s de Ulloa, el cual, tal vez por contarse en el n�mero de los hombres f�cilmente atra�dos por las mujeres vivarachas, ten�a de ellas opini�n detestable y para sus adentros la expresaba en t�rminos muy crudos. Dorm�an en habitaciones contiguas Juli�n y el marqu�s, pues Juli�n, desde su ordenaci�n, hab�a ascendido de categor�a en la casa, y mientras la madre continuaba desempe�ando las funciones de ama de llaves y due�a, el hijo com�a con los se�ores, ocupaba un cuarto de importancia, y era tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protecci�n, al menos con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqu�s se le entraba en el dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversaci�n ofrec�a pocos lances, pues siempre versaba sobre el mismo proyecto. Dec�a don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a _tomar estado_, idea que antes le parec�a irrealizable. Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y mutaciones--achaque propio de ego�stas--y han menester tener siempre cerca de s� alg�n inferior o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya tambi�n valor extraordinario. Agradaba la pl�tica a Juli�n. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parec�an tan naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no pod�an ser mejores ni m�s para en una; las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichos�simo, porque as� redim�a el marqu�s su alma de las garras del demonio, personificado en imp�dicas barraganas. Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la se�orita Rita: mas no se atrev�a ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resoluci�n del marqu�s. --Rita es una gran moza...--dec�a �ste explay�ndose--. Parece sana como una manzana, y los hijos que tenga heredar�n su buena constituci�n. Ser�n m�s fuertes a�n que Perucho, el de Sabel. �Inoportuna reminiscencia! Juli�n se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiol�gicas: --La casta de los se�ores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios.... Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso para Juli�n, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del se�orito, y le echase a �l sobre la conciencia responsabilidad grav�sima. --�Sabe usted--insinu� don Pedro--que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen... jurar�a que toma varas. --�Que toma varas?--repiti� el capell�n, qued�ndose en ayunas del sentido de la frase grosera. --S�, hombre..., que se deja querer, vamos.... Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las gaste con el primero que llega. --�Qui�n lo duda, se�orito? La prenda m�s esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero no hay que fiarse de apariencias. La se�orita Rita tiene el genio as�, franco y alegre.... Cre�ase Juli�n salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apret� para que _cantase_: --Don Juli�n, aqu� no valen misterios.... Si he de casarme, quiero al menos saber con qui�n y c�mo.... Apenas se reir�an si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por liebre. Con raz�n se dir�a que sal� de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que naci�. Rita.... Rita es mayor que usted, �no es verdad? --S�, se�or--respondi� Juli�n, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad--. La se�orita Rita cumplir� ahora veintisiete o veintiocho a�os.... Despu�s viene la se�orita Manolita y la se�orita Marcelina, que son seguidas..., veintitr�s y veintid�s... porque en medio murieron dos ni�os varones..., y luego la se�orita Carmen, veinte.... Cuando naci� el se�orito Gabriel, que andar� en los diecisiete o poco m�s, ya no se pensaba que la se�ora volviese a tener sucesi�n, porque andaba delicada, y le prob� tan mal el parto, que falleci� a los pocos meses. --Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea. --Se�orito, a la verdad.... Yo me cri� en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los se�ores, porque mi clase era otra muy distinta.... Y mi madre, que era muy piadosa, no me permiti� jam�s juntarme con las se�oritas para jugar ni nada... por razones de decoro.... �Ya usted me comprende! Con el se�orito Gabriel s� que tuve alg�n trato; lo que es con las se�oritas... buenos d�as y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario.... --�Bah, bah! �Tiene usted gana de cuentos...? Harto estar� usted de saber cosas de las chicas. Basta su madre de usted para enterarle. �Acert�? Se ha puesto usted colorado.... �Aj�! �Por ah� vamos bien! �A ver con qu� cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas...! Juli�n se torn� purp�reo. �Que si le hab�an contado! �Pues no hab�an de contarle! Desde su llegada, la venerable due�a que reg�a el llavero en casa de la Lage no hab�a cogido a solas a su hijo un minuto sin ceder a la comez�n de tocar ciertos asuntos, que �nicamente con varones graves y religiosos pueden conferirse.... Mis�a Rosario no lo iba a charlar con otras comadres envidiosas, eso no; por algo com�a el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de buen consejo, v.g., su confesor don Vicente el can�nigo, y Juli�n, aquel pedazo de sus entra�as elevado a la m�s alta dignidad que cabe en la tierra, �qui�n le vedaba el gustazo de juzgar a su modo la conducta del amo y las se�oritas, de alardear de discreci�n, censurando melosa y compasivamente algunos de sus actos que ella �si fuese se�ora� no realizar�a jam�s, y de o�r que �personas de respeto� alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen? Que si le hab�an contado a Juli�n, �Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y otra que �l lo pudiese repetir. �C�mo revelar la man�a de la se�orita Carmen, empe�ada en casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un herrador de pueblo (�oh bald�n para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la compromet�a sigui�ndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien adem�s se aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? �C�mo divulgar que la se�orita Manolita hac�a novenas a San Antonio para que don V�ctor de la Formoseda se determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don V�ctor cartas an�nimas indisponi�ndole con otras se�oritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, �c�mo indicar ni lo m�s somero y m�nimo de _aquello_ de la se�orita Rita, que maliciosamente interpretado tanto pod�a da�ar a su honra? Antes le arrancasen la lengua. --Se�orito...--balbuci�--. Yo creo que las se�oritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada; pero si lo contrario supiese, me guardar�a bien de propalarlo, toda vez que yo..., que mi agradecimiento a esta familia me pondr�a..., vamos... como si dij�ramos... una mordaza.... Det�vose, comprendiendo que se empantanaba m�s. --No traduzca mis palabras, se�orito.... Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca habilidad para explicarme. --�Seg�n eso--pregunt� el marqu�s mirando de hito en hito al capell�n--, usted juzga que no hay absolutamente nada censurable? Clarito. �Las considera usted _a todas_ unas se�oritas intachables... perfect�simas... que me convienen para casarme? �Eh? Medit� Juli�n antes de responder. --Si usted se empe�a en que le descubra cu�nto uno tiene en el coraz�n... francamente, aunque las se�oritas son cada una de por s� muy simp�ticas, yo, puesto a escoger, no lo niego..., me quedar�a con la se�orita Marcelina. --�Hombre! Es algo bizca... y flaca.... S�lo tiene buen pelo y buen genio. --Se�orito, es una alhaja. --Ser� como las dem�s. --Es como ella sola. Cuando el se�orito Gabriel qued� sin mam� de peque�ito, lo cuid� con una formalidad que ten�a la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que �l. Una madre no hiciera m�s. De d�a, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindi� y por eso qued� m�s delicada de salud que las otras. Cuando el hermano march� al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un �ngel, se�orito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas.... --Se�al de que lo necesitan--arguy� don Pedro maliciosamente. --�Jes�s! No puede uno deslizarse.... Bien sabe usted que sobre lo bueno est� lo mejor, y la se�orita Marcelina raya en perfecta. La perfecci�n es dada a pocos. Se�orito, la se�orita Marcelina, ah� donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que edifica a la gente. Qued�se don Pedro reflexionando alg�n rato, y asegur� despu�s que le agradaba mucho, mucho, la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen �buenas�. --Con que beatita, �eh?--a�adi�--. Ya tengo por d�nde hacerla rabiar. Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que diplomacia, hab�a intentado Juli�n presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo gast� con ella bastantes bromas, algunas m�s pesadas que divertidas. Con placer del ni�o voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en ara�arle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella rechazaba en�rgicamente. Semejante juego mortificaba al capell�n tanto como a la chica; las sobremesas eran para �l largo suplicio, pues a las an�cdotas y cuentos de don Manuel, que versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el se�or de la Lage), se un�an las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Juli�n, con los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Ca�n. Imagin�base �l que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo que su madre le hab�a contado y por lo que en Nucha ve�a, la se�orita le inspiraba religioso respeto, semejante al que infunde el camar�n que contiene una veneranda imagen. Jam�s se atrev�a a llamarla por el diminutivo, pareci�ndole _Nucha_ nombre de perro m�s bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capell�n, juzgando que consolaba a la se�orita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o funci�n de iglesia, a las cuales Nucha asist�a con asiduidad. No lograba el marqu�s vencer la irritante atracci�n que le llevaba hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejerc�a en sus sentidos la prima mayor, se fortalec�a tambi�n la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coqueter�a suele confundir con la depravaci�n. Vamos, no lo pod�a remediar el marqu�s; seg�n frase suya, Rita _le escamaba_ terriblemente. �Es que a veces ostentaba una desenvoltura! �Se mostraba con �l tan incitadora; tend�a la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte ante los homenajes masculinos! El aldeano que llega al pueblo ha o�do contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que all� entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme que le roben en las tiendas, no se f�a de nadie, no acierta a conciliar el sue�o en la posada, no sea que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al se�or de Ulloa, �ste era su estado moral en Santiago. No her�a su amor propio ser dominado por Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero s� que le _torease_ en Compostela su artificiosa primilla. Adem�s, no es lo mismo distraerse con una muchacha cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo leg�timamente hab�a de ser limpia como un espejo.... Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, a�n en la m�s honesta y l�cita forma, con otro que con su marido. A�n las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entend�a don Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, espa�ola neta, indulgent�sima para el esposo e implacable para la esposa. Y a �l que no le dijesen: Rita no estaba sin alg�n enredillo.... Acerca de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien ve�a lo que pasaba. Pero Rita.... Ning�n amigo �ntimo ten�a en Santiago don Pedro, aunque s� varios conocidos, ganados en el paseo, en casa de su t�o o en el Casino, donde sol�a ir ma�ana y noche, a fuer de buen espa�ol ocioso. All� se le embromaba mucho con su prima, coment�ndose tambi�n la desatinada pasi�n de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galer�a, con el adorador apostado enfrente. Siempre alerta, el se�orito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos o tres ocasiones le pareci� notar unas puntas de iron�a, y acaso no se equivocase; pues en las ciudades peque�as, donde ning�n suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la conversaci�n sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere proporciones �picas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas a�os y a�os, llevan a su autora con palma al sepulcro. Adem�s, las se�oritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocr�ticos de su padre, y la especie de aureola con que pretend�a rodearlas, por su belleza, eran blanco de bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurr�a a tacharlas de coquetas. Luc�a el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sof� de gutapercha, gala del gabinete de lectura: sof� que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues all� se reun�an tres de las m�s afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de m�s detenido bosquejo y en el cual descollaba un personaje eminent�simo, maestro en la ciencia del _mal saber_. As� como los eruditos se precian de no ignorar la m�s m�nima particularidad concerniente a remotas �pocas hist�ricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que com�an, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran reposo: --Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada. La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvi� carne de membrillo de las monjas. Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos. Tan bien informado individuo consigui� encender m�s recelos en el �nimo del suspicaz se�or de Ulloa, bast�ndole para ello unas cuantas palabritas, de �sas que tomadas al pie de la letra no llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo.... Encomiando el salero de Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformaci�n anat�mica del cuerpo de Rita, a�adi� como al descuido: --Es una muchacha de primer orden.... Y aqu� dif�cilmente le saldr�a novio. Las chicas por el estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero. -XI- Hac�a un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a s� mismo: ��Cu�ndo se determinar� el rapaz a pedirme a Rita?�. Que se la pedir�a, no lo dud� un momento. La situaci�n del marqu�s en aquella casa era t�citamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permit�an alusiones desembozadas a la pr�xima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cu�nto ascender�a la propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas re�an fraternalmente con el primo y una r�faga de alegr�a juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada pajarera. Descabezaba una tarde la siesta el marqu�s, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas. Abri�: era Rita, en chambra, con un pa�uelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa garganta descubierta. Bland�a en la diestra un plumero enorme, y parec�a una guap�sima criada de servir, semejanza que lejos de repeler al marqu�s, le hizo hervir la sangre con mayor �mpetu. Sofocada y risue�a la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas. --�Perucho? �Peruch�n? --�Riti�a, Ritona?--contest� don Pedro devor�ndola con el mirar. --Dicen las chicas que vengas.... Estamos muy enfaenadas arreglando el desv�n, donde hay todos los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran all� cosas fenomenales. --Y yo �para qu� os sirvo? Supongo que no me mandar�is barrer. --Todo ser� que se nos antoje. Ven, holgaz�n, dormil�n, marmota. Conduc�a al desv�n empinad�sima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recib�a luz de tres grandes claraboyas, pero s� bastante bajo; don Pedro no pod�a estar all� de pie, y las chicas, al menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armaz�n del techo. Guard�banse en el desv�n mil cachivaches arrumbados que hab�an servido en otro tiempo a la pompa, aparato y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy ten�an por compa�eros al polvo y la polilla; por esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de desenterrar alguna presea de anta�o, que reformaban seg�n la moda actual. Con las antiguallas que all� se pudr�an, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza gallega, desde un par de siglos ac�. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con que los pajes alumbraban a sus se�oras al regresar de las tertulias, cuando no se conoc�a en Santiago el alumbrado p�blico; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y rid�culos, bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya; faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de or�n; anuncios de funciones de teatro impresos en seda, rezando que la _dama de m�sica_ hab�a de cantar una chistosa tonadilla, y el gracioso representar una divertida _pitipieza_; todo andaba por all� revuelto con otros chirimbolos an�logos, que trascend�an a casac�n desde mil leguas, y entre los cuales distingu�anse, como prendas m�s simb�licas y elocuentes, los trebejos mas�nicos: medalla, tri�ngulo, mallete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33..., y una lind�sima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que seg�n costumbre de su �poca, autorizada por el ejemplo de la reina Mar�a Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente a horcajadas. --A buena parte me trajisteis--dec�a don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariad�simo por no poder moverse del asiento. --Aqu� te queremos--le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes--, porque aunque te empe�es, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Lleg� la nuestra. Te vamos a vestir con espad�n y chupa. Ya ver�s. --Buena gana tengo de ponerme de m�scara. --Un minuto solamente. Para ver qu� facha haces. --Os digo que no me visto de mamarracho. --�C�mo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el mo�o. --Mirad que os pesar�. La que se me acerque ha de arrepentirse. --�Y qu� nos har�s, fantasm�n? --Eso no se dice hasta que se vea. La misteriosa amenaza pareci� infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a inofensivas travesuras, a alg�n plumerazo m�s o menos. Adelantaba la limpieza del desv�n: Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacud�a y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el traj�n, y menos a�n en la jarana: dos o tres veces se eclips�, para asomarse a la galer�a sin duda. Las dem�s le soltaron indirectas. --�Qu� tal est� el d�a, Carmucha? �Llueve o hace sol? --�Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer. --�sa siempre est� pensando en las musara�as. A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen s�lo consinti� en dejarse poner un estrafalario adorno, un penacho triple, que all� cuando se estren� se llamaba _Las tres potencias_. Toc�le a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde ca�a, y en el telara�oso recinto del desv�n se ve�a muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las muchachas; aprovechando la ocasi�n propicia, acerc�ronse disimuladamente las dos mayores a don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le echaba por los hombros una chupa color t�rtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas. Fue de confusi�n el momento que sigui� a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque de otro modo no se lo consent�a la poca altura del desv�n, persegu�a a sus primas, resuelto a tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y cachivaches esparcidos aqu� y acull�, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada c�moda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena ocurrencia de cegar moment�neamente a su primo arroj�ndole a la cabeza un chal, pudo evadirse tambi�n Rita, jefe nato del mot�n. Desenredarse del chal haci�ndolo jirones, y lanzarse a la puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simult�neas en don Pedro. Salt� impetuosamente los pelda�os, precipit�ndose en el corredor a tientas, guiado por su instinto de perseguidor de alima�as �giles, que oye delante de s� el apresurado trotecillo de la hermosa res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplic� en efecto cerca de una oreja, largo y sonoro. Pareci�le que la v�ctima no se resist�a entonces; mas deb�a ser err�nea tan maliciosa suposici�n, porque Rita aprovech� un segundo de suspensi�n de hostilidades para huir nuevamente, gritando: --�A que no me coges otra vez, cobarde? Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqu�s ech� detr�s de la prima, que se hab�a desvanecido ya en las negruras del pasadizo. �ste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de parte de la casa, quebr�ndose en inesperados codos, y a veces estrech�ndose como longaniza mal rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oy� el marqu�s chirriar puertas, indicio de que la chica se hab�a acogido al sagrado de alguna habitaci�n. No estaba don Pedro para respetar sagrados. Empuj� la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resist�a como si tuviese alg�n obst�culo delante; mas los pu�os de don Pedro dieron cuenta f�cilmente de la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estr�pito. Penetr� en un cuarto completamente oscuro, y por instinto alarg� las manos a fin de no tropezar con los muebles; advirti� que algo rebull�a en las tinieblas; tante� el aire y palp� un bulto de mujer, que aprision� en sus brazos sin decir palabra, con �nimo de repetir el castigo. �Oh sorpresa! La resistencia m�s tenaz y briosa, la protesta m�s desesperada, unas manitas de acero que no pod�a cautivar, un cuerpo nervioso que se sacud�a rehuyendo toda presi�n, y al mismo tiempo varias exclamaciones de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro.... �Diantre! Aquello no se parec�a a lo otro, no.... Por ciego y exaltado que estuviese el marqu�s, hubo de comprender.... Sinti� una confusi�n ins�lita en �l, y solt� a la chica. --Nuchi�a, no llores.... Calla, mujer.... Ya te dejo; no te hago nada.... Aguarda un instante. Registr� precipitadamente sus bolsillos, rasc� un f�sforo, mir� alrededor, encendi� una vela puesta en un candelabro.... Nucha, vi�ndose libre, callaba; pero se manten�a a la defensiva. Volvi� el marqu�s a disculparse y a consolarla. --Nucha, no seas chiquilla.... Perdona, mujer.... Dispensa, no cre�a que eras t�. Conteniendo un sollozo, exclam� Nucha: --Fuese quien fuese.... Con las se�oritas no se hacen estas brutalidades. --Hija m�a, tu se�ora hermanita me busc�..., y el que me busca, que no se queje si me encuentra.... Ea, no haya m�s, no est�s as� disgustada. �Qu� va a decir de m� el t�o? Pero �a�n lloras, mujer? Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara. Alz� el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba �sta encendida, demudada, y por sus mejillas corr�a despacio una l�grima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de sonre�r ligeramente y secar el llanto con su pa�uelo. --�Hija! �Cualquiera se te atreve! �Eres una fierecita! �Y hasta fuerza en los pu�os descubres en esos momentos! �Diantre! --Vete--orden� Nucha recobrando su seriedad--. �sta es mi habitaci�n, y no me parece decente que te est�s metido en ella. Dio el marqu�s dos pasos para salir; y volvi�ndose de pronto, pregunt�: --�Quedamos amigos? �Se hacen las paces? --S�, con tal que no vuelvas a las andadas--respondi� con sencillez y firmeza Nucha. --�Qu� me har�s si vuelvo?--interrog� risue�o el hidalgo campesino--. Capaz eres de dejarme en el sitio de una manotada, chica. --No por cierto.... No tengo yo fuerzas para tanto. Har� otra cosa. --�Cu�l? --Dec�rselo a pap�, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habr� pasado por la cabeza: que no parece natural vivir t� aqu� no siendo nuestro hermano y siendo nosotras muchachas solteras. Ya s� que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a pap�; pero �l no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha de ocurrir sin que yo se lo sople al o�do, pues no soy qui�n para aconsejar a mi padre. --�Caramba! Lo dices de un modo..., �como si fuese cuesti�n de vida o muerte! --Pues as�. March�se con estas despachaderas el marqu�s, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido en s�, haciendo caso omiso de las zalamer�as de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la fisonom�a, se mostr� como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la mesa. Aquella noche el marqu�s no dej� dormir a Juli�n, entreteni�ndole hasta las altas horas con larga y tendida pl�tica. Los d�as siguientes fueron de tregua; don Pedro sal�a bastante, y se le ve�a mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perd�a all� el tiempo. Inform�base de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna de su t�o. En Santiago se dec�a lo que �l sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y quinto a su primog�nito Gabriel, que entre la mejora, su leg�tima y el v�nculo, vendr�a a arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba m�s esperanza a las primitas que la herencia de una t�a soltera, do�a Marcelina, madrina de Nucha por m�s se�as, que resid�a en Orense, atesorando s�rdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en qu� pensar a don Pedro, que desvel� a Juli�n algunas noches m�s. Al cabo adopt� una resoluci�n definitiva. Estremeci�se de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una ma�ana, con la expresi�n indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de importancia. Hab�a o�do don Manuel que donde hay varias hermanas, lo dif�cil es deshacerse de la primera, y despu�s las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la m�s pr�xima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo dem�s era tortas y pan pintado. Con Manolita cargar�a por �ltimo el finchado se�orito de la Formoseda; a Carmen se le quitar�an de la cabeza ciertas locuras y siendo tan linda no le faltar�a buen acomodo; y Nucha.... Lo que es Nucha no le hac�a a �l peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; adem�s, a fuer de heredera presunta de su madrina, no necesitaba ampararse cas�ndose. Si no hallaba marido, vivir�a con Gabriel cuando �ste, acabada la carrera, se estableciese seg�n conviene al mayorazgo de la Lage. Con tan gratos pensamientos, don Manuel abri� los o�dos para mejor recibir el roc�o de las palabras de su sobrino.... Lo que recibi� fue un escopetazo. --�Por qu� se asusta usted tanto, t�o?--exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la mortificaci�n y asombro del viejo hidalgo--. �Hay impedimento? �Tiene Nucha otro novio? Comenz� don Manuel a poner mil objeciones, call�ndose algunas que no eran para dichas. Sali� la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura aleg� el padre, sazonando la observaci�n con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gast� chanzas, quiso aconsejarle como se aconseja a un ni�o que escoge entre juguetes; y por �ltimo, tras de referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acab� por declarar que a las dem�s chicas les dar�a algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha... como esperaba heredar lo de su t�a.... Los tiempos estaban malos, _abof�_.... Luego, encar�ndose con el marqu�s, le interrog�: --�Y qu� dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver? --Usted se lo preguntar�, t�o.... �Yo no le dije cosa de sustancia...! Ya vamos viejos para andar haciendo cocos. �Oh y qu� marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena! Entrevistas con el padre, cuchicheos de las hermanas entre s�, trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras escondidas que denunciaban ojos como pu�os, trastornos en las horas de comer, conferencias con amigos sesudos, curiosidades de due�a oficiosa que apaga el ruido de su pisar para sorprender algo al abrigo de una cortina, todas las dram�ticas menudencias que acompa�an a un grave suceso dom�stico.... Y como en provincia las paredes son de cristal, se murmur� en Santiago desaforadamente, glosando los _esc�ndalos_ ocurridos entre las se�oritas de la Lage por causa del primo. Se acus� a Rita de haber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el novio, y a Carmen de ayudarla, porque Nucha reprend�a su ventaneo. Se censur� a Nucha tambi�n por falsa e hip�crita. Se le royeron los zancajos a don Manuel, afirmando que hab�a dicho en toda confianza a persona que lo repiti� en toda intimidad: �El sobrino no me hab�a de salir de aqu� sin una de las chicas, y como se le antoj� Nucha, hubo que d�rsela�. Se asegur� que las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y lo confirm� ver a Rita en paseo sola con Carmen delante, mientras el primo segu�a detr�s con don Manuel y Nucha. �sta iba como avergonzada, cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita sali� para Orense, a acompa�ar una temporada a la t�a Marcelina, seg�n dijo, y don Pedro para una posada, por no considerarse decoroso que los novios viviesen bajo un mismo techo en v�speras de boda. �sta se efectu� llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes de agosto. No faltaron los indispensables requisitos: finezas mutuas, regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy emperifolladas para repartir, buen ajuar de ropa blanca, las _galas_ venidas de Madrid en un caj�n monstruo. Dos o tres d�as antes de la ceremonia se recibi� un paquetito procedente de Segovia, y dentro de �l un estuche. Conten�a una sortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando tarjeta, que dec�a: �A mi inolvidable hermana Marcelina, su m�s amante hermano, Gabriel�. La novia llor� bastante con el obsequio de _su ni�o_, p�solo en el dedo me�ique de la mano izquierda, y all� se le reuni� el otro anillo que en la iglesia le ci�eron. Cas�ronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vest�a la novia de rico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos �ntimos solamente: un refresco a la antigua espa�ola, con alm�bares, sorbetes, chocolate, vino generoso, bizcochos, dulces variad�simos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las _tartas_ o ramilletes de pi�onate; dos candelabros con buj�as, altos como mecheros de catafalco, solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos a�n del miedo que infunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo, esmer�ndose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parec�a aquello la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el se�or don Nemesio Angulo, eclesi�stico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de la dicha de los c�nyuges, a quienes acababa de bendecir, intent� soltar dos o tres cosillas festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban--es la frase de caj�n--_muy afectados_, incluso el se�orito de la Formoseda, que acaso pensaba �cuando la barba de tu vecino...�, y Juli�n, que viendo colmados sus deseos y votos ardent�simos, triunfante su candidatura, sent�a no obstante en el coraz�n un peso raro, como si alg�n presentimiento cruel se lo abrumase. Seria y sol�cita, la novia atend�a y serv�a a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, reparti� excelentes cigarros de que ten�a rellena la petaca. Nadie aludi� al trascendental acontecimiento, ni se atrevi� a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las _buenas noches_, mientras matronas y doncellas, besando con estr�pito a la desposada, le chillaban al o�do: �Adi�s, _se�ora_.... Ya eres _se�ora_, ya no es posible llamarte _se�orita_...�, celebrando tan trivial observaci�n con afectadas risas, y mirando a Nucha como para aprend�rsela de memoria. Cuando todos fueron saliendo, don Manuel Pardo se acerc� a su hija, y la oprimi� contra el pecho colosal, sell�ndole la frente con besos muy cari�osos. Hall�base realmente conmovido el se�or de la Lage: era la primera vez que casaba una hija; sent�a desbordarse en su alma la paternidad, y al tomar de la mano a Nucha para conducirla a la c�mara nupcial, alumbr�ndoles el camino Misia Rosario con un candelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba a pronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimales �ridos, y una sonrisa de orgullo y placer entreabr�a al mismo tiempo su boca. En el umbral pudo exclamar al cabo: --�Si levantase la cabeza tal d�a como hoy tu madre que en gloria est�! Ard�an en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se hab�a so�ado siquiera en el cl�sico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camar�n de novela, impregnaba la alcoba m�s misterio religioso que nupcial, completando su analog�a con una capilla u oratorio la forma del t�lamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se parec�an exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas s�banas blanqu�simas, tersas y almidonadas, con randas y encajes, ten�an la casta lisura de los manteles de altar. Cuando el padre se retiraba ya, murmurando �Adi�s, Nuchi�a, hija querida�, la novia le asi� la diestra y se la bes� humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Qued� sola. Temblaba como la hoja en el �rbol, y al trav�s de sus crispados nervios corr�a a cada instante el escalofr�o de la _muerte chiquita_, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado. Parec�ale que aquella habitaci�n donde reinaba tan imponente silencio, donde ard�an tan altas y graves las luces, era el mismo templo en que no hac�a dos horas a�n se hab�a puesto de hinojos.... Volvi� a arrodillarse, divisando all� en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de �bano y marfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmuraban el consuetudinario rezo nocturno: �Un Padrenuestro por el alma de mam�...�. Oy�ronse en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abri�. Tomo II -XII- Quedaban migajas, no muy a�ejas a�n, del pan de la boda, cuando don Pedro celebr� con Juli�n una conferencia, conviniendo ambos en lo urgente de que el capell�n se adelantase a salir a los Pazos para adoptar varias precauciones indispensables y civilizar algo la huronera, mientras no iban a vivirla sus due�os. Juli�n acept� la comisi�n, y entonces el se�orito mostr� remordimientos o escr�pulos de hab�rsela encomendado. --Mire usted--advirti�--que all� se necesitan muchas agallas.... Primitivo es hombre de malos h�gados, capaz de darle a usted cien vueltas.... --Dios delante. Matar no me matar�. --No lo diga usted dos veces--insisti� el se�or de Ulloa, impulsado por voces de su conciencia, que en aquel momento se dejaban o�r claras y apremiantes--. Ya le avis� a usted en otra ocasi�n de c�mo es Primitivo: capaz de cualquier desafuero.... Lo que yo no creo es que vaya a cometer barbaridades por gusto de cometerlas, ni aun en el primer momento, cuando le ciega el deseo de la venganza.... Con todo.... No era �sta la �nica vez que don Pedro manifestaba sagacidad en el conocimiento de caracteres y personas, don esterilizado por la falta de nociones de cultura moral y delicadeza, de �sas que hoy exige la sociedad a quien, mediante el nacimiento, la riqueza o el poder, ocupa en ella lugar preeminente. Prosigui� el se�orito: --Primitivo no es un b�rbaro.... Pero es un brib�n redomado y taimad�simo, que no se para en barras con tal de lograr sus fines.... �Demontres! Harto estoy de saberlo.... El d�a que nos vinimos... si �l pudiese detenernos sopl�ndonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por su pellejo de usted ni por el m�o. Estremeci�se Juli�n, y se le borraron las rosadas tintas de los p�mulos. No era de madera de h�roes, lo cual le sal�a a la cara. A don Pedro le divert�a infinito el miedo del capell�n. En la �ndole de don Pedro hab�a un fondo de crueldad, sostenido por su vida grosera. --Apostemos--exclam� ri�ndose--que la cruz aqu�lla del camino va usted a pasarla rezando. --No digo que no--contest� Juli�n repuesto ya--; mas no por eso me niego a ir. Es mi deber; de suerte que no hago nada de extraordinario en cumplirlo. Dios sobre todo.... A veces no es tan fiero el le�n como lo pintan. --No le tiene cuenta ahora a Primitivo meterse en dibujos. Call� Juli�n. Al cabo exclam�: --Se�orito, �si usted adoptase una buena resoluci�n! �Echar a ese hombre, se�orito, echarlo! --Calle usted, hombre, calle usted.... Le pondremos a raya.... Pero eso de echar.... �Y los perros? �Y la caza? �Y aquellas gentes, y todo aquel cotarro, que nadie me lo entiende sino �l? Deseng��ese usted: sin Primitivo no me arreglo yo all�.... Haga usted la prueba, s�lo por gusto, de aquillotrarme algunas cosas de las que Primitivo maneja durmiendo.... Adem�s, crea usted lo que le digo, que es como el Evangelio: si echa usted a Primitivo por la puerta, se nos entrar� por la ventana. �Diantre! �Si sabr� yo qui�n es Primitivo! Juli�n balbuci�: --�Y... de lo dem�s...? --De lo dem�s.... Arr�glese usted como quiera.... Lleva usted plenos poderes. �Ya lo creo que los llevaba! �As� llevase tambi�n alguna receta eficaz para servirse de ellos! Investido de autoridad omn�moda, Juli�n sent�a en el fondo del alma una especie de compasi�n por la desvergonzada manceba y el hijo espurio. Este �ltimo sobre todo. �Qu� culpa ten�a el pobre inocente de las bellaquer�as maternales? Siempre parec�a duro arrojarle de una casa donde, al fin y al cabo, el due�o era su padre. Juli�n no se hubiera encargado jam�s de tan ingrata comisi�n a no parecerle que iba en ello la salvaci�n eterna de don Pedro, y tambi�n el sosiego temporal de la que �l segu�a llamando _se�orita Marcelina_, contra el dictamen de las convidadas a la boda. No sin aprensi�n cruz� de nuevo el triste pa�s de lobos que anteced�a al valle de los Pazos. El cazador le aguardaba en Cebre, e hicieron la jornada juntos; Primitivo, por m�s se�as, se mostr� tan sumiso y respetuoso, que Juli�n, quien al rev�s que don Pedro pose�a el don de errar en el conocimiento pr�ctico de las gentes, guardando los aciertos para el terreno especulativo y abstracto, fue poco a poco desechando la desconfianza, y persuadi�ndose de que ya no ten�a el zorro intenciones de morder. El rostro impasible de Primitivo no revelaba rencor ni enojo. Con su laconismo y seriedad habituales, hablaba del tiempo desapacible y metido en agua, que casi no hab�a consentido majar, ni segar el ma�z, ni vendimiar como Dios manda, ni cumplir en paz ninguna de las grandes faenas agr�colas. Estaba en efecto el camino encharcado, lleno de aguazales, y como hab�a llovido por la ma�ana tambi�n, los pinos dejaban escurrir de las verdes y brillantes p�as de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros. Juli�n iba perdiendo el miedo y un gozo muy puro le inundaba el esp�ritu cuando salud� al crucero con verdadera efusi�n religiosa. �Bendito seas, Dios m�o--pensaba para s�--, pues me has permitido cumplir una obra buena, grata a tus ojos. He encontrado en los Pazos, hace un a�o, el vicio, el esc�ndalo, la groser�a y todas las malas pasiones; y vuelvo trayendo el matrimonio cristiano, las virtudes del hogar consagrado por ti. Yo, yo he sido el agente de que te has valido para tan santa obra.... Dios m�o, gracias�. Cortaron el soliloquio ladridos vehementes: era la jaur�a del marqu�s, que sal�a a recibir al montero mayor, haciendo locas demostraciones de regocijo, zarandeando los rabos mutilados y abriendo de una cuarta las fresqu�simas bocas. Acarici�los Primitivo con su enjuta mano, pues era sumamente afectuoso para los perros; y al nieto, que en pos de los perros ven�a, le dio una especie de festivo soplamocos. Quiso Juli�n besar al ni�o, pero �ste se puso en polvorosa antes de que pudiese lograrlo; y el capell�n experiment� otra vez compasivos remordimientos, causados por la vista de la ya repudiada criatura. A Sabel la hall� en el sitio de costumbre, entre sus pucheros, pero sin el antiguo s�quito de aldeanas viejas y mozas, de la Sabia y su dilatada progenie. Reinaba en la cocina orden perfecto: todo limpio, sosegado y solitario; la persona m�s severa y amiga de censurar no encontrar�a qu�. El capell�n comenzaba a sentirse confuso viendo en ausencia suya tanto arreglo, y a temer que su venida lo trastornara: idea dictada por su nativa timidez. A la hora de cenar aument� su sorpresa. Primitivo, m�s blando que un guante, le daba cuenta en voz reposada de lo ocurrido all� durante medio a�o, en materia de vacas paridas, obras emprendidas, rentas cobradas; y mientras el padre reconoc�a as� su autoridad superior, la hija le serv�a diligente y humilde, con pegajosa dulzura de animal dom�stico que implora caricias. No sab�a Juli�n qu� cara poner en vista de una acogida tan cordial. Crey� que mudar�an de actitud al d�a siguiente, cuando, haciendo uso de los plen�simos poderes y facultades omn�modas de que ven�a investido, orden� a la Agar y al Ismael de aquel patriarcado emigrar al desierto. �Milagro asombroso! Tampoco se alter� entonces la mansedumbre de Primitivo. --Los se�oritos traer�n cocinera de all�, de Santiago...--explicaba Juli�n, para fundar en algo la expulsi�n. --Por supuesto...--respondi� Primitivo con la mayor naturalidad del mundo--. All� en la _vila_ gu�sase de otro modo.... Los se�ores tienen la boca acostumbrada.... Cuadra bien, que yo tambi�n le iba a pedir que le escribiese al se�or marqu�s de traer quien cocinase. --�Usted?--exclam� Juli�n, estupefacto. --S�, se�or.... La hija se me quiere casar.... --�Sabel? --Sabel, s�, se�or, anda en eso.... Con el gaitero de Naya, el _Gallo_.... Por de contado se empe�a en irse para su casa, as� que les echen las bendiciones.... Sinti� Juli�n un sofoc�n de pura alegr�a. No pudo menos de pensar que en todo aquel negocio de Sabel andaba visiblemente la mano de la Providencia. �Sabel casada, alejada de all�; el peligro conjurado; las cosas en orden, la salvaci�n segura! Una vez m�s dio gracias al Dios bondadoso que quita los estorbos de delante cuando la mezquina previsi�n humana no cree posible removerlos siquiera.... La satisfacci�n que le rebosaba en el semblante era tal, que se avergonz� de mostrarla ante Primitivo, y empez� a charlar aprisa, por disimulo, felicitando al cazador y augurando a Sabel un porvenir de ventura en el nuevo estado. Aquella noche misma escribi� al marqu�s la buena noticia. Pasaron d�as, siempre bonancibles. Prosegu�a Sabel mansa, Primitivo complaciente, Perucho invisible, la cocina desierta. S�lo notaba Juli�n cierta resistencia pasiva en lo tocante al gobierno de los estados y hacienda del marqu�s. En este terreno le fue absolutamente imposible adelantar una pulgada. Primitivo sosten�a su posici�n de verdadero administrador, apoderado, y, entre bastidores, aut�crata: Juli�n comprend�a que sus plenos poderes importaban tanto como la carabina de Ambrosio, y hasta pudo cerciorarse, por indicios evidentes, de que el influjo que ejerc�a el cazador en el circuito de los Pazos iba haci�ndose extensivo a toda la comarca; a menudo ven�an a conferenciar con el mayordomo, en actitud respetuosa y servil, gentes de Cebre, de Castrodorna, de Bo�n, de puntos m�s distantes todav�a. En cuatro leguas a la redonda no se mov�a una paja sin intervenci�n y aquiescencia de Primitivo. No pose�a Juli�n fuerzas para luchar con �l, ni lo intentaba, pareci�ndole secundario el perjuicio que a la casa de Ulloa originase la mala administraci�n de Primitivo, en proporci�n al da�o inmenso que estuvo a punto de causarle Sabel. Descartarse de la hija lo ten�a �l por importante; en cuanto al padre.... Verdad es que la hija no se marchaba tampoco; pero se marchar�a, �no faltaba m�s! �Qui�n duda que se marchar�a? Tranquilizaba a Juli�n una se�al en su concepto infalible: el haber sorprendido cierto anochecer, cerca del pajar, a Sabel y al gallardo gaitero entretenidos en coloquios m�s dulces que edificantes. Le ruboriz� el encuentro, pero hizo la vista gorda reflexionando que aquello era, por decirlo as�, la antesala del altar. Seguro de la victoria respecto a la mala hembra, transigi� en lo relativo al mayordomo. Cuanto m�s que �ste no rechazaba las indicaciones de Juli�n, ni le llevaba la contraria en cosa alguna. Si el capell�n ideaba planes, censuraba abusos o insist�a en la urgente necesidad de una reforma, Primitivo aprobaba, allanaba el camino, suger�a medios, de palabra se entiende; al llegar a la realizaci�n, ya era harina de otro costal: empezaban las dificultades, las dilaciones: que hoy... que ma�ana.... No hay fuerza comparable a la inercia. Primitivo dec�a a Juli�n para consolarle: --Una cosa es hablar, y otra hacer.... O matar a Primitivo, o entreg�rsele a discreci�n: el capell�n comprend�a que no quedaba otro recurso. Fue un d�a a desahogar sus cuitas con don Eugenio, el abad de Naya, cuyos discretos pareceres le alentaban mucho. Encontr�le todo alborotado con los noticiones pol�ticos, que acababan de confirmar los pocos peri�dicos que se recib�an en aquellos andurriales. La marina se hab�a sublevado, echando del trono a la reina, y �sta se encontraba ya en Francia, y se constitu�a un gobierno provisional, y se contaba de una batalla re�id�sima en el puente de Alcolea, y el ej�rcito se adher�a, y el diablo y su madre.... Don Eugenio andaba, de puro excitado, medio loco, proyectando irse a Santiago sin dilaci�n para saber noticias ciertas. �Qu� dir�an el se�or Arcipreste y el abad de Bo�n! �Y Barbacana? Ahora s� que Barbacana estaba fresco: su eterno adversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montar�a encima por los siglos de los siglos, am�n. Con el embullo de estos acontecimientos, apenas atendi� el abad de Naya a las tribulaciones de Juli�n. -XIII- Transcurrido alg�n tiempo de vida familiar con suegro y cu�adas, don Pedro ech� de menos su huronera. No se acostumbraba a la metr�poli arzobispal. Ahog�banle las altas tapias verdosas, los soportales angostos, los edificios de l�brego zagu�n y escalera sombr�a, que le parec�an calabozos y mazmorras. Fastidi�bale vivir all� donde tres gotas de lluvia meten en casa a todo el mundo y engendran instant�neamente una triste vegetaci�n de hongos de seda, de enormes paraguas. Le incomodaba la perenne sinfon�a de la lluvia que se deslizaba por los canalones abajo o reti��a en los charcos causados por la depresi�n de las baldosas. Qued�banle dos recursos no m�s para combatir el tedio: discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino. Ambas cosas le produjeron en breve, no hast�o, pues el verdadero hast�o es enfermedad moral propia de los muy refinados y sibaritas de entendimiento, sino irritaci�n y sorda c�lera, hija de la secreta convicci�n de su inferioridad. Don Manuel era superior a su sobrino por el barniz de educaci�n adquirido en dilatados a�os de existencia ciudadana y el consiguiente trato de gentes, as� como por aquel bien entendido orgullo de su nacimiento y apellido, que le salvaba de _adocenarse_ (era su expresi�n predilecta). Aparte de la man�a de referir en las sobremesas y entre amigos de confianza mil an�cdotas, no contrarias al pudor, pero s� a la serenidad del est�mago de los oyentes, era don Manuel persona cort�s y de buenas formas para presidir, verbigracia, un duelo, asistir a una junta en la Sociedad Econ�mica de Amigos del Pa�s, llevar el estandarte en una procesi�n, ser llamado al despacho de un gobernador en consulta. Si deseaba retirarse al campo, no le atra�a tan s�lo la perspectiva de dar rienda suelta a instintos selv�ticos, de andar sin corbata, de no pagar tributo a la sociedad, sino que le solicitaban aficiones m�s delicadas, de origen moderno: el deseo de tener un jard�n, de cultivar frutales, de hacer obras de alba�iler�a, distracci�n que le embelesaba y que en el campo es m�s barata que en la ciudad. Adem�s, el fino trato de su mujer, la perpetua compa��a de sus hijas suavizara ya las tradiciones rudas que por parte de los la Lage conservaba don Manuel: cinco hembras respetadas y queridas civilizan al hombre m�s agreste. He aqu� por qu� el suegro, a pesar de encontrarse cronol�gicamente una generaci�n m�s atr�s que su yerno, estaba moralmente bastantes a�os delante. Trataba don Manuel de descortezar a don Pedro; y no s�lo fue trabajo perdido, sino contraproducente, pues recrudeci� su soberbia y le infundi� mayores deseos de emanciparse de todo yugo. Aspiraba el se�or de la Lage a que su sobrino se estableciese en Santiago, levantando la casa de los Pazos y visit�ndola los veranos solamente, a fin de recrearse y vigilar sus fincas; y al dar tales consejos a su yerno, los entreveraba con indirectas y alusiones, para demostrar que nada ignoraba de cuanto suced�a en la vieja madriguera de los Ulloas. Este g�nero de imposici�n y fiscalizaci�n, aunque tan disculpable, irrit� a don Pedro, que seg�n dec�a, no aguantaba ancas ni gustaba de ser manejado por nadie en el mundo. --Por lo mismo--declar� un d�a delante de su mujer--vamos a tomar soleta pronto. A m� nadie me trae y lleva desde que pas� de chiquillo. Si callo a veces, es porque estoy en casa ajena. Estar en casa ajena le exaltaba. Todo cuanto ve�a lo encontraba censurable y antip�tico. El decoroso fausto del se�or de la Lage; sus bandejas y candelabros de plata; su mueblaje rico y antiguo; la respetabilidad de sus relaciones, compuestas de lo m�s selecto de la ciudad; su honesta tertulia nocturna de can�nigos y personas formales que ven�an a hacerle la partida de tresillo; sus criados respetuosos, a veces descuidados, pero nunca insolentes ni entrometidos, todo se le figuraba a don Pedro s�tira viviente del desarreglo de los Pazos, de aquella vida torpe, de las comidas sin mantel, de las ventanas sin vidrios, de la familiaridad con mozas y ga�anes. Y no se le despertaba la saludable emulaci�n, sino la ruin envidia y su hermano el ce�udo despecho. �nicamente le consolaban los desatinados amor�os de Carmen; celebraba la gracia, frot�ndose las manos, siempre que en el Casino se comentaba la procacidad del estudiante y el descaro de la chiquilla. �Que rabiase su suegro! No bastaba tener sillas de damasco y alfombras para evitar esc�ndalos. Los altercados de don Pedro con su t�o iban agri�ndose, y vino a envenenarlos la discusi�n pol�tica, que enzarza m�s que ninguna otra, especialmente a los que discuten por impresi�n, sin ideas fijas y razonadas. Fuerza es confesar que el marqu�s estaba en este caso. Don Manuel no era ning�n lince, pero afiliado plat�nicamente desde muchos a�os atr�s al partido moderado puro, hecho a leer peri�dicos, conoc�a la rutina; y hab�a tomado tan a contrapelo el chasco de Gonz�lez Bravo y la marcha de Isabel II, que se disparaba, poni�ndose a dos dedos de ahogarse, cuando el sobrino, por molestarle, le contradec�a, disculpaba a los revolucionarios, repet�a las enormidades que la prensa y las lenguas de entonces propalaban contra la majestad ca�da, y aparentaba creerlas como art�culo de fe. El t�o le rebat�a con acritud y calor, alzando al cielo las gigantescas manos. --All� en las aldeas--dec�a--se traga todo, hasta el mayor disparate.... No ten�is formado el criterio, hijo, no ten�is formado el criterio, �sa es vuestra desgracia.... Lo mir�is todo al trav�s de un punto de vista que os forj�is vosotros mismos... (este tremendo disparate deb�a haberlo aprendido don Manuel en alg�n art�culo de fondo). Hay que juzgar con la experiencia, con la sensatez. --�Y usted se figura que somos tontos los que venimos de all�...? Puede ser que a�n tengamos m�s pesquis, y veamos lo que ustedes no ven... (alud�a a su prima Carmen, colgada de la galer�a en aquel momento). Cr�ame usted, t�o, en todas partes hay bobalicones que se maman el dedo.... �Vaya si los hay! La discusi�n tomaba car�cter personal y agresivo; sol�a esto ocurrir a la hora de la sobremesa; las tazas del caf� chocaban furiosas contra los platillos; don Manuel, tr�mulo de coraje, vert�a el anisete al llevarlo a la boca; t�o y sobrino alzaban la voz mucho m�s de lo regular, y despu�s de alg�n descompasado grito o frase dura, hab�a instantes de armado silencio, de muda hostilidad, en que las chicas se miraban y Nucha, con la cabeza baja, redondeaba bolitas de miga de pan o doblaba muy despacio las servilletas de todos desliz�ndolas en las anillas. Don Pedro se levantaba de repente, rechazando su silla con energ�a, y, haciendo temblar el piso bajo su andar fuerte, se largaba al Casino, donde las mesas de tresillo funcionaban d�a y noche. Tampoco all� se encontraba bien. Sofoc�bale cierta atm�sfera intelectual, muy propia de ciudad universitaria. Compostela es pueblo en que nadie quiere pasar por ignorante, y comprend�a el se�orito cu�nto se mofar�an de �l y qu� chacota se le preparaba, si se averiguase con certeza que no estaba fuerte en ortograf�a ni en otras _�as_ nombradas all� a menudo. Se le sublevaba su amor propio de monarca indiscutible en los Pazos de Ulloa al verse tenido en menos que unos catedr�ticos acatarrados y pergaminosos, y aun que unos estudiantes troneras, con las botas rojas y el cerebro caliente y vibrante todav�a de alguna lectura de autor moderno, en la Biblioteca de la Universidad o en el gabinete del Casino. Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del se�orito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de esparcimiento y ejercicio, la piel le ped�a con mucha necesidad ba�os de aire y sol, duchas de lluvia, friegas de espinos y escajos, �plena inmersi�n en la atm�sfera mont�s! No pod�a sufrir la nivelaci�n social que impone la vida urbana; no se habituaba a contarse como n�mero par en un pueblo, habiendo estado siempre de nones en su residencia feudal. �Qui�n era �l en Santiago? Don Pedro Moscoso a secas; menos a�n: el yerno del se�or de la Lage, el marido de Nucha Pardo. El marquesado all� se hab�a deshecho como la sal en el agua, merced a la malicia de un viejecillo, miembro del maldiciente triunvirato, a quien correspond�a, por su acerada y prodigiosa memoria y a�os innumerables, el ramo de averiguaci�n y esclarecimiento de a�ejos sucedidos, as� como al m�s joven, que conocemos ya, tocaban las investigaciones de actualidad, viniendo a ser cronista el uno y analista el otro de la metr�poli. El cronista, pues, hizo su oficio desentra�ando la genealog�a entera y verdadera de las casas de Cabreira y Moscoso, probando ce por be que el t�tulo de Ulloa no correspond�a ni pod�a corresponder sino al duque de tal y cual, grande de Espa�a, etc.; y demostr�ndolo mediante oportuna exhibici�n de la _Gu�a de Forasteros_. Por cierto que al instruir estas diligencias se hizo bastante burla de don Pedro y del se�or de la Lage, a quien se acusaba de haber bordado la corona de marquesa en un juego de s�banas regalado a su hija; inocente desliz que el analista confirm�, especificando d�nde y c�mo se hab�an marcado las susodichas s�banas, y cu�nto hab�a costado el _escus�n_ y el perendengue de la coronita. Impaciente ya, resolvi� don Pedro la marcha antes de que pasase la inclemencia del invierno, a fines de un marzo muy esquivo y desapacible. Sal�a el coche para Cebre tan de madrugada, que no se ve�a casi; hac�a un fr�o cruel, y Nucha, acurrucada en el rinc�n del inc�modo veh�culo, se llevaba a menudo el pa�uelo a los ojos, por lo cual su marido la interpel� con poca blandura: --�Parece que vienes de mala gana conmigo? --�Qu� cosas tienes!--respondi� la muchacha destapando el rostro y sonriendo--. Es natural que sienta dejar al pobre pap� y... y a las chicas. --Pues ellas--murmur� el se�orito--me parece que no te echar�n memoriales para que vuelvas. Nucha call�. El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca, animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rod� el armatoste sobre una superficie m�s igual. Nucha reanud� el di�logo preguntando a su marido pormenores relativos a los Pazos, conversaci�n a que �l se prestaba gustoso, ponderando hiperb�licamente la hermosura y salubridad del pa�s, encareciendo la antig�edad del caser�n y alabando la vida c�moda e independiente que all� se hac�a. --No creas--dec�a a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y el retemblar de los vidrios--, no creas que no hay gente fina all�.... La casa est� rodeada de se�or�o principal: las se�oritas de Molende, que son muy simp�ticas; Ram�n Limioso, un cumplido caballero.... Tambi�n nos har� compa��a el Abad de Naya.... �Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es presentado por m�! �se es tan m�o como los perros que llevo a cazar.... No le mando que ladre y que porte porque no se me antoja. �Ya ver�s, ya ver�s! All� es uno alguien y supone algo. A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre locuacidad de don Pedro. Se�alaba a los grupos de casta�os, a los escuetos montes de aliaga y exclamaba regocijad�simo: --�Foro de casa...! �Foro de casa...! No corre por ah� una liebre que no paste en tierra m�a. La entrada en Cebre acrecent� su alborozo. Delante de la posada aguardaban Primitivo y Juli�n; aqu�l con su cara de metal, enigm�tica y dura, �ste con el rostro dilatado por afectuos�sima sonrisa. Nucha le salud� con no menor cordialidad. Bajaron los equipajes, y Primitivo se adelant� trayendo a don Pedro su lucia y viva yegua casta�a. Iba �ste a montar, cuando repar� en la cabalgadura que estaba dispuesta para Nucha, y era una mula alta, maligna y tozuda, arreada con aparejo redondo, de esos que por formar en el centro una especie de comba, m�s parecen hechos para despedir al jinete que para sustentarlo. --�C�mo no le has tra�do a la se�orita la borrica?--pregunt� don Pedro, deteni�ndose antes de montar, con un pie en el estribo y una mano asida a las crines de la yegua, y mirando al cazador con desconfianza. Primitivo articul� no s� qu� de una pata coja, de un tumor fr�o.... --�Y no hay m�s borricos en el pa�s?, �eh? A m� no me vengas con eso. Te sobraba tiempo para buscar diez pollinas. Volvi�se hacia su mujer, y como para tranquilizar su conciencia, pregunt�le: --�Tienes miedo, chica? T� no estar�s acostumbrada a montar. �Has andado alguna vez en esta casta de aparejos? �Sabes tenerte en ellos? Nucha permanec�a indecisa, recogiendo el vestido con la diestra, sin soltar de la otra el saquillo de viaje. Al cabo murmur�: --Lo que es tenerme, s�.... El a�o pasado, cuando estuve de ba�os, mont� en mil aparejos nunca vistos.... S�lo que ahora.... Solt� el traje de repente, lleg�se a su marido, y le pas� un brazo alrededor del cuello, escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que hab�a tenido que abrazarle; y all�, en una especie de murmullo o secreteo dulc�simo, acab� la frase interrumpida. Pint�se en el rostro del marqu�s la sorpresa, y casi al mismo tiempo la alegr�a inmensa, radiante, el j�bilo orgulloso, la exaltaci�n de una victoria. Y apretando contra s� a su mujer, con amorosa protecci�n, exclam� a gritos: --O no hay en tres leguas a la redonda una pollina mansa, o aunque la tenga el mismo Dios del cielo y no la quiera prestar, aqu� vendr� para ti, a fe de Pedro Moscoso. Aguarda, hija, aguarda un minuto nada m�s.... O mejor dicho, entra en la posada y si�ntate.... A ver, un banco, una silla para la se�orita.... Espera, _Nuchi�a_, vengo volando. Primitivo, acomp��ame t�. Abr�gate, Nucha. Volando no, pero s� al cabo de media hora, volvi� sin aliento. Tra�a del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, d�cil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don Pedro tom� en brazos a su esposa y la sent� en la albarda, arregl�ndole la ropa con esmero. -XIV- As� que pudieron conferenciar reservadamente capell�n y se�orito, pregunt� don Pedro, sin mirar cara a cara a Juli�n: --�Y... _�sa_? �Est� todav�a por aqu�? No la he visto cuando entramos. Como Juli�n arrugase el entrecejo, a�adi�: --Est�, est�.... Apostar�a yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no hab�a encontrado modo de sacud�rsela de encima. --Se�orito, la verdad...--articul� Juli�n bastante disgustado--. Yo no s� qu� decir.... Ha sido una cosa que se ha ido enredando.... Primitivo me jur� y perjur� que la muchacha se iba a casar con el gaitero de Naya.... --Ya s� qui�n es--dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubl�. --Pues yo... como era bastante natural, lo cre�. Adem�s tuve ocasi�n de persuadirme de que, en efecto, el gaitero y Sabel... tienen... trato. --�Ha averiguado usted todo eso?--interrog� el marqu�s con iron�a. --Se�or, yo.... Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de inocente.... He preguntado por ah� y todo el mundo est� conforme en que andan para casarse; hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho hab�a pedido sus papeles. Y por cierto que, a pretexto de no s� qu� enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la cosa todav�a. Qued�se don Pedro callado, y al fin prorrumpi�: --Es usted un santo. Ya pod�an venirme a m� con �sas. --Se�or, la verdad es que si tuvieron intenci�n de enga�arme... digo que son unos grand�simos pillos. Y la Sabel, si no est� muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodill� llorando y pidiendo por Dios que se diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel d�a ser�a el m�s feliz de su vida. Don Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra. --�Bribona! �Bribonaza!--tartamude� el se�orito, iracundo, pase�ndose por la habitaci�n aceleradamente. Soseg�se no obstante muy luego, y agreg�: --No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero... usted... es un papanatas, un infeliz, porque aqu� no se trata de Sabel, �entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su padre le ha enga�ado a usted como a un chino, vamos. La... mujer �sa, bien comprendo que rabia por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda. --No, si tambi�n empezaba yo a maliciarme eso.... Mire usted que empezaba a malici�rmelo. El se�orito se encogi� de hombros con desd�n, y exclam�: --A buena hora.... Deje usted ya de mi cuenta este asunto.... Y por lo dem�s..., �qu� tal, qu� tal? --Muy mansos..., como corderos.... No se me han opuesto de frente a nada. --Pero habr�n hecho de lado cuanto se les antoje.... Mire usted, don Juli�n, a veces me dan ganas de empapillarle a usted. Lo mismito que a los pichones. Juli�n replic� todo compungido: --Se�orito, acierta usted de medio a medio. No hay forma de conseguir nada aqu� si Primitivo se opone. Ten�a usted raz�n cuando me lo aseguraba el a�o pasado. Y de alg�n tiempo ac�, parece que a�n le tienen mayor respeto, por no decir m�s miedo. Desde que se arm� la revoluci�n y andan agitadas las cosas pol�ticas, y cada d�a recibimos una noticia gorda, creo que Primitivo se mezcla en esos enredos, y recluta sat�lites en el pa�s.... Me lo ha asegurado don Eugenio, a�adiendo que ya antes ten�a subyugada a mucha gente prestando a r�ditos. Guardaba silencio don Pedro. Por fin alz� la cabeza y dijo: --�Se acuerda usted de la burra que hubo que buscar en Cebre para mi mujer? --�No me he de acordar! --Pues la se�ora del juez..., r�ase usted un poco, hombre..., la se�ora del juez se avino a prest�rmela porque iba Primitivo conmigo. Si no.... No hizo Juli�n reflexi�n alguna acerca de un suceso que tanto indignaba al marqu�s. Al terminar la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro. --�Y por qu� no me da usted la enhorabuena, desatento?--exclam� con aquella misma irradiaci�n que hab�an tenido sus pupilas en Cebre. Juli�n no entend�a. El se�orito se explic� cay�ndosele la baba de gozo. S�, se�or, para octubre, el tiempo de las casta�as..., esperaba el mundo un Moscoso, un Moscoso aut�ntico y leg�timo... hermoso como un sol adem�s. --�Y no puede tambi�n ser una Moscosita?--pregunt� Juli�n despu�s de reiteradas felicitaciones. --�Imposible!--grit� el marqu�s con toda su alma. Y como el capell�n se echase a re�r, a�adi�:--Ni de guasa me lo anuncie usted, don Juli�n.... Ni de guasa. Tiene que ser un chiquillo, porque si no le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme otra cosa m�s que un var�n. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesi�n masculina: Moscosos cr�an Moscosos, es ya proverbial. �No lo ha reparado usted cuando estuvo almorz�ndose el polvo del archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero yo ahora. Y era verdad. No s�lo no lo hab�a echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le hab�a pasado siquiera por las mientes. La veneraci�n que por Nucha sent�a y que iba acrecent�ndose con el trato, cerraba el paso a la idea de que pudiesen ocurrirle los mismos percances fisiol�gicos que a las dem�s hembras del mundo. Justificaba esta candorosa ni�er�a el aspecto de Nucha. La total inocencia, que se pintaba en sus ojos vagos y como perdidos en contemplaciones de un mundo interior, no hab�a menguado con el matrimonio; las mejillas, un poco m�s redondeadas, segu�an ti��ndose del carm�n de la verg�enza por el menor motivo. Si alguna variaci�n pod�a observarse, alg�n signo revelador del tr�nsito de virgen a esposa, era quiz�s un aumento de pudor; pudor, por decirlo as�, m�s consciente y seguro de s� mismo; instinto elevado a virtud. No se cansaba Juli�n de admirar la noble seriedad de Nucha cuando una chanza atrevida o una palabra malsonante her�a sus o�dos; la dignidad natural, que era como su propia envoltura, escudo impalpable que la resguardaba hasta contra las osad�as del pensamiento; la bondad con que agradec�a la atenci�n m�s leve, pag�ndola con frases compuestas, pero sinceras; la serenidad de toda su persona, semejante al caer de una tarde apacibil�sima. Parec�ale a Juli�n que Nucha era ni m�s ni menos que el tipo ideal de la b�blica Esposa, el po�tico ejemplar de la Mujer fuerte, cuando a�n no se ha borrado de su frente el nimbo del candor, y sin embargo ya se adivina su entereza y majestad futura. Andando el tiempo aquella gracia hab�a de ser severidad, y a las oscuras trenzas suceder�an las canas de plata, sin que en la pura frente imprimiese jam�s una mancha el delito ni una arruga el remordimiento. �Cu�n sazonada madurez promet�a tan suave primavera! Al pensarlo, felicit�base otra vez Juli�n por la parte que le cab�a en la acertada elecci�n del se�orito. Con desinteresada satisfacci�n se dec�a a s� mismo que hab�a logrado contribuir al establecimiento de una cosa grat�sima a Dios, e indispensable a la concertada marcha de la sociedad: el matrimonio cristiano, lazo bendito, por medio del cual la Iglesia atiende juntamente, con admirable sabidur�a, a fines espirituales y materiales, santificando los segundos por medio de los primeros. �La �ndole de tan sagrada instituci�n--discurr�a Juli�n--es opuesta a imp�dicos extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de t�rtola�; por eso alguna vez que el esposo se deslizaba a familiaridades m�s desp�ticas que tiernas, parec�ale al capell�n que la esposa sufr�a mucho, herida en su c�ndida modestia, en su decente compostura; figur�basele que la ca�da de sus p�rpados, su encendimiento, su silencio, eran muda protesta contra libertades impropias del honesto trato conyugal. Si ante �l suced�an tales cosas, a la mesa por ejemplo, Juli�n torc�a la cara, haci�ndose el distra�do, o alzaba el vaso para beber, o fing�a atender a los perros, que husmeaban por all�. Le asaltaba entonces un escr�pulo, de �sos que se quiebran de sutiles. Por muy perfecta casada que hiciese Nucha, su condici�n y virtudes la llamaban a otro estado m�s meritorio todav�a, m�s parecido al de los �ngeles, en que la mujer conserva como preciado tesoro su virginal limpieza. Sab�a Juli�n por su madre que Nucha manifestaba a veces inclinaci�n a la vida mon�stica, y daba en la man�a de deplorar que no hubiese entrado en un convento. Siendo Nucha tan buena para mujer de un hombre, mejor ser�a para esposa de Cristo; y las castas nupcias dejar�an intacta la flor de su inocencia corporal, poni�ndola para siempre al abrigo de las tribulaciones y combates que en el mundo nunca faltan. Esto de los combates le recordaba a Sabel. �Qui�n duda que su permanencia en casa era ya un peligro para la tranquilidad de la esposa leg�tima? No imaginaba Juli�n riesgos inmediatos, pero present�a algo amenazador para lo porvenir. �Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo caser�n solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capell�n le entraban a veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de all� a tan mala ralea. Pero cuando iba m�s determinado a hacerlo, tropezaba en la ego�sta tranquilidad del se�orito y en la resistencia pasiva, incontrastable del mayordomo. Sucedi� adem�s una cosa que aument� la dificultad de la barredura: la cocinera enviada de Santiago empez� a malhumorarse, quej�ndose de que no entend�a la cocina, de que la le�a no ard�a bien, del humo, de todo; Sabel, muy servicial, acudi� a ayudarla; y a los pocos d�as la cocinera, cansada de aldea, se despidi� con malos modos, y Sabel qued� en su sitio, sin que mediasen m�s f�rmulas para el reemplazo que asir el mango de la sart�n cuando la otra lo solt�. Juli�n no tuvo ni tiempo de protestar contra este cambio de ministerio y vuelta al antiguo r�gimen. Lo cierto es que la familia espuria se mostraba por entonces incomparablemente humilde: a Primitivo no se le encontraba sino llam�ndole cuando hac�a falta; Sabel se eclipsaba apenas dejaba la comida puesta a la lumbre y confiada al cuidado de las mozas de fregadero; el chiquillo parec�a haberse evaporado. Y con todo, al capell�n no le llegaba la camisa al cuerpo. �Si Nucha se enteraba! �Y qui�n duda que se enterar�a en el momento menos pensado? Por desgracia la nueva esposa mostraba afici�n suma a recorrer la casa, a informarse de todo, a escudri�ar los sitios m�s rec�nditos y trasconejados, verbigracia desvanes, bodegas, lagar, palomar, h�rreos, _tulla_, perreras, cochiqueras, gallinero, establos y _herbeiros_ o dep�sitos de forraje. No le llegaba a Juli�n la camisa al cuerpo, temblando que en alguna de estas dependencias recibiese Nucha a boca de jarro, por impensado incidente, la atroz revelaci�n. Y al mismo tiempo, �c�mo oponerse al �til merodeo del ama de casa hacendosa por sus dominios? Parec�a que con la joven se�ora entraban en cada rinc�n de los Pazos la alegr�a, la limpieza y el orden, y que la saludaba el r�pido bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibraci�n del rayo de sol proyectado en escondrijos y zahurdas donde las espesas telara�as no lo hab�an dejado penetrar desde a�os antes. Segu�a Juli�n a Nucha en sus exploraciones, a fin de vigilar y evitar, si cab�a, cualquier suceso desgraciado. Y en efecto, su intervenci�n fue provechosa cuando Nucha descubri� en el gallinero cierto pollo implume. El caso merece referirse despacio. Hab�a observado Nucha que en aquella casa de bendici�n las gallinas no pon�an jam�s, o si pon�an no se ve�a la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al a�o bastantes _ferrados_ de centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de s�. Lo que es cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el huevo; o�ase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se iba a ver el nido, se advert�a en �l suave calorcillo, se distingu�a la paja prensada se�alando en relieve la forma del huevo.... Y nada; que no se pod�a juntar ni para una mala tortilla. Nucha permanec�a ojo alerta. Un d�a que acudi� m�s diligente al cacareo delator, divis� agazapado en el fondo del gallinero, escondi�ndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos a�os. S�lo asomaban entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tir� de ellos y sali� el cuerpo, y tras del cuerpo las manos, en las cuales ven�a ya el plato que apetec�a el ama de casa, pues los huevos que el chico acababa de ocultar se le hab�an roto con la prisa, y la tortilla estaba all� medio hecha, batida por lo menos. --�Ah p�caro!--exclam� Nucha cogi�ndole y sac�ndole afuera, a la luz del corral--. �Te voy a desollar vivo, gran tunante! �Ya sabemos qui�n es el zorro que se come los huevos! Hoy te pongo el trasero en remojo, donde no lo veas. Agit�base y perneaba el ladr�n en miniatura; Nucha sinti� l�stima, imagin�ndose que sollozaba con desconsuelo. Apenas logr� verle un minuto la cara desvi�ndole de ella los brazos, pudo convencerse de que el muy insolente no hac�a sino re�rse a m�s y a mejor, y tambi�n notar la extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Juli�n, testigo inquieto de esta escena, se adelant� y quiso arrebat�rselo a Nucha. --D�jemelo usted, don Juli�n...--suplic� ella--. �Qu� guapo!, �qu� pelo!, �qu� ojos! �De qui�n es esta criatura? Nunca el timorato capell�n sinti� tantas ganas de mentir. No atin�, sin embargo. --Creo...--tartamude� atragant�ndose--, creo que... de Sabel, la que guisa estos d�as. --�De la criada? Pero.... �est� casada esa chica? Creci� la turbaci�n de Juli�n. De esta vez ten�a en la garganta una pera de ahogo. --No, se�ora; casada, no.... Ya sabe usted que... desgraciadamente... las aldeanas..., por aqu�... no es com�n que guarden el mayor recato.... Debilidades humanas. Sent�se Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo, empe��ndose en verle la cara mejor. �l porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando respingos de conejo mont�s cautivo y sujeto. S�lo se descubr�a su cabellera, el monte de rizos casta�os como la propia casta�a madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol. --Juli�n, �tiene usted ah� una pieza de dos cuartos? --S�, se�ora. --Toma, _rapaci�o_.... A ver si me pierdes el miedo. Fue eficaz el conjuro. Alarg� el chiquillo la mano, y meti� r�pidamente en el seno la moneda. Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, gracios�simo y correcto a la vez, como el de los amores de bronce que sostienen mecheros y l�mparas. Una risa entre picaresca y celestial alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plant� un beso en cada carrillo. --�Qu� monada! �Dios lo bendiga! �C�mo te llamas, peque�o? --Perucho--contest� el pilluelo con sumo desenfado. --�El nombre de mi marido!--exclam� la se�orita con viveza--. �Apostemos a que es su ahijado? �Eh? --Es su ahijado, su ahijado--se apresur� a declarar Juli�n, que desear�a ponerle al chico un tap�n en aquella boca risue�a, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intent� sacar la conversaci�n de terreno tan peligroso. --�Para qu� quer�as t� los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda. --Los vendo--declar� Perucho concisamente. --Con que los vendes, �eh? Tenemos aqu� un negociante.... �Y a qui�n los vendes? --A las mujeres de por ah�, que van a la _vila_.... --Sepamos, �a c�mo te pagan? --Dos cuartos por la _ducia_. --Pues mira--d�jole Nucha cari�osamente--, de aqu� en adelante me los vas a vender a m�, que te pagar� otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero re�irte ni enfadarme contigo. �Qui�! Vamos a ser muy amigotes t� y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones.... No andas muy decente que digamos. En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calz�n de estopa del chico hac�an irrupci�n sus fresqu�simas y lozanas carnes, cuya morbidez no alcanzaba a encubrir el fango y suciedad que les serv�a de vestidura, a falta de otra m�s decorosa. --�Angelitos!--murmur� Nucha--. �Parece mentira que los traigan as�! Yo no s� c�mo no se matan, c�mo no perecen de fr�o.... Juli�n, hay que vestir a este ni�o Jes�s. --S�, �buen ni�o Jes�s est� �l!--gru�� Juli�n--. El mism�simo enemigo malo, �Dios me perdone! No le tenga l�stima, se�orita; es un diablillo, m�s travieso que un mico.... Lo que no hice yo para ense�arle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas.... �Ni at�ndolo, se�orita, ni at�ndolo! Y est� m�s sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha ca�do dos veces al estanque este a�o, y de una por poco se ahoga. --Vaya, Juli�n, �qu� quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores. Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas.... �No tiene calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes, de �lamo.... Y le voy a predicar un serm�n a su madre para que me lo enjabone todos los d�as. Usted le va a dar lecci�n otra vez. O le haremos ir a la escuela, que ser� lo mejor. No hubo quien apease a Nucha de su caritativo prop�sito. Juli�n estaba con el alma en un hilo, temiendo que de semejante aproximaci�n resultase alguna cat�strofe. No obstante, la bondad natural de su coraz�n hizo que se interesase nuevamente por aquella obra p�a, que ya hab�a intentado sin fruto. Ve�a en ella mayor demostraci�n de la hermosura moral de Nucha. Parec�ale que era providencial el que la se�orita cuidase a aquel mal reto�o de tronco ruin. Y Nucha entretanto se divert�a infinito con su protegido; hac�ale gracia su propia desverg�enza, sus instintos truhanescos, su af�n por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su afici�n al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civiliz�ndole a la vez la piel y el esp�ritu. Obra de romanos, dec�a el capell�n. -XV- Por entonces se dedic� el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina. Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua casta�a; Juli�n los acompa�aba en mula; alguno de los perros favoritos del marqu�s se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos, vestidos con la ropa dominguera, la m�s bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito, empu�ando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de _tener mano_ de las monturas cuando se apeasen los jinetes. La tanda empez� por la se�ora jueza de Cebre. Abri� la puerta la criada en pernetas, que al ver a Nucha bajarse de su cabalgadura y arreglar los volantes del traje con el mango de la sombrilla, ech� a correr despavorida hacia el interior de la casa, clamando como si anunciase fuego o ladrones: --Se�ora.... �Ay, mi se�ora! �Unos se�ores...!, �hay unos se�ores aqu�! Ning�n eco respondi� a sus alaridos de consternaci�n; pero transcurridos breves minutos, apareci� en el zagu�n el juez en persona, deshaci�ndose en excusas por la torpeza de la muchacha: era inconcebible el trabajo que costaba domesticarlas; se les repet�a mil veces la misma cosa, y nada, no aprend�an a recibir a las... pues... de la manera que.... Al murmurar as�, arqueaba el codo ofreciendo a Nucha el sost�n de su brazo para subir la escalera; y siendo �sta tan angosta que no cab�an dos personas de frente, la se�ora de Moscoso pasaba los mayores trabajos del mundo intentando asirse con las yemas de los dedos al brazo del buen se�or, que sub�a dos escalones antes que ella todo torcido y sesgado. Llegados a la puerta de la sala, el juez empez� a palparse, buscando ansiosamente algo en los bolsillos, articulando a media voz monos�labos entrecortados y exclamaciones confusas. De repente exhal� una especie de bramido terrible. --Pepa.... �Pepaaa�! Se oy� el �_clac_! de los pies descalzos, y el juez interpel� a la f�mula: --La llave, �vamos a ver? �D�nde Judas has metido la llave? Pepa se la alargaba ya a toda prisa, y el juez, cambiando de tono y pasando de la m�s furiosa ronquera a la m�s meliflua dulzura, empuj� la puerta y dijo a Nucha: --Por aqu�, se�ora m�a, por aqu�..., tenga usted la bondad.... La sala estaba completamente a oscuras. Nucha tropez� con una mesa, a tiempo que el juez repet�a: --Tenga usted la bondad de sentarse, se�ora m�a.... Usted dispense.... La claridad que ba�� la habitaci�n, una vez abiertas las maderas de la ventana, permiti� a Nucha distinguir al fin el sof� de _repis_ azul, los dos sillones haciendo juego, el velador de caoba, la alfombra tendida a los pies del sof� y que representaba un feroc�simo tigre de Bengala, color de canela fina. Al juez todo se le volv�a acomodar a los visitadores, insistiendo mucho en si al marqu�s de Ulloa le conven�a la luz de frente o estar�a mejor de espaldas a la vidriera; al mismo tiempo lanzaba ojeadas de sobresalto en derredor, porque le iba sabiendo mal la tardanza de su mujer en presentarse. Esforz�base en sostener la conversaci�n, pero su sonrisa ten�a la contracci�n de una mueca, y su ojo severo se volv�a hacia la puerta muy a menudo. Al cabo se oy� en el corredor crujido de enaguas almidonadas: la se�ora jueza entr�, sofocada y compuesta de fresco, seg�n claramente se ve�a en todos los pormenores de su tocado; acababa de embutir su respetable humanidad en el cors�, y sin embargo no hab�a logrado abrochar los �ltimos botones del corpi�o de seda; el mo�o postizo, colocado a escape, se torc�a inclin�ndose hacia la oreja izquierda; tra�a un pendiente desabrochado, y no habi�ndole llegado el tiempo para calzarse, escond�a con mil trabajos, entre los volantes pomposos de la falda de seda, las babuchas de orillo. Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atav�o de la jueza, que pasaba por el figur�n vivo de Cebre, y a hurtadillas sonri� a Juli�n mostr�ndole con imperceptible gui�o los collares, dijes y broches que luc�a en el cuello la se�ora, mientras �sta a su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la reci�n casada santiaguesa. La visita fue corta, porque el marqu�s deseaba _cumplir_ aquel mismo d�a con el Arcipreste, y la parroquia de Loiro distaba una legua por lo menos de la villita de Cebre. Se despidieron de la autoridad judicial tan ceremoniosamente como hab�an entrado, con los mismos requilorios de brazo y acompa�amiento y muchos ofrecimientos de casa y persona. Era preciso para ir a Loiro internarse bastante en la monta�a, y seguir una senda llena de despe�aderos y precipicios, que s�lo se hac�a practicable al acercarse a los dominios del arciprestazgo, vastos y ricos alg�n d�a, hoy casi anulados por la desamortizaci�n. La rectoral daba se�ales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zagu�n, los se�ores de Ulloa sintieron la impresi�n del fr�o subterr�neo de una ancha cripta abovedada, donde la voz humana retumbaba de un modo extra�o y solemne. Por la escalera de anchos pelda�os y monumental bala�stre de piedra bajaba dificultosamente, con la lentitud y el balanceo con que caminan los osos puestos en dos pies, una pareja de seres humanos monstruosa, deforme, que lo parec�a m�s vi�ndola as� reunida: el Arcipreste y su hermana. Ambos jadeaban: su dificultosa respiraci�n parec�a el resuello de un accidentado; las triples roscas de la papada y el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro inyectadas de sangre espesa; y cuando se volv�an de espaldas, en el mismo sitio en que el Arcipreste luc�a la tonsura ostentaba su hermana un mo�ito de pelo gris, an�logo al que gastan los toreros. Nucha, a quien el recibimiento del juez y el tocado de su se�ora hab�an puesto de buen humor, volvi� a sonre�r disimuladamente, sobre todo al notar los _quidproquos_ de la conversaci�n, producidos por la sordera de los dos respetables hermanos. No desmintiendo �stos la hospitalaria tradici�n campesina, hicieron pasar a los visitadores, quieras no quieras, al comedor, donde un m�rmol se hubiera re�do tambi�n observando c�mo la mesa del refresco, la misma en que com�an a diario los due�os de casa, ten�a dos escotaduras, una frente a otra, sin duda destinadas a alojar desahogadamente la rotundidad de un par de abd�menes gigantescos. El regreso a los Pazos fue animado por comentarios y bromas acerca de las visitas: hasta Juli�n dio de mano a su formalidad y a su indulgencia acostumbrada para divertirse a cuenta de la mesa escotada y del almac�n de quincalla que la se�ora jueza luc�a en el pescuezo y seno. Pensaban con regocijo en que al d�a siguiente se les preparaba otra excursi�n del mismo g�nero, sin duda igualmente divertida: toc�bales ver a las se�oritas de Molende y a los se�ores de Limioso. Salieron de los Pazos tempranito, porque bien necesitaban toda la larga tarde de verano para cumplir el programa; y acaso no les alcanzar�a, si no fuese porque a las se�oritas de Molende no las encontraron en casa; una mocetona que pasaba cargada con un haz de hierba explic� dif�cilmente que las se�oritas _iban en_ la feria de Vilamorta, y sabe Dios cu�ndo volver�an de all�. Le pes� a Nucha, porque las se�oritas, que hab�an estado en los Pazos a verla, le agradaban, y eran los �nicos rostros juveniles, las �nicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la ch�chara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no pod�a olvidar. Dejaron un recado de atenci�n a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de Limioso. El camino era dif�cil y se retorc�a en espiral alrededor de la monta�a; a uno y otro lado, las cepas de vi�a, cargadas de follaje, se inclinaban sobre �l como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba a la luz del sol poniente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya. Era la se�orial mansi�n de Limioso, un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en la escarpada umbr�a del montecillo solitario, tras del cual, en el horizonte, se alzaba la c�spide majestuosa del inaccesible Pico Leiro. No se conoc�a en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona m�s linajuda ni m�s vieja, y a cuyo nombre a�adiesen los labriegos con acento m�s respetuoso el calificativo de _Pazo_, _palacio_, reservado a las moradas hidalgas. Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parec�a deshabitado, lo cual aumentaba la impresi�n melanc�lica que produc�a su desmantelado palomar. Por todas partes indicios de abandono y ruina: las ortigas obstru�an la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las vidrieras, por la raz�n plausible de que tales vidrieras no exist�an, y aun alguna madera, arrancada de sus goznes, pend�a torcida, como un jir�n en un traje usado. Hasta las rejas de la planta baja, devoradas de or�n, sub�an las plantas par�sitas, y festones de yedra seca y raqu�tica corr�an por entre las junturas desquiciadas de las piedras. Estaba el port�n abierto de par en par, como puerta de quien no teme a ladrones; pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el piso herboso del patio, respondieron asm�ticos ladridos y un mast�n y dos perdigueros se abalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el poco br�o que les quedaba, pues ninguno de aquellos bichos ten�a m�s que un erizado pelaje sobre una armaz�n de huesos prontos a agujerearlo al menor descuido. El mast�n no pod�a, literalmente, ejecutar el esfuerzo del ladrido: tembl�banle las patas, y la lengua le sal�a de un palmo entre los dientes, amarillos y ro�dos por la edad. Apacigu�ronse los perdigueros a la voz del se�or de Ulloa, con quien hab�an cazado mil veces; no as� el mast�n, resuelto sin duda a morir en la demanda, y a quien s�lo acall� la aparici�n de su amo el se�orito de Limioso. �Qui�n no conoce en la monta�a al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos, al infatigable cazador, al ac�rrimo tradicionalista? _Ramonci�o_ Limioso contar�a a la saz�n poco m�s de veintis�is a�os, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y sus facciones todas ten�an una gravedad melanc�lica y dignidad alg�n tanto burlesca para quien por primera vez lo ve�a. Su entristecido arqueo de cejas le prestaba vaga semejanza con los retratos de Quevedo; su pescuezo, flaco, ped�a a voces la golilla, y en vez de la vara que ten�a en la mano, la imaginaci�n le otorgaba una espada de cazoleta. Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gab�n ra�do, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se pod�a dudar que, con sus pobres trazas, Ram�n Limioso era un verdadero _se�or desde sus principios_--as� dec�an los aldeanos--y no _hecho a pu�etazos_, como otros. Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en la naturalidad galante con que le ofreci� no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda para que en ellos apoyase la palma de su diestra la se�ora de Ulloa. Y con el decoro propio de un paso de minueto, la pareja entr� por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que conduc�a al claustro, no sin peligro de rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables escalones. El tejado del claustro era un puro calado; ve�anse, al trav�s de las tejas y las vigas, innumerables retales de terciopelo azul celeste; la cr�a de las golondrinas piaba dulcemente en sus nidos, cobijados en el sitio m�s favorable, tras el blas�n de los Limiosos, repetido en el capitel de cada pilar en tosca escultura--tres peces bogando en un lago, un le�n sosteniendo una cruz--. Fue peor cuando entraron en la antesala. Muchos a�os hac�a que la polilla y la vetustez hab�an dado cuenta de la tablaz�n del piso; y no alcanzando, sin duda, los medios de los Limiosos a echar piso nuevo, se hab�an contentado con arrojar algunas tablas sueltas sobre los pontones y las vigas, y por tan peligroso camino cruz� tranquilamente el se�orito, sin dejar de ofrecer los dedos a Nucha, y sin que �sta se atreviese a solicitar m�s firme apoyo. Cada tabl�n en que sentaban el pie se alzaba y bland�a, descubriendo abajo la negra profundidad de la bodega, con sus cubas vestidas de telara�as. Atravesaron imp�vidos el abismo y penetraron en la sala, que al menos pose�a un piso clavado, aunque en muchos sitios roto y en todos casi reducido a polvo sutil por el taladro de los insectos. Nucha se qued� inm�vil de sorpresa. En un �ngulo de la sala medio desaparec�a bajo un gran acervo de trigo un mueble soberbio, un vargue�o incrustado de concha y marfil; en las paredes, del bet�n de los cuadros viejos y ahumados se destacaba a lo mejor una pierna de santo martirizado, toda contra�da, o el anca de un caballo, o una cabeza carrilluda de angelote; frente a la esquina del trigo, se alzaba un estrado revestido de cuero de C�rdoba, que a�n conservaba su rica coloraci�n y sus oros intensos; ante el estrado, en semic�rculo, magn�ficos sitiales escultados, con asiento de cuero tambi�n; y entre el trigo y el estrado, sentadas en _tallos_ (asientos de tronco de roble bruto, como los que usan los labriegos m�s pobres), dos viejas secas, p�lidas, derechas, vestidas de h�bito del Carmen, �hilaban! Jam�s hab�a cre�do la se�ora de Moscoso que ver�a hilar m�s que en las novelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espect�culo de aquellas dos estatuas bizantinas, que tales parec�an por su quietud y los r�gidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entr�. En nombre de las dos estatuas--que eran las t�as paternas del se�orito de Limioso--hab�a visitado �ste a Nucha; viv�a tambi�n en el Pazo el padre, paral�tico y encamado, pero a �ste nadie le echaba la vista encima; su existencia era como un mito, una leyenda de la monta�a. Las dos ancianas se irguieron y tendieron a Nucha los brazos con movimiento tan simult�neo que no supo a cu�l de ellas atender, y a la vez y en las dos mejillas sinti� un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompa�ado del roce de una piel inerte. Sinti� tambi�n que le as�an las manos otras manos despojadas de carne, consuntas, amojamadas y momias; comprendi� que la guiaban hacia el estrado, y que le ofrec�an uno de los sitiales, y apenas se hubo sentado en �l, conoci� con terror que el asiento se desvencijaba, se hund�a; que se largaba cada pedazo del sitial por su lado sin crujidos ni resistencia; y con el instinto de la mujer encinta, se puso de pie, dejando que la �ltima prenda del esplendor de los Limiosos se derrumbase en el suelo para siempre.... Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochec�a, y sin que se lo comunicasen, sin que ellos mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello, callaron todo el camino porque les oprim�a la tristeza inexplicable de las cosas que se van. -XVI- Deb�a el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cos�a sin descanso prendas menudas semejantes a ropa de mu�ecas. A pesar de la asiduidad en la labor, no se desmejoraba, al contrario, parec�a que cada pasito de la criatura hacia la luz del d�a era en beneficio de su madre. No pod�a decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se llenaban, volvi�ndose suaves curvas lo que antes eran �ngulos y planicies. Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por _pa�o_. Su pelo negro parec�a m�s brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y m�s h�medos; su boca, m�s fresca y roja. Su voz se hab�a timbrado con notas graves. En cuanto al natural aumento de su persona, no era mucho ni la afeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota en el de la Virgen en los cuadros que representan la Visitaci�n. La colocaci�n de sus manos, extendidas sobre el vientre como para protegerlo, completaba la analog�a con las pinturas de tan tierno asunto. Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa durante aquella temporada de expectaci�n. Olvidando sus acostumbradas correr�as por montes y riscos, la sacaba todas las tardes, sin faltar una, a dar pase�tos higi�nicos, que crec�an gradualmente; y Nucha, apoyada en su brazo, recorr�a el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden, sent�ndose en los murallones y en los ribazos al sentirse muy fatigada. Don Pedro atend�a a satisfacer sus menores deseos: en ocasiones se mostraba hasta galante, tray�ndole las flores silvestres que le llamaban la atenci�n, o ramas de madro�o y zarzamora cuajadas de fruto. Como a Nucha le causaban fuerte sacudimiento nervioso los tiros, no llevaba jam�s el se�orito su escopeta, y hab�a prohibido expresamente a Primitivo cazar por all�. Parec�a que la le�osa corteza se le iba cayendo, poco a poco, al marqu�s, y que su coraz�n brav�o y ego�sta se inmutaba, dejando asomar, como entre las grietas de la pared, florecillas par�sitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello no era el matrimonio cristiano so�ado por el excelente capell�n, viven los cielos que deb�a asemej�rsele mucho. Juli�n bendec�a a Dios todos los d�as. Su devoci�n hab�a vuelto, no a renacer, pues no muriera nunca, pero s� a reavivarse y encenderse. A medida que se acercaba la hora cr�tica para Nucha, el capell�n permanec�a m�s tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa; prolongaba m�s las letan�as y el rosario; pon�a m�s alma y fervor en el cuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta dos novenas devot�simas, una a la Virgen de Agosto, otra a la Virgen de Septiembre. Figur�basele este culto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicci�n cada vez m�s firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Se�ora, en cuanto una mujer concebida en pecado puede serlo. Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Juli�n sentado en el poyo de su ventana, engolfado en la lectura del P. Nieremberg. Sinti� pasos precipitados en la escalera. Conoci� el modo de pisar de don Pedro. El rostro del se�or de Ulloa derramaba satisfacci�n. --�Hay novedades?--pregunt� Juli�n soltando el libro. --�Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape. --�Y han ido a Cebre por el m�dico? --Va all� Primitivo. Juli�n torci� el gesto. --No hay que asustarse.... Detr�s de �l van a salir ahora mismo otros dos propios. Quer�a ir yo en persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin m�. --Lo mejor ser�a ir yo tambi�n por si acaso--exclam� Juli�n--. Aunque sea a pie y de noche.... Lanz� don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas. --�Usted!--clam� sin cesar de re�r--. �Vaya una ocurrencia, don Juli�n! El capell�n baj� los ojos y frunci� el rubio ce�o. Sent�a cierta verg�enza de su sotana, que le inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era hombre, de modo que tampoco pod�a penetrar en la c�mara donde se cumpl�a el misterio. S�lo ten�an derecho a ello dos varones: el esposo y el _otro_, el que Primitivo iba a buscar, el representante de la ciencia humana. Acongoj�se el esp�ritu de Juli�n pensando en que el recato de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quiz�s como se trata a los cad�veres en la mesa de anatom�a: como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendi� que se apocaba y aflig�a. --Ll�meme usted si para algo me necesita, se�or marqu�s--murmur� con desmayada voz. --Mil gracias, hombre.... Ven�a �nicamente a darle a usted la buena noticia. Don Pedro volvi� a bajar la escalera r�pidamente silbando una _riveirana_, y el capell�n, al pronto, se qued� inm�vil. Pas�se luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Mir� a la pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y lentejuelas, escogi� dos: una de San Ram�n Nonnato y otra de Nuestra Se�ora de la Angustia, sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. �l la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero no la ten�a, ni se hab�a acordado mucho de tal advocaci�n hasta aquel instante. Desembaraz� la c�moda de los cachivaches que la obstru�an y puso encima, de pie, las estampas. Abri� despu�s el caj�n, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tom� un par, las acomod� en candeleros de lat�n, y arm� su _altarito_. As� que la luz amarillenta de los cirios se reflej� en los adornos y cristal de los cuadros, el alma de Juli�n sinti� consuelo inefable. Lleno de esperanza, el capell�n se reprendi� a s� mismo por haberse juzgado in�til en momentos semejantes. ��l in�til! Cabalmente le incumb�a lo m�s importante y preciso, que es impetrar la protecci�n del cielo. Y arrodill�ndose henchido de fe, dio principio a sus oraciones. El tiempo corr�a sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez reconoci� Juli�n que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanec�a la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorpor� tambale�ndose. Una persona entr�. Era Sabel, a quien el capell�n mir� con sorpresa, pues hac�a bastante tiempo que no se presentaba all�. --De parte del se�orito, que baje a cenar. --�Ha venido su padre de usted? �Ha llegado el m�dico?--interrog� ansiosamente Juli�n, no atrevi�ndose a preguntar otra cosa. --No, se�or.... De aqu� a Cebre hay un bocadito. En el comedor encontr� Juli�n al marqu�s cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas m�s que de costumbre. Juli�n trat� de imitar aquel sosiego, sent�ndose y extendiendo la servilleta. --�Y la se�orita?--pregunt� con af�n. --�Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto. --�Necesitar� algo mientras usted est� aqu�? --No. Tiene all� a su doncella, la Filomena. Sabel tambi�n ayuda para cuanto se precise. Juli�n no contest�. Sus reflexiones val�an m�s para calladas que para dichas. Era una monstruosidad que Sabel asistiese a la leg�tima esposa; pero si no se le ocurr�a al marido, �qui�n ten�a valor para insinu�rselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carec�a de experiencia dom�stica, ni dejar�a de ser �til. Not� Juli�n que el marqu�s, a diferencia de algunas horas antes, parec�a malhumorado e impaciente. Recelaba el capell�n interrogarle. Determin�se al fin. --�Y... dar� tiempo a que llegue el m�dico? --�Que si da tiempo?--respondi� el se�orito embaulando y mascando con col�rica avidez--. �Como no lo d� de m�s! Estas se�oritas finas son muy delicadas y dif�ciles para todo.... Y cuando no hay un gran f�sico.... Si fuese por el estilo de su hermana Rita.... Descarg� un porrazo con el vaso en la mesa, y a�adi� sentenciosamente: --Son una calamidad las mujeres de los pueblos.... Hechas de alfe�ique.... Le aseguro a usted que tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los s�ncopes, que.... �Melindres, diantre! �Melindres a que las acostumbran desde peque�as! Peg� otro trompis y se levant�, dejando solo en el comedor a Juli�n. No sab�a �ste qu� hacer de su persona, y pens� que lo mejor era emprender de nuevo pl�tica con los santos. Subi�. Las velas segu�an ardiendo, y el capell�n volvi� a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no se o�an m�s ruidos que el viento de la noche al gemir en los casta�os, y el hondo sollozo del agua en la represa del cercano molino. Sent�a Juli�n cosquilleo y agujetas en los muslos, fr�o en los huesos y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces mir� hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la pobrecita, que sufr�a all� abajo, le detuvo. D�bale verg�enza ceder a la tentaci�n. Mas sus ojos se cerraban, su cabeza, ebria de sue�o, ca�a sobre el pecho. Se tendi� vestido, prometi�ndose despabilarse al punto. Despert� cuando ya era de d�a. Al encontrarse vestido, se acord�, y trat�ndose mentalmente de marmota y le�o, pens� si ya estar�a en el mundo el nuevo Moscoso. Baj� apresurado, frot�ndose los p�rpados, medio aturdido a�n. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con M�ximo Juncal, el m�dico de Cebre, con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquet�n de pa�o pardo, botas y espuelas. --�Llega usted ahora mismo?--pregunt� asombrado el capell�n. --S�, se�or.... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta �l y otros dos, pero que no les abri� nadie.... Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios manda.... En fin, que hasta el amanecer no me lleg� el aviso. De cualquier manera parece que vengo muy a tiempo todav�a.... Primeriza al fin y al cabo.... Estas batallas acostumbran durar bastante.... All� voy a ver qu� ocurre.... Precedido de don Pedro, ech� a andar l�tigo en mano y reson�ndole las espuelas, de modo que la imagen b�lica que acababa de emplear parec�a exacta, y cualquiera le tomar�a por el general que acude a decidir con su presencia y sus �rdenes la victoria. Su continente resuelto infund�a confianza. Reapareci� a poco pidiendo una taza de caf� bien caliente, pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al se�orito le sirvieron chocolate. Emiti� el m�dico su dictamen facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo. Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda costa saber si hab�a peligro. --No, se�or; no, se�or--contest� M�ximo desliendo el az�car con la cucharilla y echando ron en el caf�--. Si se presentan dificultades, estamos aqu�.... T�, Sabel: una copita peque�a. En la copita peque�a escanci� tambi�n ron, que palade� mientras el caf� se enfriaba. El marqu�s le tendi� la petaca llena. --Muchas gracias...--pronunci� el m�dico encendiendo un habano--. Por ahora estamos a ver venir. La se�ora es novicia, y no muy fuerte.... A las mujeres se les da en las ciudades la educaci�n m�s antihigi�nica: cors� para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la sangre.... Mil veces mejor preparadas est�n las aldeanas para el gran combate de la gestaci�n y alumbramiento, que al cabo es la verdadera funci�n femenina. Sigui� explanando su teor�a, queriendo manifestar que no ignoraba las m�s recientes y osadas hip�tesis cient�ficas, alardeando de materialismo higi�nico, ponderando mucho la acci�n bienhechora de la madre naturaleza. Ve�ase que era mozo inteligente, de bastante lectura y determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez y secura de sus delgados labios, no promet�an salud robusta. Aquel fan�tico de la higiene no predicaba con el ejemplo. Asegur�base que ten�a la culpa el ron y una panadera de Cebre, con salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas. Don Pedro chupaba tambi�n con ensa�amiento su cigarro y rumiaba las palabras del m�dico, que por extra�o caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia nov�sima y otro virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. Tambi�n el hidalgo rancio pensaba que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagaci�n de la especie. Lo contrario le parec�a un crimen. Acord�base mucho, mucho, con extra�os remordimientos casi incestuosos, del robusto tronco de su cu�ada Rita. Tambi�n record� el nacimiento de Perucho, un d�a que Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que �l era de Dios como los dem�s y necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante. --Diga, M�ximo.... �le parece que mi mujer podr� criar? M�ximo se ech� a re�r, saboreando el ron. --No pedir goller�as, se�or don Pedro.... �Criar! Esa funci�n augusta exige complexi�n muy vigorosa y predominio del temperamento sangu�neo.... No puede criar la se�ora. --Ella es la que se empe�a en eso--dijo con despecho el marqu�s--; yo bien me figur� que era un disparate... por m�s que no cre� a mi mujer tan endeble.... En fin, ahora tratamos de que no nazca el ni�o para rabiar de hambre. �Tendr� tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero, aquella mocetona, �no sabe usted?... --�Pues no he de saber? �Gran vaca! Tiene usted ojo m�dico.... Y est� parida de dos meses. Lo que no s� es si los padres la dejar�n venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren divulgar lo de la hija. --�M�sica celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza.... A m� no me levanta la voz un casero m�o. �Hay tiempo o no de ir all�? --Tiempo, s�. Ojal� acab�semos antes; pero no lleva trazas. Cuando el se�orito sali�, M�ximo se sirvi� otra copa de ron y dijo en confianza al capell�n: --Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado a don Pedro. �Cu�ndo se convencer�n estos se�oritos de que un casero no es un esclavo? As� andan las cosas de Espa�a: mucho de revoluci�n, de libertad, de derechos individuales.... �Y al fin, por todas partes la tiran�a, el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, �qu� es esto sino reproducir los ominosos tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, �zas!, pues contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, �zas!, si no quieres dar de mamar de grado a mi chiquillo, le dar�s por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted. Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales. --No se�or; no me escandalizo--contest� apaciblemente Juli�n--. Al contrario.... Me dan ganas de re�r porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qu� m�s querr� la hija de Felipe que servir de ama de cr�a en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar.... Fig�rese. --�Y el albedr�o? �Quiere usted coartar el albedr�o, los derechos individuales? Sup�ngase que la muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y ventajas que usted dice.... �No es un acto abusivo traerla aqu� de la trenza, porque es hija de un casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro est�. Visti�ndose por la cabeza, no se puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. �Acert�? No me diga usted que no. --Yo no tengo ideas pol�ticas--asever� Juli�n sosegadamente; y de pronto, como recordando, a�adi�:--�Y no ser�a bien dar una vuelta a ver c�mo lo pasa la se�orita? --�Pchs!... No hago por ahora gran falta all�, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron, �eh? Hasta dentro de un instante. Volvi� en breve, e instal�ndose ante la copa mostr� querer reanudar la conversaci�n pol�tica, a la cual profesaba desmedida afici�n, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces se encend�a y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se llegaba a vociferar y a injuriarse le esparc�an la estancada bilis, y la funci�n digestiva y respiratoria se le activaba, produci�ndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia de la laringe y del cerebro le desinfartaba el h�gado. --�Con que usted no tiene ideas pol�ticas? A otro perro con ese hueso, padre Juli�n.... Todos los p�jaros de pluma negra vuelan hacia atr�s, no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la prueba: �qu� piensa usted de la revoluci�n? �Est� usted conforme con la libertad de cultos? Aqu� te quiero, escopeta. �Est� usted de acuerdo con Su�er? --�Vaya unas cosas que tiene el se�or don M�ximo! �C�mo he de estar de acuerdo con Su�er? �No es �se que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? �Dios le alumbre! --Hable claro: �usted piensa como el abad de San Clemente de Bo�n? �se dice que a Su�er y a los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. �Usted qu� opina? --Son dichos de acaloramiento.... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca. --Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando la tonter�a del pr�jimo, puede darse buena vida con los capones y cabritos de los feligreses.... No me negar� usted esto. --Todos somos pecadores, don M�ximo. --Y a�n puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., �eh? No sofocarse. --S�, se�or. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuvi�semos privilegio para no pecar, est�bamos bien; nos hab�amos salvado en el momento mismo de la ordenaci�n, que no era floja ganga. Cabalmente, la ordenaci�n nos impone deberes m�s estrechos que a los dem�s cristianos, y es doblemente dif�cil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo que requerir�a el camino de perfecci�n en que debemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se necesita, aparte de nuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ah� es nada. D�jolo en tono tan sincero y sencillo, que el m�dico amain� por algunos instantes. --Si todos fuesen como usted, don Juli�n.... --Yo soy el �ltimo, el peor. No se f�e usted en apariencias. --�Qui�! Los dem�s son buenas piezas, buenas..., y ni con la revoluci�n hemos conseguido minarles el terreno.... Le parecer� a usted mentira lo que ama�aron estos d�as para dar gusto a ese bandido de Barbacana.... No hall�ndose en antecedentes, Juli�n guardaba silencio. --Fig�rese usted--refiri� el m�dico--que Barbacana tiene a sus �rdenes otro facineroso, un paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va y viene a Portugal a salto de mata, porque una noche cosi� a pu�aladas a su mujer y al amante.... Hace poco parece que le ech� mano la justicia, pero Barbacana se empe�� en librarlo, y tanto sudaron �l y los curas, que el hombre sali� bajo fianza, y se pasea por ah�.... De modo que, a pesar de los pesares, nos tiene usted como siempre, mandados por el infame Barbacana. --Pero--objet� Juli�n--yo he o�do que aqu�, cuando no reina Barbacana, reina otro cacique peor, que le llaman Trampeta, por los enredos y diabluras que arma a los pobres paisanos chup�ndoles el tu�tano.... Con que por fas o por nefas. --Eso.... Eso tiene algo de verdad..., pero mire usted, al menos Trampeta no se propone levantar partidas.... Con Barbacana es preciso concluir, pues corresponde con las juntas carlistas de la provincia para llevar el pa�s a fuego y sangre.... �Es usted partidario del ni�o Terso? --Ya le dije que no tengo opiniones. --Es que no le da la gana de disputar. --Francamente, don M�ximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobre se�orita... pensando en lo que puede sucederle. Y no entiendo de pol�tica...; no se r�a usted..., no entiendo. S�lo entiendo de decir misa; y el caso es que no la he dicho hoy todav�a, y mientras no la diga no me desayuno, y el est�mago se me va.... Aplicar� la misa por la necesidad presente. Yo no puedo--a�adi� con cierta melancol�a--prestarle a la se�orita otro auxilio. March�se, dejando al m�dico sorprendido de encontrar un cura que rehu�a entrar en pol�ticas discusiones, que por aquellos d�as reemplazaban a las teol�gicas en todas las sobremesas patronales, y celebr� su misa con gran atenci�n y minuciosidad en las ceremonias. El repique de la campanilla del ac�lito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vac�a. O�anse fuera gorjeos de p�jaros en los �rboles del huerto, lejano chirrido de carros que sal�an al trabajo, rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ram�n Nonnato, elegida para la circunstancia; y cuando el celebrante pronunci� �_ejus nobis intercessione concede, ut a peccatorum vinculis absoluti_...�, pareci�le que las cadenas de dolor que ligaban a la pobre virgencita--que a�n entonces se la representaba como tal el capell�n--se romp�an de golpe, dej�ndola libre, gozosa y radiante, con la m�s feliz maternidad. Sin embargo, cuando regres� a la casa no hab�a indicios de la susodicha ruptura de cadenas. En vez de las apresuradas idas y venidas de criados que siempre indican alg�n acontecimiento trascendental, not� una calma de mal ag�ero. El se�orito no volv�a: verdad es que Castrodorna distaba bastante de los Pazos. Fue preciso sentarse a la mesa sin �l. El m�dico no intent� disputar m�s, porque a su vez empezaba a hallarse preocupado con la flema del heredero de los Moscosos. Hay que decir, en abono del discutidor higienista, que tomaba su profesi�n por lo serio, y la respetaba tanto como Juli�n la suya. Prob�balo su misma man�a de la higiene y su culto de la salud, culto infundido por librotes modernos que sustituyen al Dios del Sina� con la diosa Higia. Para M�ximo Juncal, inmoralidad era sin�nimo de escrofulosis, y el deber se parec�a bastante a una perfecta oxidaci�n de los elementos asimilables. Disculp�base a s� propio ciertos extrav�os, por tener un tanto obstruidas las v�as hep�ticas. En aquel momento, el peligro de la se�ora de Moscoso despertaba su instinto de lucha contra los males positivos de la tierra: el dolor, la enfermedad, la muerte. Comi� distra�damente, y s�lo bebi� dos copas de ron. Juli�n apenas pas� bocado; preguntaba de tiempo en tiempo: --�Qu� ocurrir� por all�, don M�ximo? Ces� de preguntar cuando el m�dico le hubo dado, a media voz, algunos detalles, empleando t�rminos t�cnicos. La noche ca�a. M�ximo apenas sal�a del cuarto de la paciente. Sinti�se Juli�n tan triste y solo, que ya se dispon�a a subir y encender su altar, para disfrutar al menos la compa��a de las velas y los cuadritos. Pero don Pedro entr� impetuosamente, como una r�faga de viento huracanado. Tra�a de la mano una muchachona color de tierra, un castillo de carne: el tipo cl�sico de la vaca humana. -XVII- Que M�ximo Juncal, ya que es su oficio, reconozca detenidamente la cuenca del r�o l�cteo de la poderosa bestiaza, conducida por el marqu�s de Ulloa, no sin asombro de las gentes, en el borr�n delantero de la silla de su yegua, por no haber en Castrodorna otros medios de transporte, y no permitir la impaciencia de don Pedro que el ama viniese a pie. La yegua recordar� toda la vida, con temblor general de su cuerpo, aquella jornada memorable en que tuvo que sufrir a la vez el peso del actual representante de los Moscosos y el de la nodriza del Moscoso futuro. Cay�ronsele a don Pedro las alas del coraz�n cuando vio que su heredero no hab�a llegado todav�a. En aquel momento le pareci� que un suceso tan pr�ximo no se verificar�a jam�s. Apur� a Sabel reclamando la cena, pues tra�a un hambre feroz. Sabel la sirvi� en persona, por hallarse aquel d�a muy ocupada Filomena, la doncella, que acostumbraba atender al comedor. Estaba Sabel fresca y apetecible como nunca, y las floridas carnes de su arremangado brazo, el brillo cobrizo de las conchas de su pelo, la melosa ternura y sensualidad de sus ojos azules, parec�an contrastar con la situaci�n, con la mujer que sufr�a atroces tormentos, medio agonizando, a corta distancia de all�. Hac�a tiempo que el marqu�s no ve�a de cerca a Sabel. M�s que mirarla, se puede decir que la examin� despacio durante algunos minutos. Repar� que la moza no llevaba pendientes y que ten�a una oreja rota; entonces record� hab�rsela partido �l mismo, al aplastar con la culata de su escopeta el zarcillo de filigrana, en un arrebato de brutales celos. La herida se hab�a curado, pero la oreja ten�a ahora dos l�bulos en vez de uno. --�No duerme nada la se�orita?--preguntaba Juli�n al m�dico. --A ratos, entre dolor y dolor.... Precisamente me gusta a m� bien poco ese sopor en que cae. Esto no adelanta ni se grad�a, y lo peor es que pierde fuerzas. Cada vez se me pone m�s d�bil. Puede decirse que lleva cuarenta y ocho horas sin probar alimento, pues me confes� que antes de avisar a su marido, mucho antes, ya se sinti� mal y no pudo comer.... Esto de los sue�ecitos no me hace til�n. Para m�, m�s que modorra, son verdaderos s�ncopes. Don Pedro apoyaba con desaliento la cabeza en el cerrado pu�o. --Estoy convencido--dijo enf�ticamente--de que semejantes cosas s�lo les pasan a las se�oritas educadas en el pueblo y con ciertas impertinencias y repulgos.... Que les vengan a las mozas de por aqu� con s�ncopes y desmayos.... Se atizan al cuerpo media olla de vino y despachan esta faena cantando. --No, se�or, hay de todo.... Las linf�tico-nerviosas se aplanan.... Yo he tenido casos.... Explic� detenidamente varias lides, no muchas a�n, porque empezaba a asistir, como quien dice. �l estaba por la expectativa: el mejor comadr�n es el que m�s sabe aguardar. Sin embargo, se llega a un grado en que perder un segundo es perderlo todo. Al aseverar esto, paladeaba sorbos de ron. --�Sabel?--llam� de repente. --�Qu� quiere, se�orito M�ximo?--contest� la moza con solicitud. --�D�nde me han puesto una caja que traje? --En su cuarto, sobre la cama. --�Ah!, bueno. Don Pedro mir� al m�dico, comprendiendo de qu� se trataba. No as� Juli�n, que asustado por el hondo silencio que sigui� al di�logo de M�ximo y Sabel, interrog� indirectamente para saber qu� encerraba la caja misteriosa. --Instrumentos--declar� el m�dico secamente. --�Instrumentos..., para qu�?--pregunt� el capell�n, sintiendo un sudor que le rezumaba por la ra�z del cabello. --Para operarla, �qu� demonio! Si aqu� se pudiese celebrar junta de m�dicos, yo dejar�a quiz�s que la cosa marchase por sus pasos contados; pero recae sobre m� exclusivamente la responsabilidad de cuanto ocurra. No me he de cruzar de brazos, ni dejarme sorprender como un bolonio. Si al amanecer ha aumentado la postraci�n y no veo yo s�ntomas claros de que esto se desenrede... hay que determinarse. Ya puede usted ir rezando al bendito San Ram�n, se�or capell�n. --�Si por rezar fuese!--exclam� ingenuamente Juli�n--. �Apenas llevo rezado desde ayer! De tan sencilla confesi�n tom� pie el m�dico para contar mil graciosas historietas, donde se mezclaban donosamente la devoci�n y la obstetricia y desempe�aba San Ram�n papel muy principal. Refiri� de su profesor en la cl�nica de Santiago, que al entrar en el cuarto de las parturientas y ver la estampa del santo con sus correspondientes candelicas, sol�a gritar furioso: �Se�ores, o sobro yo o sobra el santo.... Porque si me desgracio me echar�n la culpa, y si salimos bien dir�n que fue milagro suyo...�. Cont� tambi�n algo bastante grotesco sobre rosas de Jeric�, cintas de la Virgen de Tortosa, y otros piadosos talismanes usados en ocasiones cr�ticas. Al fin ces� en su ch�chara, porque le rend�a el sue�o, ayudado por el ron. A fin de no aletargarse del todo en la comodidad del lecho, tendi�se en el banco del comedor, poniendo por almohada una cesta. El se�orito, cruzando sobre la mesa ambos brazos, hab�a dejado caer la frente sobre ellos y un silbido ahogado, preludio de ronquido, anunciaba que tambi�n le salteaba la gana de dormir. El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche. Juli�n era el �nico despierto; sent�a fr�o en las m�dulas y en los p�mulos ardor de calentura. Subi� a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplic� a las sienes. Las velas del altar estaban consumidas; las renov�, y coloc� una almohada en el suelo para arrodillarse en ella, pues lo m�s molesto siempre era el dichoso hormigueo. Y empez� a subir con buen �nimo la cuesta arriba de la oraci�n. A veces desmayaba, y su cuerpo juvenil, envuelto en las nieblas grises del sue�o, apetec�a la limpia cama. Entonces cruzaba las manos, clav�ndose las u�as de una en el dorso de otra, para despabilarse. Quer�a rezar con devoci�n, tener conciencia de lo que ped�a a Dios: no hablar de memoria. Sin embargo, desfallec�a. Acord�se de la oraci�n del Huerto y de aquella diferencia tan acertadamente establecida entre la decisi�n del esp�ritu y la de la carne. Tambi�n record� un pasaje b�blico: Mois�s orando con los brazos levantados, porque, de bajarlos, ser�a vencido Israel. Entonces se le ocurri� realizar algo que le flotaba en la imaginaci�n. Quit� la almohada, qued�ndose con las r�tulas apoyadas en el santo suelo; alz� los ojos, buscando a Dios m�s all� de las estampas y de las vigas del techo; y abriendo los brazos en cruz, comenz� a orar fervorosamente en tal postura. El ambiente se volvi� glacial; una tenue claridad, m�s l�vida y opaca que la de la luna, asom� por detr�s de la monta�a. Dos o tres p�jaros gorjearon en el huerto; el rumor de la presa del molino se hizo menos profundo y sollozante. La aurora, que s�lo ten�a apoyado uno de sus rosados dedos en aquel rinc�n del orbe, se atrevi� a alargar toda la manecita, y un resplandor alegre, puro, ba�� las rocas pizarrosas, haci�ndolas rebrillar cual bru�ida plancha de acero, y entr� en el cuarto del capell�n, comi�ndose la luz amarilla de los cirios. Mas Juli�n no ve�a el alba, no ve�a cosa ninguna.... Es decir, s� ve�a esas luces que enciende en nuestro cerebro la alteraci�n de la sangre, esas estrellitas violadas, verdosas, carmes�es, color de azufre, que vibran sin alumbrar; que percibimos confundidas con el zumbar de los o�dos y el ruido de p�ndulo gigante de las arterias, pr�ximas a romperse.... Sent�ase desvanecer y morir; sus labios no pronunciaban ya frases, sino un murmullo, que todav�a conservaba tonillo de oraci�n. En medio de su doloroso v�rtigo oy� una voz que le pareci� resonante como toque de clar�n.... La voz dec�a algo. Juli�n entendi� �nicamente dos palabras: --Una ni�a. Quiso incorporarse, exhalando un gran suspiro, y lo hizo, ayudado por la persona que hab�a entrado y no era otra sino Primitivo; pero apenas estuvo en pie, un atroz dolor en las articulaciones, una sensaci�n de mazazo en el cr�neo le echaron a tierra nuevamente. Desmay�se. Abajo, M�ximo Juncal se lavaba las manos en la palangana de peltre sostenida por Sabel. En su cara luc�a el j�bilo del triunfo mezclado con el sudor de la lucha, que corr�a a gotas medio congeladas ya por el fr�o del amanecer. El marqu�s se paseaba por la habitaci�n ce�udo, contra�do, hosco, con esa expresi�n torva y est�pida a la vez que da la falta de sue�o a las personas vigorosas, muy sometidas a la ley de la materia. --Ahora alegrarse, don Pedro--dijo el m�dico--. Lo peor est� pasado. Se ha conseguido lo que usted tanto deseaba.... �No quer�a usted que la criatura saliese toda viva y sin da�o? Pues ah� la tenemos, sana y salva. Ha costado trabajillo..., pero al fin.... Encogi�se despreciativamente de hombros el marqu�s, como amenguando el m�rito del facultativo, y murmur� no s� qu� entre dientes, prosiguiendo en su paseo de arriba abajo y de abajo arriba, con las manos metidas en los bolsillos, el pantal�n tirante cual lo estaba el esp�ritu de su due�o. --Es un angelito, como dicen las viejas--a�adi� maliciosamente Juncal, que parec�a gozarse en la c�lera del hidalgo--; s�lo que angelito hembra. A estas cosas hay que resignarse; no se invent� el modo de escribir al cielo encargando y explicando bien el sexo que se desea.... Otro espumarajo de rabia y groser�a brot� de los labios de don Pedro. Juncal rompi� a re�r, sec�ndose con la toalla. --La mitad de la culpa por lo menos la tendr� usted, se�or marqu�s--exclam�--. �Quiere usted hacerme favor de un cigarrito? Al ofrecer la petaca abierta, don Pedro hizo una pregunta. M�ximo recobr� la seriedad para contestarla. --Yo no he dicho tanto como eso.... Me parece que no. Cierto que cuando las batallas son muy porfiadas y re�idas puede suceder que el combatiente quede inv�lido; pero la naturaleza, que es muy sabia, al someter a la mujer a tan rudas pruebas, le ofrece tambi�n las m�s impensadas reparaciones.... Ahora no es ocasi�n de pensar en eso, sino en que la madre se restablezca y la chiquita se cr�e. Temo alg�n percance inmediato.... Voy a ver.... La se�ora se ha quedado tan abatida.... Entr� Primitivo, y sin mostrar alteraci�n ni susto dijo �que subiese don M�ximo, que al capell�n le hab�a dado algo; que estaba como difunto�. --Vamos all�, hombre, vamos all�. Esto no estaba en el programa--murmur� Juncal. --�Qu� trazas de mujercita tiene ese cura! �Qu� poquito _estuche_! Lo que es �ste no coger� el trabuco, aunque lleguen a levantarse las partidas con que anda so�ando el jabal� del abad de Bo�n. -XVIII- Largos d�as estuvo Nucha detenida ante esas l�bregas puertas que llaman de la muerte, con un pie en el umbral, como diciendo: ��Entrar�? �No entrar�?�. Empuj�banla hacia dentro las horribles torturas f�sicas que hab�an sacudido sus nervios, la fiebre devoradora que trastorn� su cerebro al invadir su pecho la ola de la leche in�til, el desconsuelo de no poder ofrecer a su ni�a aquel licor que la ahogaba, la extenuaci�n de su ser del cual la vida hu�a gota a gota sin que atajarla fuese posible. Pero la solicitaban hacia fuera la juventud, el ansia de existir que estimula a todo organismo, la ciencia del gran higienista Juncal, y particularmente una manita peque�a, coloradilla, blanda, un pu�ito cerrado que asomaba entre los encajes de una chambra y los dobleces de un mant�n. El primer d�a que Juli�n pudo ver a la enferma, no hac�a muchos que se levantaba, para tenderse, envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canap�. No le era l�cito incorporarse a�n, y su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exang�e amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente. Bizcaba m�s, por hab�rsele debilitado mucho aquellos d�as el nervio �ptico. Sonri� con dulzura al capell�n, y le se�al� una silla. Juli�n clavaba en ella esa mirada donde rebosaba la compasi�n, mirada delatora que en vano queremos sujetar y apagar cuando nos aproximamos a un enfermo grave. --La encuentro a usted con muy buen semblante, se�orita--dijo el capell�n mintiendo como un bellaco. --Pues usted--respondi� ella l�nguidamente--est� algo desmejorado. Confes� que, en efecto, no andaba bueno desde que..., desde que se hab�a acatarrado un poco. Le daba verg�enza referir lo de la noche en vela, el desmayo, la fuerte impresi�n moral y f�sica sufrida con tal motivo. Nucha empez� a hablarle de algunas cosas indiferentes, y pas� sin transici�n a preguntarle: --�Ha visto usted la peque�ita? --S�, se�ora.... El d�a del bautizo. �Angelito! Llor� bien cuando le pusieron la sal y cuando sinti� el agua fr�a.... --�Ah! Desde entonces ha crecido una cuarta lo menos y se ha vuelto hermos�sima. Y alzando la voz y esforz�ndose, a�adi�:--�Ama, ama! Traiga la ni�a. Oy�ronse pasos como de estatua colosal que anda, y entr� la mocetona color de tierra, muy oronda con su vestido nuevo de merino azul ribeteado de negro terciopelo de tira, con el cual se asemejaba a la gigantona tradicional de la catedral de Santiago, llamada la _Coca_. A manera de pajarito posado en grueso tronco, ven�a la inocente criatura recostada en el magno seno que la nutr�a. Estaba dormida, y ten�a la calma, el dulce e insensible respirar que hace sagrado el sue�o de los ni�os. Juli�n no se cansaba de mirarla as�. --�Santita de Dios!--murmur� apoyando los labios muy quedamente en la gorra, por no atreverse a la frente. --C�jala usted, Juli�n.... Ya ver� lo que pesa. Ama, d�le la ni�a.... No pesaba m�s que un ramo de flores, pero el capell�n jur� y perjur� que parec�a hecha de plomo. Aguardaba el ama en pie, y �l se hab�a sentado con la chiquilla en brazos. --D�jemela un poquito...--suplic�--. Ahora, mientras duerme.... No despertar� de seguro en mucho tiempo. --Ya la llamar� cuando haga falta. Ama, v�yase. La conversaci�n gir� sobre un tema muy socorrido y muy del gusto de Nucha: las gracias de la peque�a.... Ten�a much�simas, s� se�or, y el que lo dudase ser�a un gran majadero. Por ejemplo: abr�a los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picard�a; apretaba con su manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requer�a el vigor de un H�rcules para desasirse; y a�n hac�a otros donaires, mejores para callados que para archivados por la cr�nica. Al referirlos, el rostro exang�e de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilat� sus labios dos o tres veces. Mas de pronto se nubl� su cara, hasta el punto de que entre las pesta�as le bailaron l�grimas, a las cuales no dio salida. --No me han dejado criarla, Juli�n.... Man�as del se�or de Juncal, que aplica la higiene a todo, y vuelta con la higiene, y dale con la higiene.... Me parece a m� que no iba a morirme por intentarlo dos meses, dos meses nada m�s. Puede que me encontrase mejor de lo que estoy, y no tuviese que pasar un siglo clavada en este sof�, con el cuerpo sujeto y la imaginaci�n loca y suelta por esos mundos de Dios.... Porque as�, no gozo descanso: siempre se me figura que el ama me ahoga la ni�a, o me la deja caer. Ahora estoy contenta, teni�ndola aqu� cerquita. Sonri� a la chiquilla dormida, y a�adi�: --�No le encuentra usted parecido...? --�Con usted? --�Con su padre!... Es todito �l en el corte de la frente.... No manifest� el capell�n su opini�n. Mud� de asunto y continu� aquel d�a y los siguientes cumpliendo la obra de caridad de visitar al enfermo. En la lenta convalecencia y total soledad de Nucha, falta le hac�a que alguien se consagrase a tan piadoso oficio. M�ximo Juncal ven�a un d�a s� y otro no; pero casi siempre de prisa, porque iba teniendo extensa clientela: le llamaban hasta de Vilamorta. El m�dico hablaba de pol�tica exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de pinchar y amoscar a Juli�n; y, en realidad, si Juli�n fuese capaz de amostazarse, habr�a de qu� con las noticias que tra�a M�ximo. Todo eran iglesias derribadas, esc�ndalos antirreligiosos, capillitas protestantes establecidas aqu� o acull�, libertades de ense�anza, de cultos, de esto y de lo otro.... Juli�n se limitaba a deplorar tama�os excesos, y a desear que las cosas se arreglasen, lo cual no daba tela a M�ximo para armar una de sus trifulcas favoritas, tan provechosas al esparcimiento de su bilis y tan fecundas en peripecias cuando tropezaba con curas ternes y carlistas, como el de Bo�n o el Arcipreste. Mientras el belicoso m�dico no ven�a, todo era paz y sosiego en la habitaci�n de la enferma. �nicamente lo turbaba el llanto, prontamente acallado, de la ni�a. El capell�n le�a el _A�o cristiano_ en alta voz, y pobl�base el ambiente de historias con sabor novelesco y po�tico: �Cecilia, hermos�sima joven e ilustre dama romana, consagr� su cuerpo a Jesucristo; despos�ronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectu� la boda con muchas fiestas, regocijos y bailes.... S�lo el coraz�n de Cecilia estaba triste...�. Segu�a el relato de la m�stica noche nupcial, de la conversi�n de Valeriano, del �ngel que velaba a Cecilia para guardar su pureza, con el desenlace glorioso y �pico del martirio. Otras veces era un soldado, como San Menna; un obispo, como San Severo.... La narraci�n, detallada y dram�tica, refer�a el interrogatorio del juez, las respuestas briosas y libres de los m�rtires, los tormentos, la flagelaci�n con nervios de buey, el ec�leo, las u�as de hierro, las hachas encendidas aplicadas al costado... �Y el caballero de Cristo estaba con un coraz�n esforzado y quieto, con semblante sereno, con una boca llena de risa (como si no fuera �l sino otro el que padec�a), haciendo burla de sus tormentos y pidiendo que se los acrecentasen...�. Tales lecturas eran de fant�stico efecto, particularmente al caer de las adustas tardes invernales, cuando la hoja seca de los �rboles se arremolinaba danzando, y las nubes densas y algodon�ceas pasaban lentamente ante los cristales de la ventana profunda. All� a lo lejos se o�a el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los carros cargados de tallos de ma�z o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atenci�n, apoyada la barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar. No era la primera vez que observaba Juli�n, desde el parto, gran tristeza en la se�orita. El capell�n hab�a recibido una carta de su madre que encerraba quiz�s la clave de los disgustos de Nucha. Parece que la se�orita Rita hab�a engatusado de tal manera a la t�a vieja de Orense, que �sta la dejaba por heredera universal, desheredando a su ahijada. Adem�s, la se�orita Carmen estaba cada d�a m�s chocha por su estudiante, y se cre�a en el pueblo que, si don Manuel Pardo negaba el consentimiento, la chica saldr�a depositada. Tambi�n pasaban cosas terribles con la se�orita Manolita: don V�ctor de la Formoseda la plantaba por una artesana, sobrina de un can�nigo. En fin, misia Rosario ped�a a Dios paciencia para tantas tribulaciones (las de la casa de Pardo eran para misia Rosario como propias). Si todo esto hab�a llegado a o�dos de Nucha por conducto de su marido o de su padre, no ten�a nada de extra�o que suspirase as�. Por otra parte, �el decaimiento f�sico era tan visible! Ya no se parec�a Nucha a m�s Virgen que a la demacrada imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la miraba con alarmante insistencia. Atendiendo a la ni�a, Nucha se reanimaba. Cuid�bala con febril actividad. Todo se lo quer�a hacer ella, sin ceder al ama m�s que la parte material de la cr�a. El ama, dec�a ella, era un tonel lleno de leche que estaba all� para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni m�s ni menos. La comparaci�n del tonel es exact�sima: el ama ten�a hechura, color e inteligencia de tonel. Pose�a tambi�n, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entreten�a en llenarle el plato o la taza a reverter, en ponerle delante medio pan, ceb�ndola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje muy gracioso y rid�culo, y se re�an tanto m�s con sus patochadas cuanto m�s f�cilmente pod�an incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no s�lo para los payos, sino por distintas razones, para un etn�grafo investigador. M�ximo Juncal refiri� a Juli�n pormenores interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama proced�a--valle situado en los �ltimos confines de Galicia, lindando con Portugal--las mujeres se distinguen por sus condiciones f�sicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas de que hablan los ge�grafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos, destripan terrones con la misma furia que antes combat�an; andan medio en cueros, luciendo sus fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en sus hombros de cari�tide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de var�n, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce a�os, volviendo s�lo al pa�s un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas cumplido su oficio de machos de colmena. A veces, en Portugal, reciben nuevas de infidelidades conyugales, y, pasando la frontera una noche, acuchillan a los amantes dormidos: �ste fue el crimen del Tuerto protegido por Barbacana, cuya historia hab�a contado tambi�n Juncal. No obstante, las hembras de Castrodorna suelen ser tan honestas como selv�ticas. El ama no desment�a su raza por la anchura desmesurada de las caderas y redondez de los rudos miembros. Cost� un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde, que no le cubr�a la desnuda pantorrilla, por otra m�s cumplida y decorosa, consinti�ndole �nicamente el justillo, prenda cl�sica de ama de cr�a, que deja rebosar las repletas ubres, y los caracter�sticos pendientes de enorme argolla, el _torquis_ romano conservado desde tiempo inmemorial en el valle. Fue una lid obligarle a poner los zapatos a diario, porque todas sus cong�neres los reservan para las fiestas repicadas; fue una penitencia ense�arle el nombre y uso de cada objeto, a�n de los m�s sencillos y corrientes; fue pensar en lo excusado convencerla de que la ni�a que criaba era un ser delicado y fr�gil, que no se pod�a traer mal envuelto en retales de bayeta grana, dentro de una banasta mullida de helechos, y dejarse a la sombra de un roble, a merced del viento, del sol y de la lluvia, como los reci�n nacidos del valle de Castrodorna; y M�ximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higi�nicos lo era tambi�n de las milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y sal�a del paso apelando a su lectura m�s reciente, _El origen de las especies_, por Darwin, y aplicando ciertas leyes de adaptaci�n al medio, herencia, etc�tera, que le permit�an afirmar que el m�todo del ama, si no hac�a reventar como un triquitraque a la criatura, la fortalecer�a admirablemente. Por si acaso, Nucha no se atrevi� a intentar la prueba, y dedic�se a cuidar en persona su tesoro, llevando la existencia atareada y minuciosa de las madres, en la cual es un acontecimiento que est�n ahumadas las sopas, y un fracaso que se apague el brasero. Ella lavaba a su hijita, la vest�a, la fajaba, la velaba dormida y la entreten�a despierta. La vida corr�a mon�tona, ocupad�sima, sin embargo. El bueno de Juli�n, testigo de estas faenas, iba enter�ndose poco a poco de los para �l arcanos misteriosos del aseo y tocado de una criatura, llegando a familiarizarse con los m�ltiples objetos que componen el complicado ajuar de los recienes: gorras, ombligueros, culeros, pa�ales, fajas, microsc�picos zapatos de crochet, capillos y baberos. Tales prendas, blanqu�simas, adornadas con bordados y encajes, zahumadas con espliego, templaditas al sano calor de la camilla--calor dom�stico si los hay--las ten�a el capell�n muchas veces en el regazo, mientras la madre, con la ni�a tendida boca abajo sobre su delantal de hule, pasaba y repasaba la esponja por las carnes de tafet�n, escocidas y medio desolladas por la excesiva finura de su tierna epidermis, las rociaba con refrescantes polvos de almid�n y, apretando las nalgas con los dedos para que hiciesen hoyos, se las mostraba a Juli�n exclamando con j�bilo: --�Mire usted qu� monada..., qu� llenita se va poniendo! En materia de desnudeces infantiles, Juli�n no era voto, pues s�lo conoc�a las de los angelotes de los retablos; pero cavilaba para sus adentros que, a pesar de haber el pecado original corrompido toda carne, aqu�lla que le estaban ense�ando era la cosa m�s pura y santa del mundo: un lirio, una azucena de candor. La cabezuela blanda, cubierta de lan�gine rubia y suave por cima de las costras de la leche, ten�a el olor especial que se nota en los nidos de paloma, donde hay pichones implumes todav�a; y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se redondeaban como los del ni�o Dios cuando bendice; la faz, esculpida en cera color rosa; la boca, desdentada y h�meda como coral p�lido reci�n salido del mar; los piececillos, encendidos por el tal�n a fuerza de agitarse en gracioso pataleo, eran otras tantas menudencias provocadoras de ese sentimiento mixto que despiertan los ni�os muy peque�os hasta en el alma m�s empedernida: sentimiento complejo y humor�stico, en que entra la compasi�n, la abnegaci�n, un poco de respeto y un mucho de dulce burla, sin hiel de s�tira. En Nucha, el espect�culo produc�a las hondas impresiones de la luna de miel maternal, exaltadas por un temperamento nervioso y una sensibilidad ya enfermiza. A aquel bollo blando, que a�n parec�a conservar la inconsistencia del gelatinoso protoplasma, que a�n no ten�a conciencia de s� propio ni viv�a m�s que para la sensaci�n, la madre le atribu�a sentido y presciencia, le insuflaba en locos besos su alma propia, y, en su concepto, la chiquilla lo entend�a todo y sab�a y ejecutaba mil cosas oportun�simas, y hasta se mofaba discretamente, a su manera, de los dichos y hechos del ama. �Delirios impuestos por la naturaleza con muy sabios fines�, explicaba Juncal. �Qu� fue el primer d�a en que una sonrisa borr� la grave y c�mica seriedad de la diminuta cara y entreabri� con celeste expresi�n el estrecho filete de los labios! No era posible dejar de recordar el tan tra�do como llevado s�mil de la luz de la aurora disipando las tinieblas. La madre pens� chochear de alegr�a. --�Otra vez, otra vez!--exclamaba--. �Encanto, cielo, cielito, monadita m�a, r�ete, r�ete! Por entonces la sonrisa no se dign� presentarse m�s. La zopenca del ama negaba el hecho, cosa que enfurec�a a la madre. Al otro d�a cupo a Juli�n la honra de encender la ef�mera lucecilla de la inteligencia naciente en la criatura, pase�ndole no s� qu� baratijas relucientes delante de los ojos. Juli�n iba perdiendo el miedo a la nena, que al principio cre�a f�cil de deshacer entre los dedos como merengue; y mientras la madre enrollaba la faja o calentaba el pa�al, sol�a tenerla en el regazo. --M�s me f�o en usted que en el ama--dec�ale Nucha confidencialmente, desahogando unos secretos celos maternales--. El ama es incapaz de sacramentos.... Fig�rese usted que para hacerse la raya al peinarse apoya el peine en la barbilla y lo va subiendo por la boca y la nariz hasta que acierta con la mitad de la frente; de otro modo no sabe.... Me he empe�ado en que no coma con los dedos, y �qu� consegu�? Ahora come la carne asada con cuchara.... Es un entrem�s, Juli�n. Cualquier d�a me estropea la chiquilla. El capell�n perfeccionaba sus nociones del arte de tener un chico en brazos sin que llore ni rabie. Consolid� su amistad con la peque�uela un suceso que casi deber�a pasarse en silencio: cierto h�medo calorcillo que un d�a sinti� Juli�n penetrar al trav�s de los pantalones.... �Qu� acontecimiento! Nucha y �l lo celebraron con algazara y risa, como si fuese lo m�s entretenido y chusco. Juli�n brincaba de contento y se cog�a la cintura, que le dol�a con tantas carcajadas. La madre le ofreci� su delantal de hule, que �l rehus�; ya ten�a un pantal�n viejo, destinado a perecer en la demanda, y por nada del mundo renunciar�a a sentir aquella onda tibia.... Su contacto derret�a no s� qu� nieve de austeridad, cuajada sobre un coraz�n afeminado y virgen all� desde los tiempos del seminario, desde que se hab�a propuesto renunciar a toda familia y todo hogar en la tierra entrando en el sacerdocio; y al par encend�a en �l misterioso fuego, ternura humana, expansiva y dulce; el presb�tero empezaba a querer a la ni�a con ceguera, a figurarse que, si la viese morir, se morir�a �l tambi�n, y otros muchos dislates por el estilo, que cohonestaba con la idea de que, al fin, la chiquita era un �ngel. No se cansaba de admirarla, de devorarla con los ojos, de considerar sus pupilas l�quidas y misteriosas, como anegadas en leche, en cuyo fondo parec�a reposar la serenidad misma. Una penosa idea le acud�a de vez en cuando. Acord�base de que hab�a so�ado con instituir en aquella casa el matrimonio cristiano cortado por el patr�n de la Sacra Familia. Pues bien, el santo grupo estaba disuelto: all� faltaba San Jos� o lo sustitu�a un cl�rigo, que era peor. No se ve�a al marqu�s casi nunca; desde el nacimiento de la ni�a, en vez de mostrarse m�s casero y sociable, volv�a a las andadas, a su vida de cacer�as, de excursiones a casa de los abades e hidalgos que pose�an buenos perros y gustaban del monte, a los cazaderos lejanos. Pas�base a veces una semana fuera de los Pazos de Ulloa. Su hablar era m�s �spero, su genio, m�s ego�sta e impaciente, sus deseos y �rdenes se expresaban en forma m�s dura. Y a�n notaba Juli�n m�s alarmantes indicios. Le inquietaba ver que Sabel recib�a otra vez su antigua corte de sultana favorita, y que la Sabia y su progenie, con todas las parleras comadres y astrosos mendigos de la parroquia, pululaban all�, huyendo a escape cuando �l se acercaba, llevando en el seno o bajo el mandil bultos sospechosos. Perucho ya no se ocultaba, antes se le encontraba por todas partes enredado en los pies, y, en suma, las cosas iban tornando al ser y estado que tuvieron antes. Trataba el bueno del capell�n de comulgarse a s� propio con ruedas de molino, dici�ndose que aquello no significaba _nada_; pero la maldita casualidad se empe�� en abrirle los ojos cuando no quisiera. Una ma�ana que madrug� m�s de lo acostumbrado para decir su misa, resolvi� advertir a Sabel que le tuviese dispuesto el chocolate dentro de media hora. In�tilmente llam� a su cuarto, situado cerca de la torre en que Juli�n dorm�a. Baj� con esperanzas de encontrarla en la cocina, y al pasar ante la puerta del gran despacho pr�ximo al archivo, donde se hab�a instalado don Pedro desde el nacimiento de su hija, vio salir de all� a la moza, en descuidado traje y so�olienta. Las reglas psicol�gicas aplicables a las conciencias culpadas exig�an que Sabel se turbase: quien se turb� fue Juli�n. No s�lo se turb�, pero subi� de nuevo a su dormitorio, notando una sensaci�n extra�a, como si le hubiesen descargado un fuerte golpe en las piernas quebr�ndoselas. Al entrar en su habitaci�n, pensaba esto o algo an�logo: �Vamos a ver, �qui�n es el guapo que dice misa hoy?�. -XIX- No, ese guapo no era �l. �Buena misa ser�a la que dijese, con la cabeza hecha una olla de grillos! Hasta reprimir los amotinados pensamientos que le acuciaban, hasta adoptar una resoluci�n firme y valedera, Juli�n no se atrev�a ni a pensar en el santo sacrificio. La cosa era bien clara. Situaci�n: la misma del a�o pen�ltimo. Ten�a que marcharse de aquella casa echado por el feo vicio, por el delito infame. No le era l�cito permanecer all� ni un instante m�s. Salvo el debido respeto, se hab�a llevado la trampa el matrimonio cristiano, en cierto modo obra suya, y ya no quedaba rastro de hogar, sino una sentina de corrupci�n y pecado. A otra parte, pues, con la m�sica. S�lo que.... Vaya, hay cosas m�s f�ciles de pensar que de hacer en este mundo. Todo era una monta�a: encontrar pretexto, despedirse, preparar el equipaje.... La primera vez que pens� en irse de all� ya le costaba alg�n esfuerzo; hoy, la idea sola de marchar le produc�a el mismo efecto que si le echasen sobre el alma un pa�o mojado en agua fr�a. �Por qu� le disgustaba tanto la perspectiva de salir de los Pazos? Bien mirado, �l era un extra�o en aquella casa. Es decir, eso de extra�o.... Extra�o no, pues viv�a unido espiritualmente a la familia por el respeto, por la adhesi�n, por la costumbre. Sobre todo, la ni�a, la ni�a. El acordarse de la ni�a le dej� como embobado. No pod�a explicarse a s� mismo el gran sacudimiento interior que le causaba pensar que no volver�a a cogerla en brazos. �Mire usted que estaba encari�ado con la tal mu�eca! Se le llenaron de l�grimas los ojos. �Bien dec�an en el Seminario--murmur� con despecho--que soy muy apocado y muy... as�..., como las mujeres, que por todo se afectan. �Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal afici�n a chiquillos, no deb� abrazar la carrera que abrac�. No, no; esto que voy diciendo es un desatino mayor todav�a.... Si me gustan los chiquillos y tengo vocaci�n de ayo o ni�ero, �qui�n me priva de cuidar a los que andan descalzos por las carreteras, pidiendo limosna? Son hijos de Dios lo mismo que esta pobre peque�a de aqu�.... Hice mal, muy mal en tomarle tanta afici�n.... Pero es que s�lo un perro, �qu�!, ni un perro...: s�lo una fiera puede besar a un angelito y no quererlo bien�. Resumiendo despu�s sus cavilaciones, a�adi� para s�: �Soy un majadero, un Juan Lanas. No s� a qu� he venido aqu� la vez segunda. No deb� volver. Estaba visto que el se�orito ten�a que parar en esto. Mi poca energ�a tiene la culpa. Con riesgo de la vida deb� barrer esa canalla, si no por buenas, a latigazos. Pero yo no tengo agallas, como dice muy bien el se�orito, y ellos pueden y saben m�s que yo, a pesar de ser unos brutos. Me han enga�ado, me han embaucado, no he puesto en la calle a esa moza desvergonzada, se han re�do de m� y ha triunfado el infierno�. Mientras sosten�a este mon�logo, iba sacando de un caj�n de la c�moda prendas de ropa blanca, a fin de hacer su equipaje, pues como todas las personas irresolutas, sol�a precipitarse en los primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a enga�arse a s� propio. Al paso que rellenaba la maleta, razonaba para consigo: ��Se�or, Se�or, por qu� ha de haber tanta maldad y tanta estupidez en la tierra? �Por qu� el hombre ha de dejar que lo pesque el diablo con tan tosco anzuelo y cebo tan ruin? (diciendo esto alineaba en el ba�l calcetines). Poseyendo la perla de las mujeres, el verdadero trasunto de la mujer fuerte, una esposa cast�sima (este superlativo se le ocurri� al doblar cuidadosamente la sotana nueva), �ir a caer precisamente con una vil mozuela, una sirviente, una fregona, una desvergonzada que se va a picos pardos con el primer labriego que encuentra!�. Llegaba aqu� del soliloquio cuando trataba sin �xito de acomodar el sombrero de canal de modo que la cubierta de la maleta no lo abollase. El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero, pareci�le una voz ir�nica que le respond�a: �Por eso, por eso mismo�. ��Ser� posible!--murmur� el bueno del capell�n--. �Ser� posible que la abyecci�n, que la indignidad, que la inmundicia misma del pecado atraiga, estimule, sea un aperitivo, como las guindillas rabiosas, para el paladar estragado de los esclavos del vicio! Y que en esto caigan, no personas de poco m�s o menos, sino se�ores de nacimiento, de rango, se�ores que...�. Det�vose y, reflexivo, cont� un mont�culo de pa�uelos de narices que sobre la c�moda reposaba. �Cuatro, seis, siete.... Pues yo ten�a una docena, todos marcados.... Pierden aqu� la ropa bastante...�. Volvi� a contar. �Seis, siete.... Y uno en el bolsillo, ocho.... Puede que haya otro en la lavandera...�. Dej�los caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pa�uelos se lo hab�a atado �l a la ni�ita debajo de la barba, para impedir que la baba le rozase el cuello. Suspir� hondamente, y abriendo otra vez el malet�n, not� que la seda del sombrero de canal se estropeaba con la tapa. �No cabe�, pens�, y pareci�le enorme dificultad para su viaje no poder acomodar la canaleja. Mir� el reloj: se�alaba las diez. A las diez o poco m�s com�a la chiquita su sopa y era la risa del mundo verla con el hocico embadurnado de puches, empe�ada en coger la cuchara y sin acertar a lograrlo. �Estar�a tan mona! Resolvi� bajar; al d�a siguiente le ser�a f�cil colocar mejor su sombrero y resolver la marcha. Por veinticuatro horas m�s o menos.... Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte de los caracteres, a infalible espec�fico. No hay que vituperar su empleo, en atenci�n a lo que consuela: en rigor, la vida es serie de aplazamientos, y s�lo hay un desenlace definitivo, el �ltimo. As� que Juli�n concibi� la luminosa idea de aguardar un poco, sinti�se tranquilo; aun m�s: contento. No era su car�cter muy jovial, propendiendo a una especie de morosidad so�adora y m�rbida, como la de las doncellas an�micas; pero en aquel punto respiraba con tal desahogo por haber encontrado una soluci�n, que sus manos temblaban, deshaciendo con alegre presteza el embutido de calcetines y ropa blanca y dando amable libertad al canal y manteo. Despu�s se lanz� por las escaleras, dirigi�ndose a la habitaci�n de Nucha. Nada aconteci� aquel d�a que lo diferenciase de los dem�s, pues all� la �nica variante sol�a ser el mayor o menor n�mero de veces que mamaba la chiquitina, o la cantidad de pa�ales puestos a secar. Sin embargo, en tan pac�fico interior ve�a el capell�n desarrollarse un drama mudo y terrible. Ya se explicaba perfectamente las melancol�as, los suspiros ahogados de Nucha. Y mir�ndole a la cara y vi�ndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y m�s vagos, la hermosa boca contra�da siempre, menos cuando sonre�a a su hija, calculaba que la se�orita, por fuerza, deb�a _saberlo todo_, y una l�stima profunda le inundaba el alma. Reprendi�se a s� mismo por haber pensado siquiera en marcharse. Si la se�orita necesitaba un amigo, un defensor, �en qui�n lo encontrar�a m�s que en �l? Y lo necesitar�a de fijo. La misma noche, antes de acostarse, presenci� el capell�n una escena extra�a, que le sepult� en mayores confusiones. Como se le hubiese acabado el aceite a su vel�n de tres mecheros y no pudiese rezar ni leer, baj� a la cocina en demanda de combustible. Hall� muy concurrido el sarao de Sabel. En los bancos que rodeaban el fuego no cab�a m�s gente: mozas que hilaban, otras que mondaban patatas, oyendo las chuscadas y chocarrer�as del t�o Pepe de Naya, vejete que era un puro costal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molino de Ulloa, donde pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarse en los Pazos con el cuenco de caldo de unto y tajadas de cerdo que la hospitalaria Sabel le ofrec�a. Mientras �l pagaba el escote contando chascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento de don Pedro no usaban los amos, se ve�an, no lejos de la turbia luz de aceite, relieves de un fest�n m�s suculento: restos de carne en platos engrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todo amontonado en un rinc�n, como barrido despreciativamente por el hartazgo; y en el espacio libre de la mesa, tendidos en hilera, hab�a hasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por exceso de uso, como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no les ced�an en lo pringosos y sucios. En pie, delante de ellos, la se�ora Mar�a la Sabia, extendiendo el dedo negro y nudoso cual seca rama de �rbol, los consultaba con adem�n reflexivo. Encorvada la horrenda sibila, alumbrada por el vivo fuego del hogar y la luz de la l�mpara, pon�a miedo su estoposa pelambrera, su catadura de bruja en aquelarre, m�s monstruosa por el bocio enorme, ya que le desfiguraba el cuello y remedaba un segundo rostro, rostro de visi�n infernal, sin ojos ni labios, liso y reluciente a modo de manzana cocida. Juli�n se detuvo en lo alto de la escalera, contemplando las pr�cticas supersticiosas, que se interrumpir�an de seguro si sus zapatillas hiciesen ruido y delatasen su presencia. Si �l conociese a fondo la tenebros�sima y a�n no desacreditada ciencia de la cartomancia, �cu�nto m�s interesante le parecer�a el espect�culo! Entonces podr�a ver reunidos all�, como en el reparto de un drama, los personajes todos que jugaban en su vida y ocupaban su imaginaci�n. Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies sim�tricamente dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figurar�a bastante temible si supiese que representaba un hombre moreno casado--don Pedro--. La sota del mismo palo se le antojar�a menos fea si comprendiese que era s�mbolo de una se�orita morena tambi�n--Nucha--. A la de copas le dar�a un puntapi� por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una moza rubia y soltera. Lo m�s grave ser�a verse a s� mismo--un joven rubio--significado por el caballo de copas, azul por m�s se�as, aunque ya todos estos colorines los hab�a borrado la mugre. �Pues qu� suceder�a si despu�s, cuando la vieja baraj� los naipes y, reparti�ndolos en cuatro montones, empez� a interpretar su sentido fat�dico, pudiese �l o�r distintamente todas las palabras que sal�an del antro espantable de su boca! Hab�a all� concordancias de la sota de bastos con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amores secretos de mucha duraci�n; apariciones del ocho de bastos, que vaticinaban ri�as entre c�nyuges; reuniones de la sota de espadas con la de copas patas arriba, que encerraban t�tricos augurios de viudez por muerte de la esposa. A bien que el cinco del mismo palo profetizaba despu�s uni�n feliz. Todo esto, dicho por la sibila en voz baja y cavernosa, lo escuchaba solamente la bella fregatriz Sabel, que con los brazos cruzados tras la espalda, el color arrebatado, se inclinaba sobre el or�culo, que m�s parec�a provocarla a curiosidad que a regocijo. La jarana con que en el hogar se celebraban los chistes del se�or Pepe imped�a que nadie atendiese al silabeo de la vieja. Merced a la situaci�n de la escalera, dominaba Juli�n la mesa, tr�pode y ara del temeroso rito, y sin ser visto pod�a ver y entreo�r algo. Escuchaba, tratando de entender mejor lo que s�lo confusamente percib�a, y como al hacerlo cargase sobre el barandal de la escalera, �ste cruji� levemente, y la bruja alz� su horrible car�tula. En un santiam�n recogi� los naipes, y el capell�n baj�, algo confuso de su espionaje involuntario, pero tan preocupado con lo que cre�a haber sorprendido, que ni se le ocurri� censurar el ejercicio de la hechicer�a. La bruja, empleando el tono humilde y servil de siempre, se apresur� a explicarle que aquello era mero pasatiempo, �por se re�r un poco�. Volvi� Juli�n a su cuarto agitad�simo. Ni �l mismo sab�a lo que le correteaba por el mag�n. Bien presum�a antes a cu�ntos riesgos se expon�an Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora..., ahora los divisaba inminentes, clar�simos. �Tremenda situaci�n! El capell�n le daba vueltas en su cerebro excitado: a la ni�a la robar�an para matarla de hambre; a Nucha la envenenar�an tal vez.... Intentaba serenarse. �Bah! No abundan tanto los cr�menes por esos mundos, a Dios gracias. Hay jueces, hay magistrados, hay verdugos. Aquel hato de bribones se contentar�a con explotar al se�orito y a la casa, con hacer rancho de ella, con mandar anulando en su dignidad y poder�o dom�stico a la se�orita. Pero..., �si no se contentaba? Dio cuerda a su vel�n, y apoyando los codos sobre la mesa intent� leer en las obras de Balmes, que le hab�a prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su esp�ritu, prefiriendo el trato con tan simp�tica y persuasiva inteligencia a las honduras escol�sticas de Prisco y San Severino. Mas a la saz�n no pod�a entender una sola l�nea del fil�sofo, y s�lo o�a los tristes ruidos exteriores, el quejido constante de la presa, el gemir del viento en los �rboles. Su acalorada fantas�a le fingi� entre aquellos rumores quejumbrosos otro m�s lamentable a�n, porque era personal: un grito humano. �Qu� disparatada idea! No hizo caso y sigui� leyendo. Pero crey� escuchar de nuevo el _ay_ trist�simo. �Ser�an los perros? Asom�se a la ventana: la luna bogaba en un cielo nebuloso, y all� a lo lejos se o�a el aullar de un perro, ese aullar l�gubre que los aldeanos llaman _ventar la muerte_ y juzgan anuncio seguro del pr�ximo fallecimiento de una persona. Juli�n cerr� la ventana estremeci�ndose. No despuntaba por valent�n, y sus temores instintivos se aumentaban en la casa solariega, que le produc�a nuevamente la dolorosa impresi�n de los primeros d�as. Su temperamento linf�tico no pose�a el secreto de ciertas saludables reacciones, con las cuales se desecha todo vano miedo, todo fantasma de la imaginaci�n. Era capaz, y demostrado lo ten�a, de arrostrar cualquier riesgo grave, si cre�a que se lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con �nimo sereno, con el hermoso desd�n del peligro, con el buen humor heroico que s�lo cabe en personas de rica y roja sangre y firmes m�sculos. El valor propio de Juli�n era valor tembl�n, por decirlo as�; el breve arranque nervioso de las mujeres. Volv�a a su conferencia con Balmes cuando.... �Jes�s nos valga! �Ahora s�, ahora s� que no cab�a duda! Un chillido sobreagudo de terror hab�a subido por el oscuro caracol y entrado por la puerta entornada. �Qu� chillido! El vel�n le bailaba en las manos a Juli�n.... Bajaba, sin embargo, muy aprisa, sin sentir sus propios movimientos, como en las espantosas ca�das que damos so�ando. Y volaba por los salones recorriendo la larga cruj�a para llegar hacia la parte del archivo, donde hab�a sonado el grito horrible.... El vel�n, oscilando m�s y m�s en su diestra tr�mula, proyectaba en las paredes caleadas extravagantes manchones de sombra.... Iba a dar la vuelta al pasillo que divid�a el archivo del cuarto de don Pedro, cuando vio.... �Dios santo! S�, era la escena misma, tal cual se la hab�a figurado �l.... Nucha de pie, pero arrimada a la pared, con el rostro desencajado de espanto, los ojos no ya vagos sino llenos de extrav�o mortal; enfrente su marido, blandiendo un arma enorme.... Juli�n se arroj� entre los dos.... Nucha volvi� a chillar.... --�Ay!, �ay! �Qu� hace usted! �Que se escapa... que se escapa! Comprendi� entonces el alucinado capell�n lo que ocurr�a, con no poca verg�enza y confusi�n suya.... Por la pared trepaba aceleradamente, deseando huir de la luz, una ara�a de desmesurado grandor, un monstruoso vientre columpiado en ocho velludos zancos. Su carrera era tan r�pida, que in�tilmente trataba el se�orito de alcanzarla con la bota; de repente Nucha se adelant�, y con voz entre grave y medrosa repiti� ingenuamente lo que hab�a dicho mil veces en su ni�ez: --�San Jorge... para la ara�a! El feo insecto se detuvo a la entrada de la zona de sombra: la bota cay� sobre �l. Juli�n, por reacci�n natural del miedo disipado, que se trueca en inexplicable gozo, iba a re�rse del suceso; pero not� que Nucha, cerrando los ojos y apoy�ndose en la pared, se cubr�a la cara con el pa�uelo. --No es nada, no es nada...--murmuraba. --Un poco de llanto nervioso.... Ya pasar�.... Estoy a�n algo d�bil.... --�Valiente cosa para tanto alboroto!--exclam� el marido encogi�ndose de hombros--. �Os cr�an con m�s mimo! En mi vida he visto tal. Don Juli�n, �usted crey� que la casa se ven�a abajo? �Ea, a recogerse! Buenas noches. Tard� bastante el capell�n en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y conced�a su ridiculez; promet�ase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba a�n el desasosiego: la impulsi�n estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorg� sus favores el sue�o, vino con �l una legi�n de pesadillas a cual m�s negra y opresora. Empez� a so�ar con los Pazos, con el gran caser�n; mas, por extra�a anomal�a propia del estado, cuyo fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al an�rquico influjo de la imaginaci�n, no ve�a la huronera tal cual la hab�a visto siempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portal�n inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcci�n del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma, hab�a mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portal�n se volv�a puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le faltase ni el rom�ntico aditamento del pend�n de los Moscosos flotando en la torre del homenaje; indudablemente, Juli�n hab�a visto alguna pintura o le�do alguna medrosa descripci�n de esos espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cari�o. Lo �nico que en el castillo recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo exist�a diferencia notable, pues Juli�n distingu�a claramente que se hab�an animado los emblemas de piedra, y el pino era un �rbol verde en cuya copa gem�a el viento, y los dos lobos rapantes mov�an las cabezas exhalando aullidos l�gubres. Miraba Juli�n fascinado hacia lo alto de la torre, cuando vio en ella alarmante figur�n: un caballero con visera calada, todo cubierto de hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubr�a, con el don adivinatorio que se adquiere so�ando, Juli�n percib�a al trav�s de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extra�a, una bota de acero, que se dispon�a a dejar caer sobre la cabeza del capell�n. �ste no hac�a movimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa de caer; era una angustia intolerable, una agon�a sin t�rmino; de repente sinti� que se le posaba en el hombro una lechuza fe�sima, con gre�as blancas. Quiso gritar: en sue�os el grito se queda siempre helado en la garganta. La lechuza re�a silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso; mas �ste ya no era foso, sino la represa del molino; el castillo feudal tambi�n mudaba de hechura sin saberse c�mo; ahora se parec�a a la cl�sica torre que tienen en las manos las im�genes de Santa B�rbara; una construcci�n de cart�n pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y a cuya ventana asomaba un rostro de mujer p�lido, descompuesto.... Aquella mujer sac� un pie, luego otro... fue descolg�ndose por la ventana abajo.... �Qu� asombro! �Era la sota de bastos, la mism�sima sota de bastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballo de espadas, una rara alima�a azul, con la cola rayada de negro. Mas a poco Juli�n reconoci� su error: �qu� caballo de espadas! No era sino San Jorge en persona, el valeroso caballero andante de las celestiales milicias, con su drag�n debajo, un drag�n que parec�a ara�a, en cuya tenazuda boca hund�a la lanza con denuedo.... Brillante y aguda, la lanza descend�a, se hincaba, se hincaba.... Lo sorprendente es que el lanzazo lo sent�a Juli�n en su propio costado.... Lloraba muy bajito, queriendo hablar y pedir misericordia; nadie acud�a en su auxilio, y la lanza le ten�a ya atravesado de parte a parte.... Despert� repentinamente, resinti�ndose de una punzada dolorosa en la mano derecha, sobre la cual hab�a gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del lado izquierdo, posici�n favorable a las pesadillas. -XX- Los sue�os de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo d�a; pero Juli�n, al saltar de la cama, no consigui� vencer la impresi�n del suyo. Prosegu�a el hervor de la imaginaci�n sobrexcitada: mir� por la ventana, y el paisaje le pareci� t�trico y siniestro; verdad es que entoldaban la b�veda celeste nubarrones de plomo con reflejos l�vidos, y que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los �rboles con r�fagas repentinas. El capell�n baj� la escalera de caracol con �nimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la capilla se�orial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvi� los pies, una atm�sfera fr�a le sobrecogi�, y la gran huronera de piedra se le present� imponente, ce�uda y terrible, con aspecto de prisi�n, como el castillo que hab�a visto so�ando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Juli�n penetr� en �l con el alma en un pu�o. Cruz� r�pidamente el helado zagu�n, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones solitarios, se apresur� a refugiarse en la habitaci�n de Nucha, donde acostumbraban servirle el chocolate por orden de la se�orita. Encontr� a �sta algo m�s desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracci�n y un azoramiento, indicios de gran tirantez nerviosa. Ten�a a la ni�a en brazos, y al ver llegar a Juli�n le hizo r�pidamente se�a de que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba con febriles movimientos el pa�ol�n calcetado que envolv�a, como el capullo a la oruga, aquella vida naciente. Pesta�e� la ni�a dos o tres veces, y luego cerr� los ojitos, mientras su madre no cesaba de arrullarla con una _nana_ aprendida del ama, una especie de gemido cuya base era el triste, �_lai... lai_!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El canto fue descendiendo, hasta concluir en la pronunciaci�n melanc�lica y cari�osa de una sola letra, la _e_ prolongada; y levant�ndose en puntas de pie, Nucha deposit� a su hija en la cuna muy delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista--en opini�n de su madre--que distingu�a al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor m�s profundo si se enteraba de la sustituci�n. Por lo mismo Juli�n y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la se�orita manejaba la aguja de _crochet_ calcetando unos zapatitos que parec�an bolsas. Juli�n empez� por preguntar si se le hab�a quitado el susto de la noche anterior. --S�, pero todav�a estoy no s� c�mo. --Yo tampoco les tengo afici�n a esos bichos asquerosos.... No los hab�a visto tan gordos hasta que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay. --Pues yo--contest� Nucha--era antes muy valiente; pero desde... que naci� la peque�a, no s� qu� me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo.... Interrumpi� la labor, y alz� la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente tr�mulos. --Es una enfermedad, es una man�a; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por m�s que hago. Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos.... �Ve usted qu� chillidos di ayer por la dichosa ara�a? Pues de noche, cuando me quedo sola con la ni�a...--porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al o�do un ca��n de a ocho no se mueve--har�a a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por verg�enza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ata�d con la mortaja puesta; no importa que mientras est� el quinqu� encendido, antes de acostarme, la arregle as� o as�; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas.... Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan.... --�Se�orita!--exclam� dolorosamente Juli�n--. �Eso es contra la fe! No debemos creer en aparecidos ni en brujer�as. --�Si yo no creo!--repuso la se�orita riendo nerviosamente--. �Usted se figura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la _Compa�a_, con su procesi�n de luces all� a las altas horas? En mi vida he dado cr�dito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos.... Lo que siempre me porf�a el se�or de Juncal: fortalecerse, criar sangre.... L�stima que la sangre no se compre en la tienda.... �no le parece a usted? --O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... la necesitan.... Dijo esto el presb�tero titubeando, poni�ndose encendido hasta la nuca, porque su impulso primero hab�a sido exclamar: �Se�orita Marcelina, aqu� est� mi sangre a la disposici�n de usted�. El silencio producido por arranque tan vivo dur� algunos segundos, durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distra�dos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombr�o les fue entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las monta�as negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscur�sima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades p�lidas de un angustiado sol; era el grupo de casta�os, inm�vil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarr�n furioso y desencadenado.... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capell�n y se�orita: --�Qu� d�a tan triste! Juli�n reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y, pensando alto, prorrump�a: --Se�orita, tambi�n esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco _miedosa_. �No le parece? Los ojos de Nucha se animaron, como si el capell�n le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrev�a a manifestar. --Desde que ha venido el invierno--murmur� hablando consigo misma--no s� qu� tiene ni qu� trazas saca... que no me parece la misma.... Hasta las murallas se han vuelto m�s gordas y la piedra m�s oscura.... Ser� una tonter�a, �ya s� que lo ser�!, pero no me atrevo a salir de mi habitaci�n, yo que antes revolv�a todos los rincones y andaba por todas partes.... Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella.... Necesito ver si hay abajo, en el s�tano, arcones para la ropa blanca.... H�game el favor de venir, Juli�n, ahora que la ni�a duerme.... Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas. Intent� el capell�n disuadirla: tem�a que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La se�orita no dio m�s respuesta que dejar la labor, envolverse en su mant�n y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vac�as, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volv�a la cabeza atr�s a ver si la segu�a su acompa�ante, y el adem�n de volverla revelaba alteraci�n y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra. Llegados al pat�n que cerraba el grave claustro, Nucha se�al� a un pilar que ten�a incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba a�n un eslab�n comido de or�n. --�Sabe usted qu� era esto?--murmur� con apagada voz. --No s�--respondi� Juli�n. --Dice Pedro--explic� la se�orita--que estuvo ah� la cadena con que ten�an sujeto sus abuelos a un negro esclavo.... �No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? �Qu� tiempos tan malos, Juli�n! --Se�orita..., a don M�ximo Juncal, que no piensa m�s que en pol�tica, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino.... Bastantes barbaridades hacen hoy en d�a, y la religi�n anda perdida desde estas grescas. --Pero como aqu�--observ� Nucha, formulando sencillamente una observaci�n hist�rico-filos�fica de bastante alcance--no ve uno sino las atrocidades de los se�ores de otro tiempo..., parece que son las �nicas que le dan en qu� pensar.... �Por qu� ser�n tan malos cristianos los hombres?--a�adi� entreabriendo los labios con c�ndido asombro. El cielo se oscureci� m�s en el momento de expresarse as� Nucha; un rel�mpago alumbr� s�bitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la se�orita, que adquiri� a la luz verdosa el aspecto tr�gico de una faz de imagen. --�Santa B�rbara bendita!--articul� piadosamente el capell�n, estremeci�ndose--. Volv�monos arriba, se�orita.... Est� tronando. Como este a�o no tuvimos _cordonazo de San Francisco_..., ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto.... �Subimos? --No--resolvi� Nucha, empe�ada en combatir sus propios terrores--. �sta es la puerta del s�tano.... �Cu�l ser� la llave? La busc� alg�n tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro rel�mpago ba�� de claridad fantasmag�rica el sitio en que iba a penetrar; rod� el carro del trueno, pausado al principio, despu�s ronco y formidable, como una voz hinchada por la c�lera, y Nucha retrocedi� con espanto. --�Qu� sucede, se�orita querida? �Qu� sucede?--grit� el capell�n. --�Nada... nada!--tartamude� la se�ora de Ulloa--. Se me figur� al abrir que estaba ah� dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme.... �Si no los tendr� cabales? Pues mire usted que jurar�a haberlo visto. --�El dulce Nombre! No, se�orita es que hace fr�o aqu�, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los s�tanos.... Ret�rese usted; yo buscar� lo que haga falta. --No--replic� Nucha con energ�a--. Ya me carga de veras ser tan boba.... Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades.... �Trae usted la cerilla?--grit� ya desde dentro. El capell�n la encendi�, y a su luz menos que dudosa vieron el s�tano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confuso mont�n de objetos retirados all� por inservibles y pudri�ndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterr�neo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parec�a un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en la fantas�a la idea de un hombre asesinado y oculto all�. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos h�medo y medroso, y, con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre s� mismos, grit�: --Aqu� est� el arc�n.... Que me lo suban despu�s.... Sali� muy animada, satisfecha de su resoluci�n, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el caser�n que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvi� a sobrecogerla el fragor de un trueno m�s hondo, poderoso y cercano que los anteriores. �Era preciso encender la vela del Sant�simo y rezar el Trisagio! As� lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la c�moda de Nucha: un cirio bastante largo a�n, de cera color de naranja, con muchas l�grimas y un p�bilo que chisporroteaba y no acababa de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada fulgurante del rel�mpago les deslumbrase a cada minuto. Rug�a con creciente ira el viento, y la tronada se hab�a situado sobre los Pazos, oy�ndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadr�n de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un pe�asco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. �Con cu�nto fervor empez� el capell�n a guiar el Trisagio misterioso! Anonad�ndose ante la c�lera divina, cuya violencia sacud�a y hac�a retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba: De la subit�nea muerte del rayo y de la centella libra este Trisagio, y sella a quien lo reza: y advierte.... Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corr�a al sof�, donde se reclinaba lanzando interrumpidas carcajadas hist�ricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprim�an sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sof�, ara��ndolos con furor.... Aunque tan inexperto, Juli�n comprendi� lo que ocurr�a: el espasmo inevitable, la explosi�n del terror reprimido, el pago del alarde de valent�a de la pobre Nucha.... --�Filomena, Filomena! Aqu�, mujer, aqu�.... Agua, vinagre..., el frasquito aqu�l.... �D�nde est� el frasco que vino de la botica de Cebre? Afl�jele el vestido.... Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no necesitaba avis�rmelo.... Unos pa�itos fr�os en las sienes.... �Si truena, que truene! Deje tronar.... Acuda a la se�orita.... D�le aire con este papel aunque sea.... �Ya est� cubierta y floja? Se lo dar� yo, poquito a poco.... Que respire bien el vinagre... -XXI- Not�se d�as despu�s alguna mejor�a en el estado general de la se�ora de Ulloa, con lo cual el capell�n revivi� y se le anim� tambi�n el marchito semblante. El marqu�s andaba en extremo distra�do, organizando una cazata a los lejanos montes de Castrodorna, m�s all� del r�o; el tiempo se aseguraba; las noches eran de helada, claras y glaciales; acerc�base el plenilunio, y todo promet�a feliz �xito. La v�spera de la salida al cazadero vinieron a dormir a los Pazos el notario de Cebre, el se�orito de Limioso, el cura de Bo�n, el de Naya, y un cazador furtivo, escopeta negra infalible, conocida en el pa�s por el alias de _Bico de rato_ (hocico de rat�n), mote apropiad�simo a la color tiznada de su cara, donde giraban dos ojuelos vivarachos. Llen�se la casa de ruido, de tilinteo de cascabeles, de cadencia de u�as de perros sobre los pisos de madera, de voces sonoras y de �rdenes para tener en punto al amanecer todos los arreos de caza. La cena fue regocijada y ruidosa: se brome�, se contaron de antemano las perdices que hab�an de sucumbir, se saborearon por adelantado las provisiones que se llevaban al monte, y se remoj� previamente el gaznate con jarros de un tinto a�ejo que daba gloria. A la hora de los postres y del caf�, habi�ndose retirado Nucha, que por el ansia de su ni�a se recog�a temprano, subieron de la cocina Primitivo y el rat�n, y los futuros compa�eros de glorias y fatigas comenzaron a fraternizar fumando y trincando a competencia. Era el momento m�s sabroso, el verdadero instante de felicidad espiritual para un cazador de raza: era el minuto de las an�cdotas cineg�ticas y, sobre todo, de los embustes. Para �stos se establec�a turno pac�fico, pues nadie renunciaba a soltar su correspondiente bola, y crec�an en magnitud conforme se enredaba la pl�tica. Formaban c�rculo los cazadores, y a sus pies dorm�an enroscados los perros, con un ojo cerrado y otro entreabierto y de p�rpado convulso; a veces, cuando se aplacaban las risotadas y las frases chistosas, se o�a a los canes _tocar la guitarra_, espulgarse a toda orquesta, ladrar por sue�os, sacudir las orejas y suspirar con resignaci�n. Nadie les hac�a caso. El hocico de rat�n tiene la palabra: --�Pueda que no me lo crean y es tan cierto como que habemos de morir y la tierra nos ha de comer! Para m�s verd� fue un d�a de San Silvestre.... --Andar�an las brujas sueltas--interrumpi� el cura de Bo�n. --Si eran _meigas_ o era el _trasno_, yo no lo s�: pero lo mismo que habemos de dar cuenta a Dios nuestro Se�or de nuestras _auciones_, me pas� lo que les voy a contar. Andaba yo tras de una perdiz agachadito, agachadito y el rat�n se agachaba en efecto, siguiendo su inveterada costumbre de representar cuanto hablaba, porque no llevaba perro ni dia�o que lo valiese, y estaba, con perd�n de las barbas honradas que me escuchan, para montar a caballo de un vallado, cuando oigo �tras tris, tras tras!, �tipir�, tipir�!, el andar de una liebre; �m�s lista ven�a... que las _zantellas_! Pues se�or... _viro_ la cabeza mismo as�..., �con perd�n de las barbas!, con mi escopeta m�s agarrada que la Bula..., y de repente, �pan!, me pasa una cosa del otro mundo por encima de la cabeza, y me caigo del vallado abajo.... Explosi�n de preguntas, de risas, de protestas. --�Una cosa del otro mundo? --�Un �nima del Purgatorio? --�Pero �l era persona o animal o qu� mil rayos era? --Abrir la puerta, que esta mentira no cabe en la habitaci�n. --�As� Dios me salve y me d� la gloria como es verdad!--clam� el hocico de rat�n, poniendo el semblante m�s compungido del mundo--. �Era, con perd�n, la descarada de la liebre, que brinc� por _riba_ de m� y me tir� patas arriba! La aclaraci�n produjo verdadero delirio. Don Eugenio, el abad de Naya, se abr�a literalmente de risa, apret�ndose las caderas con ambas manos, quej�ndose y derramando l�grimas; el marqu�s de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El bueno del rat�n no pod�a ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase. En toda reuni�n de cazadores (gente amiga de bromas pesadas) hay un buf�n, un juglar, un gracioso obligado, y este papel correspond�a de derecho a la escopeta negra, que se prestaba a desempe�arlo de bon�sima gana. Acostumbrado a pasarse los d�as y las noches al sereno, en espera de la liebre, del conejo o de la perdiz; hecho a apretarse la cintura con una cuerda, a la manera de los salvajes, en las muchas ocasiones en que le faltaba un mendrugo de pan que roer, el m�sero ratoncillo era dichoso cuando le tocaba cazar con gente de pro, de la que se lleva al cazadero botas henchidas de lo a�ejo, _lacones_ cocidos y cigarros; ufan�base cuando le celebraban sus patra�as: las narraba cada d�a con mayor seriedad, convicci�n y tono ingenuo, y a todas las chanzas respond�a invocando a Dios y a los santos de la corte celestial en apoyo de sus aseveraciones estramb�ticas. De pie, con las manos en los bolsillos del pantal�n, mapamundi de remiendos, y moviendo con risible rapidez nariz y boca, que ten�a de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen alg�n nuevo episodio tan veros�mil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspond�a a don Eugenio. --�Saben--dec�a medio llorando y salivando a�n de risa--un caso que pas� entre el can�nigo Castrelo y un se�or muy chistoso, Ram�rez de Orense? --�El can�nigo Castrelo!--exclamaron el cura de Bo�n y el marqu�s--. �Qu� apunte! �De �rdago! �se las suelta... como la torre de la Catedral. --Pues ver�n, ver�n c�mo encontr� con la horma de su zapato donde menos se lo pensaba. Era una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a espetar cuentos de caza..., �mentira todos! Despu�s de que se hart�, quiso encajar uno descomunal y dijo as� muy serio: �Sabr�n ustedes que una ma�ana sal� yo al monte, y entre unas matas o� as�... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito... el ruido segu�a, dale que tienes. Me acerco m�s..., y ya no me cabe duda de que hay all� escondida una pieza. Armo, apunto, disparo..., �pum, pum! �Y qu� creer�n ustedes que mat�, se�ores?�. Todo el mundo a nombrar animales diferentes: que lobo, que zorro, que jabal�, y hasta hubo quien nombr� a un oso.... Castrelo a decir que no con la cabeza..., hasta que por �ltimo salt�: �Pues ni zorro, ni lobo, ni jabal�.... Lo que mat� era.... �un tigre de Bengala!�. --Hombre, don Eugenio.... �No fastidiar!--gritaron un�nimemente los cazadores--. �Hab�a de atreverse Castrelo?... �C�mo no le deshicieron el morro de una bofetada all� mismo? Don Eugenio, no consiguiendo que le oyesen, hac�a con la mano se�as de que faltaba lo mejor del cuento. --�Paciencia!--exclam� por fin--. Tengan paciencia, que no se acab�. Pues, se�or, ya ustedes comprender�n que en el Casino se arm� una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo de mentiroso en su cara. S�lo el se�or de Ram�rez estaba muy formal, y apaciguaba a los alborotadores. �No hay que asombrarse, no hay que asombrarse; yo les contar� a ustedes una cosa que me pas� a m� cazando, que es m�s rara todav�a que la del se�or de Castrelo�. El can�nigo empieza a escamarse y la gente a atender. �Sabr�n ustedes que una ma�ana sal� yo al monte, y, entre unas matas, o� as�... un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito.... El ruido segu�a, dale que tienes. Me acerco m�s.... Ya no me cabe duda de que hay all� escondida una pieza. Armo..., apunto..., disparo.... �Pum, pum!... �Y qu� creer� usted que mat�, se�or can�nigo?�. ��C�mo demonios lo he de saber? Ser�a... un le�n�. ��Ca!�. �Pues ser�a... un elefante�. ��Caaa!�. �Ser�a... lo que usted guste, caramba�. ��Una sota de bastos, se�or de Castrelo! �Era una sota de bastos!�. Minutos de no entenderse. El rat�n re�a con una especie de hipo agudo; el se�orito de Limioso, ronca y gravemente; el cura de Bo�n, no sabiendo c�mo desahogar el regocijo, pateaba en el suelo y abofeteaba a la mesa. --�Ey!--grit� don Eugenio--. _Bico-de-rato_, �no te has tropezado t� nunca con ning�n tigre? Echa un vasito y cu�ntanos si te encontraste alguno por ah�, _hom_. Atiz�se el rat�n su medio cuartillo; brill�ronle los ojuelos, limpi� el labio con la bocamanga de la mugrienta chaqueta, y declar� con acento sincero y candoroso: --Lo que es _trigues_..., por estos montes no debe de los haber, que si no, ya los tendr�a matados; pero les dir� lo que me pas� un d�a de la Virgen de Agosto.... --�A las tres y diez minutos de la tarde?--pregunt� don Eugenio. --No..., hab�an de ser las once de la ma�ana, y puede que a�n no las fuesen. �Pero cr�anme, como que esa luz nos est� alumbrando! Ven�a yo de tirar a las t�rtolas en un sembrado, y me encontr� a la chiquilla del t�o Pepe de Naya, que tra�a la vaca mismo cogida as� y hac�a adem�n de arrollarse una cuerda a la mu�eca. �Buenos d�as�. �Santos y buenos�. ��Me da las _rulas_?�. ��Y qu� me das por ellas, rapaza?�. �No tengo un _ichavo_ triste�. �Pues d�jame mamar de la vaqui�a, que rabio de sed�. �Mame luego, pero no lo chupe todo�. Me arrodillo as� el rat�n medio se hinc� de hinojos ante el abad de Naya, y orde�ando en la palma de la mano, con perd�n, zampo la leche. �Qu� fresca! �Vaya, rapaza.... �San Ant�n te guarde la vaca!�. Ando, ando, ando, ando, y al cuarto de legua de all� me entra un sue�o por todo el cuerpo..., como que me voy quedando tonto. �A escotar! Me meto por el monte arriba, y llegando a donde hay unos tojos m�s altos que un cristiano, me tumbo as� (con perd�n) y saco el sombrero, y lo dejo de esta manera (reparen bien) sobre la yerba. Sue�o fue, que hasta de all� a hora y media no volv� en mi acuerdo. Voy a apa�ar mi sombrero para largar.... Lo mismo que todos nos habemos de morir y resucitar en la gloria del d�a del Juicio, me veo debajo una culebra m�s gorda que mi brazo _drecho_..., �con perd�n! --�Pero no que el izquierdo?--interrumpi� don Eugenio picarescamente. --�Much�simo m�s gorda!--continu� el rat�n imperturbable--, y toda rollada, rollada, rollada, que cab�a all� debajo..., �y durmiendo como una santa de Dios! --�Pero roncar, no roncaba? --La condenada acud�a al olor de la leche..., y vali� que le dio idea de esconderse en el chapeo..., que las intenciones bien se las conoc�.... �eran de met�rseme por la boca, con perd�n de las barbas honradas! Aunque se arm� gran algazara, la moder� alg�n tanto el cura de Bo�n recordando las diversas ocasiones en que se o�an contar casos an�logos: culebras que se encontraban en los establos mamando del pez�n de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los ni�os para beberles la leche en el est�mago.... Asist�a Juli�n a la velada, entretenido y contento, porque la alegr�a y el humor de los cazadores le disipaba las ideas congojosas de algunos d�as atr�s, el miedo a la Sabia, a Primitivo, a los Pazos, los l�gubres presentimientos acrecentados por la comunicaci�n de los terrores nerviosos de Nucha. Don Eugenio, vi�ndole animado, le porfiaba para que fuese a hacerles una visita al cazadero; neg�base Juli�n, pretextando la necesidad de decir misa, de rezar las horas can�nicas: en realidad, era que no quer�a dejar enteramente sola a la se�orita. Al cabo, tanto insisti� don Eugenio, que hubo de prometer, aplazando para el �ltimo d�a. --No ha de haber nada de eso-exclam� el bullicioso p�rroco--. Ma�ana por la ma�anita nos lo llevamos con nosotros.... Se vuelve de all� pasado ma�ana temprano. Toda resistencia hubiera sido in�til, y m�s en tal momento, cuando la jarana crec�a y el vino menguaba en los jarros. Juli�n sab�a que aquella gente maleante y retozona era capaz de llevarlo por fuerza, si se negaba a ir de grado. -XXII- Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita, y siendo blanco de las bromas de los cazadores, porque iba vestido de modo asaz impropio para la ocasi�n, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de ninguna especie. El d�a asomaba despejado y magn�fico: en las hierbas resplandec�an las cristalizaciones de la escarcha; la tierra se estremec�a de fr�o y humeaba levemente a la primera caricia del sol; el paso animado y gimn�stico de los cazadores resonaba militarmente sobre el terreno endurecido por la helada. Desde el cazadero, adonde llegaron a cosa de las nueve, desparram�ronse por el monte. Juli�n, no sabiendo qu� hacer de su persona, qued�se pegado a don Eugenio, y le vio realizar dos proezas cineg�ticas y meter en el morral dos pollitos de perdiz, tibios a�n de la reci�n arrancada vida. Es de advertir que don Eugenio no gozaba fama de diestro tirador, por lo cual, al reunirse los cazadores a mediod�a para comer en un repuesto encinar, el p�rroco de Naya invoc� el testimonio de Juli�n para que asegurase que se las hab�a visto tirar al vuelo. --�Y qu� es tirar al vuelo, don Juli�n?--le preguntaron todos. Como el capell�n se qued� parado al hacerle tan insidiosa pregunta, ocurri�seles a los cazadores que ser�a cosa muy divertida darle a Juli�n una escopeta y un perro y que intentase cazar algo. Quieras que no quieras, fue preciso conformarse. Se le destin� el _Chonito_, perdiguero infatigable, recastado, de hocico partido, el m�s ardiente y seguro de cuantos canes iban all�. --En cuanto vea que el perro se para--explic�bale don Eugenio al novel cazador, que apenas sab�a por d�nde coger el arma mort�fera--, se prepara usted y le anima para que entre..., y al salir las perdices, les apunta y hace fuego cuando se tiendan.... Si es la cosa m�s f�cil del mundo.... Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo, sus ijares se estremec�an de impaciencia, de cuando en cuando se volv�a para cerciorarse de que le acompa�aba el cazador. De pronto tom� el trote hacia un matorral de u[r]ces, y repentinamente se qued� parado, en actitud escultural, tenso e inm�vil como si lo hubiesen fundido en bronce para colocar en un z�calo. --�Ahora!--exclam� el de Naya--. Eh, Juli�n, m�ndele que entre.... --Entra, Chonito, entra--murmur� l�nguidamente el capell�n. El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vacil�; por fin se lanz� entre las urces, y al punto mismo se oy� un revoloteo, y el bando sali� en todas direcciones. --�Ahora, condenado, ahora! �Ese tiro!--grit� don Eugenio. Juli�n apret� el gatillo.... Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo. Chonito, confuso, miraba al que hab�a disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal parec�a preguntar con los ojos d�nde se encontraba la perdiz herida, para portarla. Media hora despu�s se repiti� la escena, y el desenga�o de Chonito. Ni fue el �ltimo, porque m�s adelante, en un sembrado, a�n levant� el can un bando tan numeroso, tan pr�ximo, y que sal�a tan a tiro, que era casi imposible no _tumbar_ dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo fuego Juli�n. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo.... Mas ninguna perdiz cay�. Entonces Chonito, clavando en el capell�n una mirada casi humana, llena de desprecio, volvi� grupas y se alej� corriendo a todo correr, sin dignarse o�r las imperativas voces con que lo llamaban.... No hay c�mo encarecer lo que se celebr� este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo chacota de Juli�n, y, en penitencia de su torpeza, se le conden� a asistir inmediatamente, cansado y todo, a la espera de las liebres. La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bru�ida colgado de una c�pula de cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia casi boreales de la atm�sfera. Ca�a helada, y en el aire parec�a que se cruzaban millares de fin�simas agujas, que apretaban las carnes y reconcentraban el calor vital en el coraz�n. Pero para la liebre, vestida con su abrigado manto de suave y tupido pelo, era noche de fest�n, noche de pacer los tiernos reto�os de los pinos, la fresca hierba impregnada de roc�o, las arom�ticas plantas de la selva; y noche tambi�n de amor, noche de seguir a la t�mida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla, conmoverla y arrastrarla a las sombr�as profundidades del pinar.... Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches as� los cazadores. Tendidos boca abajo, cubierto con un papel el ca��n de la carabina a fin de que el olor de la p�lvora no llegue a los finos �rganos olfativos de la liebre, aplican el o�do al suelo, y as� se pasan a veces horas enteras. Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza; entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la claridad lunar divisa por fin un monstruo de fant�stico aspecto, pegando brincos prodigiosos, apareciendo y desapareciendo como una visi�n: la alternativa de la oscuridad de los �rboles y de los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus r�pidos movimientos una velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara. Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea perseguida y recuestada por innumerables galanes en la �poca del celo, a quien el pudor obliga a ocultarse de d�a en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos de pino, y tras de la cual, desalados y hechos alm�bar, corren por lo menos tres o cuatro machos, deseosos de rom�nticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos rondadores se detendr� en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival, aunque tropiece en el camino su ensangrentado cad�ver, aunque el tufo de la p�lvora le diga: ��Al final de tu idilio est� la muerte!�. No, no se parar�n. Acaso el instinto de cobard�a propio de su raza les mover� a agazaparse breves minutos detr�s de un arbusto o de una pe�a; pero al primer imperceptible efluvio amoroso que les traiga la cortante brisa; al primer h�lito de la hembra que se destaque del olor de la resina exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzar�n de nuevo y con m�s br�o, ciegos de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los ir� tendiendo uno por uno a sus pies, sobre la hierba en que so�aron tener lecho nupcial. -XXIII- En el coraz�n de la tierna heredera de los Ulloas ten�a el capell�n, desde hac�a alg�n tiempo, un rival completamente feliz y victorioso: Perucho. Le bast� presentarse para triunfar. Entr� un d�a en la punta de los pies, y sin ser sentido fue arrim�ndose a la cuna. Nucha le ofrec�a de vez en cuando golosinas y calderilla, y el rapaz, como suele suceder a las fieras domesticadas, contrajo excesiva familiaridad y apego, y costaba trabajo echarle de all�, encontr�ndosele por todas partes, donde menos se pensaba, a manera de gatito peque�o viciado en el mimo y la compa��a. Much�simo le llam� la atenci�n la chiquitina al pronto. Ni los pollos nuevos cuando romp�an el cascar�n, ni los cachorros de la Linda, ni los recentales de la vaca, consiguieron nunca fijar as� las miradas at�nitas de Perucho. No pod�a �l darse cuenta de c�mo ni por d�nde hab�a venido tan gran novedad; sobre este tema, se perd�a en reflexiones. Rondaba la cuna incesantemente, poni�ndose en riesgo notorio de recibir alg�n pescoz�n del ama, y, como no le expulsasen, se estaba buena pieza con el dedito en la boca, absorto y embelesado, m�s parecido que nunca a los amorcillos de los jardines que dicen con su actitud: �Silencio�. Jam�s se le hab�a visto quieto tantas horas seguidas. As� que la ni�a empez� a tener asomos de conciencia de la vida exterior, dio claras muestras de que si ella le interesaba a Perucho, no le importaba menos Perucho a ella. Ambos personajes reconocieron en seguida su mutua importancia, y a este reconocimiento siguieron evidentes se�ales de concordia y regocijo. Apenas ve�a la chiquilla a Perucho, brillaban sus ojuelos, y de su boca entreabierta sal�a, unido a la cristalina y caliente baba de la dentici�n, un amoros�simo gorjeo. Tend�a ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden, acercaba la cabeza cerrando los p�rpados; entonces la peque�a saciaba su anhelo, tirando a su sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo acompa�ado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegr�a cuando, por ejemplo, acertaba con el agujero de la oreja. Pasados los dos o tres primeros meses de lactancia, el genio de los ni�os se agria, y sus llantos y rabietas son frecuentes, porque empiezan los fen�menos precursores de la dentici�n a molestarles. Cuando tal suced�a a su ni�a, Nucha sol�a emplear con buen resultado el talism�n de la presencia de Perucho. Un d�a que el berrench�n no cesaba, fue preciso acudir a expedientes m�s heroicos: sentar a Perucho en una silleta baja y ponerle en brazos a la chiquitina. �l se estaba quieto, inm�vil, con los ojos muy abiertos y fijos, sin osar respirar, tan hermoso, que daban ganas de com�rselo. La chiquita, sin transici�n, hab�a pasado de la furia a la bonanza, y re�a abriendo un palmo de desdentada boca; re�a con los labios, con el mirar, con los pies bailarines, que descargaban pataditas menudas en el muslo de Perucho. No se atrev�a el rapaz ni a volver la cabeza, de puro encantado. A medida que la chiquilla atend�a m�s, Perucho se ingeniaba en traerle juguetes inventados por �l, que la divert�an infinito. No se sabe lo que aquel galop�n discurr�a para encontrar a cada paso cosas nuevas, ya fuesen flores, ya pajaritos vivos, ya ballestas de ca�a, ya todo g�nero de porquer�as, que era lo que m�s entusiasmaba a la peque�a. Present�base a lo mejor con una rana atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufan�simo con un rat�n acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba l�stima. Ten�a aquel cachidiablo la especialidad de los juguetes animados. En su _pucho_ roto y agujereado almacenaba lagartijas, mariposas y _mariquitas de Dios_; en sus bolsillos y seno, nidos, frutos y gusanos. La se�orita le tiraba bondadosamente de las orejas. --Como vuelvas a traer aqu� tales ascos..., ver�s, ver�s. Te he de colgar de la chimenea como a los chorizos, para que te ah�mes. Juli�n transig�a con estas intimidades, mientras no sorprendi� el secreto de otras harto menos inocentes. Desde que madrugando hab�a visto a Sabel salir del cuarto de don Pedro, d�bale un vuelco la sangre cada vez que tropezaba al chiquillo y notaba el afecto con que lo trataba Nucha a veces. Cierto d�a entr� el capell�n en la habitaci�n de la se�orita y encontr� un inesperado espect�culo. En el centro de la c�mara humeaba un colosal barre��n de loza, lleno de agua templada, y estrechamente abrazados y en cueros, el chiquillo sosteniendo en brazos a la ni�a, estaban Perucho y la heredera de Ulloa en el ba�o. Nucha, en cuclillas, vigilaba el grupo. --No hubo otro medio de reducirla a ba�arse--exclam� al advertir la admiraci�n de Juli�n--; y como don M�ximo dice que el ba�o le conviene.... --No me pasmo yo de ella--respondi� el capell�n--, sino de �l, que le teme m�s al agua que al fuego. --A trueque de estar con la nena--replic� Nucha--, se deja �l ba�ar aunque sea en pez hirviendo. Ah� los tiene usted en sus glorias. �No parecen un par de hermanitos? Al pronunciar sin intenci�n la frase, Nucha, desde el suelo, alzaba la mirada hacia Juli�n. La descomposici�n de la cara de �ste fue tan instant�nea, tan reveladora, tan elocuente, tan profunda, que la se�ora de Moscoso, apoy�ndose en una mano, se irgui� de pronto, qued�ndose en pie frente a �l. En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se trasluc�a la ramificaci�n venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y c�rnea h�meda, cercados de azulada ojera, vio Juli�n encenderse y fulgurar tras las negras pesta�as una luz horrible, donde ard�an la certeza, el asombro y el espanto. Call�. No tuvo �nimos para pronunciar una sola frase, ni disimulo para componer sus facciones alteradas. La ni�a, en el tibio bienestar del ba�o, sonre�a, y Perucho, sosteni�ndola por los sobacos, habl�ndola con tierna algarab�a de diminutivos cari�osos, la columpiaba en el l�quido transparente, le abr�a los muslos para que recibiese en todas partes la frescura del agua, imitando con religioso esmero lo que hab�a visto practicar a Nucha. Ocurr�a la escena en un sal�n de los m�s chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratad�simo biombo del siglo pasado, pintado harto fant�sticamente con paisajes inveros�miles: �rboles picudos en fila que parec�an lechugas, monta�as semejantes a quesos de San Sim�n, nubarrones de hechura de panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al espectador. Ocultaba el biombo la cama de Nucha, de copete dorado y columnas salom�nicas, y la cunita de la ni�a. Inm�vil por espacio de algunos segundos, la se�orita recobr� de improviso la acci�n. Se inclin� hacia el barre�o y arranc� de golpe a su hija de brazos de Perucho. La criatura, sorprendida y asustada por el brusco movimiento, interrumpida en su diversi�n, rompi� en llanto desconsolado y repentino; y su madre, sin hacerle caso, entr� corriendo tras el biombo, la ech� en la cuna, y medio la arrop�, volviendo a salir inmediatamente. A�n permanec�a Perucho en el agua, asaz asombrado; la se�orita le asi� de los hombros, del pelo, de todas partes, y empuj�ndole cruelmente, desnudo como estaba, le persigui� por el sal�n hasta expulsarle a empellones. --�Largo de aqu�!--dec�a m�s p�lida que nunca y con los ojos llameantes--. �Que no te vea yo entrar!... Como vuelvas te azoto, �entiendes?, �te azoto! Pas� tras el biombo otra vez, y Juli�n la sigui� aturdido, sin saber lo que le suced�a. Con la cabeza baja, los labios temblones, la se�ora de Moscoso arreglaba, sin disimular el desatiento de las manos, los pa�ales de su hija, cuyo llorar ten�a ya inflexiones de pena como de persona mayor. --Llame usted al ama--orden� secamente Nucha. Corri� Juli�n a obedecer. A la puerta del sal�n le cerraba el paso una cosa tendida en el suelo; alz� el pie; era Perucho, en cueros, acurrucado. No se le o�a el llanto: ve�ase �nicamente el brillo de los gruesos lagrimones, y el vaiv�n del acongojado pecho. Compadecido el capell�n, levant� a la criatura. Sus carnes, mojadas a�n, estaban amoratadas y yertas. --Ven por tu ropa--le dijo--. Ll�vala a tu madre para que te vista. Calla. Insensible como un espartano al mal f�sico, Perucho s�lo pensaba en la injusticia cometida con �l. --No hac�a mal...--balbuci�, ahog�ndose--. No-ha-c�--a-mal... ningu... no.... Volvi� Juli�n con el ama, pero la criatura tard� bastante en consolarse al pecho. Pon�a la boquita en el pez�n, y de repente torc�a la cara, hac�a pucheros, iniciaba un llanto quejumbroso. Nucha, con andar autom�tico, sali� del retrete formado por el biombo y se acerc� a la ventana, haciendo se�a a Juli�n de que la siguiese. Y, demudados ambos, se contemplaron algunos minutos silenciosamente, ella preguntando con imperiosa ojeada, �l resuelto ya a enga�ar, a mentir. Hay problemas que s�lo lo son planteados a sangre fr�a; en momentos de apuro, los resuelve el instinto con seguridad maravillosa. Juli�n estaba determinado a faltar a la verdad sin escr�pulos. Al cabo Nucha pronunci� con sordo acento: --No crea que es la primera vez que se me ocurre que ese... chiquillo es... hijo de mi marido. Lo he pensado ya; s�lo que fue como un rel�mpago, de esas cosas que desecha uno apenas las concibe. Ahora ya... ya estamos en otro caso. S�lo con ver su cara de usted.... --�Jes�s!, �se�orita Marcelina! �Qu� tiene que ver mi cara?... No se acalore, le ruego que no se acalore.... �Por fuerza esto es cosa del demonio! �Jes�s mil veces! --No, no me acaloro-exclam� ella, respirando fuerte y pas�ndose por la frente la palma extendida. --�V�lgame Dios! Se�orita, a usted le va mal. Se le ha vuelto un color.... Estoy viendo que le da el ataque. �Quiere la cucharadita? --No, no y no; esto no es nada: un poco de ahogo en la garganta. Esto lo... noto muchas veces; es como una bola que se me forma all�.... Al mismo tiempo parece que me barrenan la sien.... Al caso, al caso. Decl�reme usted lo que sabe. No calle nada. --Se�orita...--Juli�n resolvi� entonces, en su interior, apelar a eso que llaman subterfugio jesu�tico, y no es sino natural recurso de cuantos, detestando la mentira, se ven compelidos a temer la verdad--. Se�orita.... Reniego de mi cara. �Lo que se le ha ido a ocurrir! Yo no pensaba en semejante cosa. No, se�ora, no. La esposa hinc� m�s sus ojos en los del capell�n e hizo dos o tres interrogaciones concretas, terminantes. Aqu� del jesuitismo, mejor dicho, de la verdad cogida por donde no pincha ni corta. --Me puede creer; ya ve que no hab�a de tener gusto en decir una cosa por otra: no s� de qui�n es el chiquillo. Nadie lo sabe de cierto. Parece natural que sea del querido de la muchacha. --�Usted est� seguro de que tiene... querido? --Como de que ahora es de d�a. --�Y de que el querido es un mozo aldeano? --S� se�ora: un rapaz guapo por cierto; el que toca la gaita en las fiestas de Naya y en todas partes. Le he visto venir aqu� mil veces, el a�o pasado, y... andaban juntos. Es m�s: me consta que trataban de sacar los papeles para casarse. S� se�ora: me consta. Ya ve usted que.... Nucha respir� de nuevo, llev�ndose la diestra a la garganta, que sin duda le oprim�a el consabido ahogo. Sus facciones se serenaron un tanto, sin recobrar su habitual compostura y apacibilidad encantadora: persist�a la arruga en el entrecejo, el extrav�o en el mirar. --�Mi ni�a...--articul� en voz baja--, mi ni�a abrazada con �l! Aunque usted diga y jure y perjure.... Juli�n, esto hay que remediarlo. �C�mo voy a vivir de esta manera? �Ya me deb�a usted avisar antes! Si el chiquillo y la mujer no salen de aqu�, yo me volver� loca. Estoy enferma; estas cosas me hacen da�o..., da�o. Sonri� con amargura y a�adi�: --Tengo poca suerte.... No he hecho mal a nadie, me he casado a gusto de pap�, y mire usted �c�mo se me arreglan las cosas! --Se�orita.... --No me enga�e usted tambi�n recalc� el _tambi�n_. Usted se ha criado en mi casa, Juli�n, y para m� es usted como de la familia. Aqu� no cuento con otro amigo. Acons�jeme. --Se�orita--exclam� el capell�n con fuego--, quisiera librarla de todos los disgustos que pueda tener en el mundo, aunque me costase sangre de las venas. --O esa mujer se casa y se va--pronunci� Nucha--, o.... Interrumpi� aqu� la frase. Hay momentos cr�ticos en que la mente acaricia dos o tres soluciones violent�simas, extremas, y la lengua, m�s cobarde, no se atreve a formularlas. --Pero, se�orita Marcelina, no se mate as�--porfi� Juli�n--. Son figuraciones, se�orita, figuraciones. Ella le tom� las manos entre las suyas, que ard�an. --D�gale usted a mi marido que la eche, Juli�n. �Por amor de Dios y su madre sant�sima! El contacto de aquellas palmas febriles, la s�plica, turbaron al capell�n de un modo inexplicable, y sin reflexionar exclam�: --�Tantas veces se lo he dicho! --�Ve usted!--repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos. Enmudecieron. En la campi�a se o�a el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la ni�a lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeci� dos o tres veces. Por �ltimo articul� dando con los nudillos en los vidrios de la ventana: --Entonces ser� yo.... El capell�n murmur� como si rezase: --Se�orita.... Por Dios.... No se revuelva la cabeza.... D�jese de eso.... La se�ora de Moscoso cerr� los ojos y apoy� la faz en los vidrios de la ventana. Procuraba contenerse: la energ�a y serenidad de su car�cter quer�an salir a flote en tan deshecha tempestad. Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiran�a del sistema nervioso sobre su debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando.... Nucha se volvi�, con los ojos secos y los nervios domados ya. -XXIV- Poco despu�s sufri� una metamorfosis el vivir entumecido y so�oliento de los Pazos. Entr� all� cierta hechicera m�s poderosa que la se�ora Mar�a la Sabia: la pol�tica, si tal nombre merece el enredijo de intrigas y miserias que en las aldeas lo recibe. Por todas partes cubre el manto de la pol�tica intereses ego�stas y bastardos, apostas�as y vilezas; pero, al menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces los empe�os de la lid, presentan car�cter de grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambici�n la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocres�a o histrionismo se aparenta el menor prop�sito elevado y general. Las ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno m�s mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiol�gica. Un combate naval en una charca. Forzoso es reconocer, no obstante, que en la �poca de la revoluci�n, la exaltaci�n pol�tica, la fe en las teor�as llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera, saneando con r�fagas de hurac�n el mef�tico ambiente de las intrigas cuotidianas en las aldeas. Viv�a entonces Espa�a pendiente de una discusi�n de Cortes, de un grito que se daba aqu� o acull�, en los talleres de un arsenal o en los vericuetos de una monta�a; y cada quince d�as o cada mes, se agitaban, se debat�an, se quer�an resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el soci�logo necesitan madurar lentamente, meditar quiz�s a�os enteros antes de descifrarlos, y que una multitud en revoluci�n decide en pocas horas, mediante una acalorada discusi�n parlamentaria, o una manifestaci�n clamorosa y callejera. Entre el almuerzo y la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se descubr�an nuevos principios, y en el fondo de la vor�gine batallaban las dos grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se apoyaban en _algo_ secular, lentamente sazonado al calor de la historia: la monarqu�a absoluta y la constitucional, por entonces disfrazada de monarqu�a democr�tica. La conmoci�n del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fieras monta�as que cercaban a los Pazos de Ulloa. Tambi�n all� se politiqueaba. En las tabernas de Cebre, el d�a de la feria, se o�a hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolici�n de quintas, de federaci�n, de plebiscito-pronunciaci�n no garantizada, por supuesto--. Los curas, al terminar las funciones, entierros y misas solemnes, se demoraban en el atrio, discutiendo con calor algunos s�ntomas recientes y elocuent�simos, la primer salida de aquellos famosos _cuatro sacristanes_, y otras menudencias. El se�orito de Limioso, tradicionalista inveterado, como su padre y abuelo, hab�a hecho dos o tres misteriosas excursiones hacia la parte del Mi�o, cruzando la frontera de Portugal, y susurr�base que celebraba entrevistas en Tuy con ciertos p�jaros; afirm�base tambi�n que las se�oritas de Molende estaban ocupad�simas construyendo cartucheras y no s� qu� m�s arreos b�licos, y a cada paso recib�an secretos avisos de que se iba a practicar un registro en su casa. Sin embargo, los entendidos y pr�cticos en la materia comprend�an que cualquier intentona a mano armada en territorio gallego se quedar�a en agua de cerrajas, y que por m�s rumores que corriesen acerca de armamentos y organizaci�n en Portugal, venidas de tropa, nombramientos de oficialidad, etc., la verdadera batalla que all� se librase no ser�a en los campos, sino en las urnas; no por eso m�s incruenta. Gobernaban a la saz�n el pa�s los dos formidables caciques, abogado el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su regi�n comarcana temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los dictadores romanos, no deb�a terminarse sino con la p�rdida y muerte del uno. Escribir la cr�nica de sus haza�as, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que encontraba el viajante por los senderos, alg�n techo carbonizado, alg�n hombre sepultado en presidio para toda su vida, pod�an dar raz�n de tan encarnizado antagonismo. Conviene saber que ninguno de los dos adversarios ten�a ideas pol�ticas, d�ndoseles un bledo de cuanto entonces se debat�a en Espa�a; mas, por necesidad estrat�gica, representaba y encarnaba cada cual una tendencia y un partido: Barbacana, moderado antes de la Revoluci�n, se declaraba ahora carlista; Trampeta, unionista bajo O'Donnell, avanzaba hacia el �ltimo conf�n del liberalismo vencedor. Barbacana era m�s grave, m�s autoritario, m�s obstinado e implacable en la venganza personal, m�s certero en asestar el golpe, m�s �vido e hip�crita, encubriendo mejor sus alevosas trazas para desmantecar al desventurado colono; era adem�s hombre que prefer�a servirse de medios legales y manejar el c�digo, diciendo que no hay tan seguro modo de acabar con un enemigo como empapelarlo: si no guarnec�an tantas cruces los caminos por culpa de Barbacana, las c�rceles hediondas del distrito anta�o, y hoga�o las murallas de Ceuta y Melilla, pod�an revelar hasta d�nde se extend�a su influencia. En cambio Trampeta, si justificando su apodo no desde�aba los enredos jur�dicos, sol�a proceder con m�s precipitaci�n y violencia que Barbacana, asegurando la retirada menos h�bilmente; as� es que su adversario le tuvo varias veces cogido entre puertas, y por punto no le aniquil�. Trampeta pose�a en desquite gran fertilidad de ingenio, suma audacia, expedientes impensados con que salir de los m�s graves compromisos. Barbacana serv�a mejor para preparar desde su habitaci�n una emboscada, hurtando el cuerpo despu�s; Trampeta, para ejecutarla en persona y con fortuna. La comarca aborrec�a a entrambos, pero Barbacana inspiraba m�s terror por su genio sombr�o. En aquella ocasi�n Trampeta, encargado de representar las ideas dominantes y oficiales, se cre�a seguro de la impunidad, aunque quemase a medio Cebre y apalease, encausase y embargase al otro medio. Barbacana, con la superioridad de su inteligencia, y aun de su instrucci�n, comprend�a dos cosas: primera, que se hab�a arrimado a pared m�s s�lida, a gente que no desampara a sus amigos; segunda, que cuando se le antojase pasarse con armas y bagajes al campo opuesto, conseguir�a siempre hundir a Trampeta. Ya hab�a tirado sus l�neas para el caso pr�ximo de la elecci�n de diputados. Trampeta, con actividad vertiginosa, _hac�a la cama_ al candidato del gobierno. Muy a menudo iba a la capital de provincia, a conferenciar con el gobernador. En tales ocasiones, el secretario, calculando que hombre prevenido vale por dos, ni olvidaba las pistolas, ni omit�a hacerse escoltar por sus seides m�s resueltos, pues no ignoraba que Barbacana ten�a a sus �rdenes mozos de pelo en pecho, verbigracia el temible Tuerto de Castrodorna. Cada viaje era una vi�a para el bueno del secretario, y muy beneficioso para los suyos: poco a poco las hechuras de Barbacana iban cayendo, y estancos, alguacilatos, guardian�a de la c�rcel, peones camineros, toda la plantilla oficial de Cebre, quedando a gusto de Trampeta. S�lo no pudo meterle el diente al juez, protegido en altas regiones por un pariente de la se�ora jueza, persona de viso. Obtuvo tambi�n que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que se cerrasen los ojos en otras, y que respecto a algunas sobreviniese ceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallaba investido, declar�, puesta la mano en el pecho, que respond�a de la elecci�n de Cebre. Durante este periodo, Barbacana se hac�a el muerto, limit�ndose a apoyar d�bilmente, como por compromiso, al candidato propuesto por la Junta carlista orensana, y recomendado por el Arcipreste de Loiro y los curas m�s activos, como el de Bo�n, el de Naya, el de Ulloa. Bien se dejaba comprender que Barbacana no ten�a fe en el �xito. El candidato era una excelente persona de Orense, instruido, consecuent�simo tradicionalista, pero sin arraigo en el pa�s y con fama de poca malicia pol�tica. Sus mismos correligionarios no estaban a bien con �l, por conceptuarle m�s hombre de bufete que de acci�n e intriga. As� las cosas, empez� a notarse que Primitivo, el montero mayor de los Pazos, ven�a a Cebre muy a menudo; y como all� se repara todo, se observ� tambi�n que, adem�s de las acostumbradas estaciones en las tabernas, Primitivo se pasaba largas horas en casa de Barbacana. �ste viv�a casi bloqueado en su domicilio, porque Trampeta, envalentonado con la embriaguez del poder, profer�a amenazas, asegurando que Barbacana recibir�a su pago en una _corredoira_ (camino hondo). No obstante, el abogado se arriesg� a salir en compa��a de Primitivo, y vi�ronse ir y venir curas influyentes y caciques subalternos, muchos de los cuales fueron tambi�n a los Pazos: unos a comer, otros por la tarde. Y como no hay secreto bien guardado entre tres, y menos entre tres docenas, el pa�s y el gobierno supieron pronto la gran noticia: el candidato de la Junta se retiraba de buen grado, y en su lugar Barbacana apoyaba, con el nombre de independiente, a don Pedro Moscoso, conocido por marqu�s de Ulloa. Desde que se enter� del complot, Trampeta pareci� atacado del baile de San Vito. Menude� viajes a la capital: eran de o�r sus explicaciones y comentarios en el despacho del gobernador. --Todo lo arma--dec�a �l--ese cerdo cebado del Arcipreste, unido al faccioso del cura de Bo�n e instigando al usurero del mayordomo de los Pazos, el cual a su vez mete en danza al malcriado del se�orito, que est� enredado con su hija. �Vaya un candidato!--exclamaba fren�tico--, �vaya un candidato que los neos escogen! �Siquiera el otro era persona honrada! Y alzaba mucho la voz al llegar a esto de la honradez. Viendo el gobernador que el cacique perd�a absolutamente la sangre fr�a, comprendi� que el negocio andaba mal parado, y le pregunt� severamente: --�No ha respondido usted de la elecci�n, con cualquier candidato que se presentase? --S� se�or, s� se�or...--repuso apresuradamente Trampeta--. Sino que consid�rese: �qui�n contaba con semejante cosa del otro mundo? Atropell�ndose al hablar, de pura rabia y despecho, insisti� en que nadie imaginar�a que el marqu�s de Ulloa, un se�orito que s�lo pensaba en cazar, se echase a pol�tico; que, a pesar de la gran influencia de la casa y de ejercer su nombre bastante prestigio entre los paisanos, la aristocracia monta�esa y los curas, la tentativa importar�a un comino si no la hubiese tomado de su cuenta Barbacana y no le ayudase un poderoso cacique subalterno, que antes fluctuaba entre el partido de Barbacana y el de Trampeta, pero en esta ocasi�n se hab�a decidido, y era el mismo mayordomo de los Pazos, hombre resuelto y sutil como un zorro, que dispon�a de numerosos votos seguros, pues much�sima gente le deb�a cuartos que ten�a esquilmada la casa de Ulloa a cuyas expensas se enriquec�a con disimulo y que este solemne brib�n, al arrimo del gran encausador Barbacana, se alzar�a con el distrito, si no se llevaba el asunto a rajatabla y sin contemplaciones. Quien conozca poco o mucho el mecanismo electoral no dudar� que el gobernador hizo jugar el tel�grafo para que sin p�rdida de tiempo, y por m�s influencias que se atravesasen, fuese removido el juez de Cebre y las pocas hechuras de Barbacana que en el distrito restaban ya. Deseaba el gobernador triunfar en Cebre sin apelar a recursos extraordinarios y arbitrariedades de monta, pues sab�a que, si no era probable que jam�s se levantasen all� partidas, en cambio la sangre humana manchaba a menudo mesas y urnas electorales; pero la nueva combinaci�n le obligaba a no reparar en medios y conferir al insigne Trampeta poderes ilimitados.... Mientras el secretario se preven�a, el abogado no se dorm�a en las pajas. La aceptaci�n del se�orito, al pronto, le hab�a vuelto loco de contento. No ten�a don Pedro ideas pol�ticas, aun cuando se inclinaba al absolutismo, creyendo inocentemente que con �l vendr�a el restablecimiento de cosas que lisonjeaban su orgullo de raza, como por ejemplo, los v�nculos y mayorazgos; fuera de esto, inclin�base al escepticismo indiferente de los labriegos, y era incapaz de so�ar, como el caballeresco hidalgo de Limioso, en la quijotada de entrar por la frontera del Mi�o a la cabeza de doscientos hombres. Mas a falta de pasi�n pol�tica, le impuls� a aceptar la diputaci�n su vanidad. �l era la primera persona del pa�s, la m�s importante, la de origen m�s ilustre: su familia, desde tiempo inmemorial, figuraba al frente de la nobleza comarcana; en esto hizo hincapi� el Arcipreste de Loiro para convencerle de que le correspond�a la representaci�n del distrito. Primitivo no desarroll� mucha elocuencia para apoyar la demostraci�n del Arcipreste: limit�se a decir, empleando un expresivo plural y cerrando el pu�o: --Tenemos al pa�s as�. Desde que corri� la noticia comenz� el se�orito a sentirse halagado por la especie de pleito-homenaje que se presentaron a rendirle infinidad de personas, todo el se�or�o de los contornos, el clero casi un�nime, y los muchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este mismo. A don Pedro se le ensanchaba el pulm�n. Bien entend�a que Primitivo estaba entre bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era �l. Mostr� aquellos d�as gran cordialidad y humor excelente y campechano. Hizo caricias a su hija y orden� se le pusiese un traje nuevo, con bordados, para que la viesen as� las se�oritas de Molende, que se propon�an no contribuir con menos de cien votos al triunfo del representante de la aristocracia monta�esa. �l tambi�n--porque los candidatos noveles tienen su �poca de cortejos en que rondan la diputaci�n como se ronda a las muchachas, y se afeitan con esmero y tratan de lucir sus prendas f�sicas--cuid� algo m�s de su persona, lamentablemente desatendida desde el regreso a los Pazos, y como estaba entonces en el apogeo de su belleza, m�s bien masculina que varonil, las mu�idoras electorales se ufanaban de enviar tan guapo mozo al Congreso. Por entonces, la pasi�n pol�tica sacaba partido hasta de la estatura, del color del pelo, de la edad. Desde que empez� a hervir la olla, hubo en los Pazos mesa franca: se ve�a correr a Filomena y a Sabel por los salones adelante, llevando y trayendo bandejas con tostado jerez y bizcochos; o�ase el retint�n de las cucharillas en las tazas de caf� y el choque de los vasos. Abajo, en la cocina, Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de berzas y cerdo. A menudo se juntaban ambas mesas, la de abajo y la de arriba, y se discut�a, y se re�a y se contaban cuentos subidos de color, y se despellejaba a azadonazos--porque no cabe nombrar el escalpelo--a Trampeta y a los de su bando, removiendo entre risotadas, cigarros e interjecciones, el inmenso detritus de trampas mayores y menores en que descansaba la fortuna del secretario de Cebre. --De esta vez--dec�a el cura de Bo�n, viejo terne y firme, que echaba fuego por los ojos y gozaba fama del mejor cazador del distrito despu�s de Primitivo--, de esta vez los fastidiamos, �_quoniam_! Nucha no asist�a a las sesiones del comit�. Se presentaba �nicamente cuando las visitas eran tales que lo requer�an; atend�a a suministrar las cosas indispensables para el perenne fest�n, pero hu�a de �l. Tampoco Juli�n bajaba sino rara vez a las asambleas, y en ellas apenas descos�a los labios, mereciendo por esto que el cura de Ulloa se ratificase en su opini�n de que los capellanes atildados no sirven para nada de provecho. No obstante, apenas averigu� el comit� que Juli�n ten�a bonita letra cursiva, y ortograf�a asaz correcta, se ech� mano de �l para misivas de compromiso. Adem�s, le cay� otra ocupaci�n. Sucedi� que el Arcipreste de Loiro, que hab�a conocido y tratado mucho a la se�ora do�a Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda la casa, y tambi�n la capilla, donde algunas veces hab�a dicho misa en vida de la difunta, que est� en gloria. Don Pedro se la mostr� de mala gana, y el Arcipreste se escandaliz� al entrar. Estaba la capilla casi a tejavana: la lluvia corr�a por el retablo abajo; las vestiduras de las im�genes parec�an harapos; todo respiraba el mayor abandono, el fr�o y tristeza especial de las iglesias descuidadas. Juli�n ya se encontraba cansado de soltar indirectas al marqu�s sobre el estado lastimoso de la capilla, sin obtener resultado alguno; mas el asombro y las lamentaciones del Arcipreste ara�aron en la vanidad del se�or de Ulloa, y consider� que ser�a de buen efecto, en momentos tales, lavarle la cara, repararla un poco. Se retej� con bastante celeridad, y con la misma un pintor, pedido a Orense, pint� y dor� el retablo y los altares laterales, de suerte que la capilla parec�a otra, y don Pedro la ense�aba con orgullo a los curas, a los se�oritos, a la caciquer�a barbacanesca. S�lo faltaba ya trajear decentemente a los santos y recoser ornatos y mantelillos. De esta faena se encarg� Nucha, bajo la direcci�n de Juli�n. Con tal motivo, refugiados en la capilla solitaria, no llegaba hasta ellos el barullo del club electoral. Entre el capell�n y la se�orita desnudaban a San Pedro, peinaban los rizos de la Pur�sima, ribeteaban el sayal de San Ant�n, fregoteaban la aureola del Ni�o Jes�s. Hasta la boeta de las �nimas del Purgatorio fue cuidadosamente lavada y barnizada de nuevo, y las �nimas en pelota, larguiruchas, acongojadas, rodeadas de llamas de almazarr�n, salieron a luz en toda su edificante fealdad. Era semejante ocupaci�n dulc�sima para Juli�n: corr�an las horas sin sentir en el callado recinto, que ol�a a pintura fresca y a espada�a tra�da por Nucha para adornar los altares; mientras armaba en un tallo de alambre una hoja de papel plateado o pasaba un pa�o h�medo por el vidrio de una urna, no necesitaba hablar: satisfacci�n interior y apacible le llenaba el alma. A veces Nucha no hac�a m�s que mandar la maniobra, sentada en una silleta baja con su ni�a en brazos (no quer�a apartarla de s� un instante). Juli�n trabajaba por dos: ten�a una escala y se encaramaba a lo m�s alto del retablo. No se atrev�a a preguntar nada acerca de asuntos �ntimos, ni a averiguar si la se�orita hab�a tenido con su esposo conversaci�n decisiva respecto a Sabel; pero notaba el aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de la esposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia. Otros s�ntomas percibi� que le acaloraron la fantas�a, d�ndole no poco en qu� cavilar. Nucha mostraba vehemente exaltaci�n del cari�o maternal de alg�n tiempo a esta parte. Apenas se separaba de la chiquita cuando, desasosegada e inquieta, sal�a a buscarla a ver qu� le suced�a. En una ocasi�n, no encontr�ndola donde presum�a, comenz� a exhalar gritos desgarradores, exclamando: ��Me la roban!, �me la roban!�. Por fortuna, el ama se acercaba ya trayendo a la peque�a en brazos. A veces la besaba con tal frenes�, que la criatura romp�a en llanto. Otras se quedaba embelesada mir�ndola con dulce e inefable sonrisa, y entonces Juli�n recordaba siempre las im�genes de la Virgen Madre, at�nita de su milagrosa maternidad. Mas los instantes de amor tranquilo eran breves, y continuos los de sobresalto y dolorosa ternura. No consent�a a Perucho acercarse por all�. Su fisonom�a se alteraba al divisar el ni�o; y �ste, arrastr�ndose por el suelo, olvidando sus travesuras diab�licas, sus latrocinios, su afici�n al establo, se emboscaba a la entrada de la capilla para ver salir a la nena y hacerle mil garatusas, que ella pagaba con risas de querub�n, con j�bilo desatinado, con el impulso de todo su cuerpecillo proyectado hacia adelante, impaciente por lanzarse de brazos del ama a los de Perucho. Un d�a not� Juli�n en Nucha algo m�s serio a�n: no ya expresi�n de melancol�a, sino hondo decaimiento f�sico y moral. Sus ojos se hallaban encendidos y abultados, como de haber llorado mucho tiempo seguido; su voz era desmayada y fatigosa; sus labios estaban resecos, tostados por la calentura y el insomnio. All� no se ve�a ya la espina del dolor que lentamente va hinc�ndose, pero el pu�al clavado de golpe hasta el pomo. Semejante espect�culo dio al traste con la prudencia del capell�n. --Usted est� mala, se�orita. A usted le pasa algo hoy. Nucha mene� la cabeza intentando sonre�r. --No tengo nada. Lo doliente y debilitado del acento la desment�a. --Por Dios, se�orita, no me responda que no.... �Si lo estoy viendo! Se�orita Marcelina.... �V�lgame mi patrono San Juli�n! �Que no he de poder yo servirle de algo, prestarle ayuda o consuelo! Soy una persona humilde, in�til; pero con la intenci�n, se�orita, soy grande como una monta�a. �Quisiera, se lo digo con el coraz�n, que me mandase, que me mandase! Hac�a estas protestas esgrimiendo un pa�o untado de tiza contra las sacras, cuyo cerco de metal limpiaba con denuedo, sin mirarlo. Alz� Nucha los ojos, y en ellos luci� un rayo instant�neo, un impulso de gritar, de quejarse, de pedir auxilio.... Al punto se apag� la llamarada, y encogi�ndose de hombros levemente, la se�orita repiti�: --No tengo nada, Juli�n. En el suelo hab�a una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros; Nucha empez� a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el desempe�o de todos sus dom�sticos quehaceres. Juli�n, entre embelesado y afligido, segu�a con la vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, el movimiento de las manos enflaquecidas al trav�s de las hojas verdes. Not� que ca�a sobre ellas una gota de agua, gruesa, l�mpida, no procedente de la humedad del roc�o que a�n ba�aba las hortensias. Y casi al tiempo mismo advirti� otra cosa, que le cuaj� la sangre de horror: en las mu�ecas de la se�ora de Moscoso se percib�a una se�al circular, amoratada, oscura.... Con lucidez repentina, el capell�n retrocedi� dos a�os, escuch� de nuevo los quejidos de una mujer maltratada a culatazos, record� la cocina, el hombre furioso.... Completamente fuera de s�, dej� caer las sacras y tom� las manos de Nucha para convencerse de que, en efecto, exist�a la siniestra se�al.... Entraban a la saz�n por la puerta de la capilla muchas personas: las se�oritas de Molende, el juez de Cebre, el cura de Ulloa, conducidos por don Pedro, que los tra�a all� con objeto de que admirasen los trabajos de restauraci�n. Nucha se volvi� precipitadamente; Juli�n, trastornado, contest� balbuciendo al saludo de las se�oritas. Primitivo, que ven�a a retaguardia, clavaba en �l su mirada directa y escrutadora. -XXV- Si unas elecciones durasen mucho, acabar�an con quien las maneja, a puro cansancio, molimiento y tensi�n del cuerpo y del esp�ritu, pues los odios enconados, la perpetua sospecha de traici�n, las ardientes promesas, las amenazas, las murmuraciones, las correr�as y cartas incesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sue�o, las comidas sin orden, componen una existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca de los inconvenientes pr�cticos del sistema parlamentario estaban muy de acuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y joven nuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completaban las caballerizas de los Pazos de Ulloa. �Buenas cosas pensaban ellos de las elecciones all� en su mente asnal y rocinesca, mientras jadeaban ex�nimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo ba�ado en sudor! �Pues qu� dir� de la mula en que Trampeta sol�a hacer sus excursiones a la capital! Ya las costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se hab�a puesto. D�a y noche estaba el insigne cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elecci�n de Cebre se presentaba m�s dudosa, m�s peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del Gobernador que importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer, y, sobre todo, que el candidato cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se largaba de entre las manos. --�Pues no dec�a usted--grit� un d�a el Gobernador con vehementes impulsos de mandar al infierno al gran secretario--que la elecci�n no ser�a muy costosa; que los adversarios no pod�an gastar nada; que la Junta carlista de Orense no soltaba un c�ntimo; que la casa de los Pazos no soltaba un c�ntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas est� siempre a la quinta pregunta? --Ah� ver� usted, se�or--contest� Trampeta--. Todo eso es mucha verdad; pero hay momentos en que el hombre..., pues... cambia sus _auciones_, como usted me ense�a (Trampeta ten�a esta muletilla). El marqu�s de Ulloa.... --�Qu� marqu�s ni qu� calabazas!--interrumpi� con impaciencia el Gobernador. --Bueno, es una costumbre que hay de llamarle as�.... Y mire usted que llevo un mes de _porclamar_ en todos lados que no hay semejante marqu�s, que el gobierno le ha sacado el t�tulo para d�rselo a otro m�s liberal, y que ese t�tulo de marqu�s quien se lo ha ofrecido es Carlos siete, para cuando venga la Inquisici�n y el diezmo, como usted me ense�a.... --Adelante, adelante--exclam� el Gobernador, que aquel d�a deb�a estar nervioso--. Dec�a usted que el marqu�s o lo que sea... en vista de las circunstancias.... --No reparar� en un par de miles de duros m�s o menos, no se�or. --�Si no los ten�a, los habr� pedido? --�_Cat�_! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco una peseta disponible, como usted me ense�a... h�teme aqu� que se los ha dado el suegro de los Pazos. --�Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista?--pregunt� el gobernador, que a su pesar se divert�a con los chismes del secretario. --No ser� el primero, como usted me ense�a--dijo Trampeta ri�ndose de la chuscada--. Ya entiende por qui�n hablo.... �eh? --�Ah!, s�, la muchacha �sa que viv�a en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene un hijo.... Ya ve usted c�mo me acuerdo. --El hijo... el hijo ser� de quien Dios disponga, se�or gobernador.... Su madre lo sabr�..., si es que lo sabe. --Bien, eso para la elecci�n importa un r�bano.... Al grano: los recursos de que Moscoso dispone.... --Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro _de cultis_.... Y usted me preguntar�: �c�mo un infeliz mayordomo tiene miles de duros? Y yo respondo: prestando a r�ditos del ocho por ciento al mes, y m�s los a�os de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo para que le paguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro...--Y usted dir�: �de d�nde saca ese Primitivo o ese ladr�n el dinero para prestar?--Y yo replico: del bolsillo de su mismo amo, rob�ndole en la venta del fruto, d�ndolo a un precio y abon�ndoselo a otro, enga��ndole en la administraci�n y en los arriendos, peg�ndosela, como usted me ense�a, por activa y por pasiva...--Y usted dir�.... Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cual echaba mano cuando quer�a persuadir al auditorio. El gobernador le interrumpi�: --Con permiso de usted lo dir� yo mismo. �Qu� cuenta le tiene a ese galop�n prestarle a su amo los miles de duros que tan trabajosamente le ha cogido? --�Me caso!...--vot� el secretario--. Los miles de duros, como usted me ense�a, no se prestan sin hipoteca, sin garant�as de una _cl�s_ o de otra, y el Primitivo no ha nacido en el a�o de los tontos. As� queda seguro el capital y el amo sujeto. --Comprendo, comprendo--articul� con viveza el Gobernador. Queriendo dar una muestra de su penetraci�n, a�adi�:--Y le conviene sacar diputado al se�orito, para disponer de m�s influencia en el pa�s y poder hacer todo cuanto le acomode.... Trampeta mir� al funcionario con la mezcla de asombro y de gozosa iron�a que las personas de educaci�n inferior muestran cuando oyen a las m�s elevadas decir una simpleza gorda. --Como usted me ense�a, se�or gobernador--pronunci�--, no hay nada de eso.... Don Pedro, diputado de oposici�n o independiente o conforme les d� la gana de llamarle, servir� de tanto a los suyos como la carabina de Ambrosio.... Primitivo, arrim�ndose a un servidor de usted o al jud�o, con perd�n, de Barbacana, conseguir�a lo que quisiese �eh?, sin necesidad de sacar diputado al amo.... Y Primitivo, hasta que le dio la ventolera, siempre fue de los m�os.... Zorro como �l no lo hay en toda la provincia... �se ha de acabar por envolvernos a Barbacana y a m�. --Y entonces Barbacana �por qu� se ha declarado a favor del se�orito? --Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace.... Usted, un suponer, est� ah� hoy y se larga ma�ana; pero los curas est�n siempre, y lo mismo el se�or�o... los Limiosos, los M�ndez.... Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique a�adi� apretando los pu�os: --�Me caso con Dios! Mientras no hundamos a Barbacana, no se har� nada en Cebre. --�Corriente! Pues facil�tenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan. Trampeta se qued� un rato pensativo, y con la cuadrada u�a del pulgar, quemada del cigarro, se rasc� la perilla. --Lo que yo cavilo es �qu� cuenta le tendr� al raposo de Primitivo esta diputaci�n del amo?... Ahora se aprovecha de dos cosas: lo que le pilla como hipoteca y lo que le mama corriendo con los gastos electorales y present�ndole luego, como usted me ense�a, las cuentas del Gran Capit�n.... Pero si vencen y me hacen diputado a mi se�or don Pedro, y �ste vuela para _Madr�_, y all� pide cuartos por otro lado, que s� pedir�, y abre el ojo para ver las picard�as de su mayordomo, y no se vuelve a acordar de la moza ni del chiquillo..., entonces.... Torn� a rascarse la perilla, suspenso y meditabundo, como el que persigue la soluci�n de un problema muy intrincado. Sus agud�simas facultades intelectuales estaban todas en ejercicio. Pero no daba con el cabo de la madeja. --Al caso--insisti� el gobernador--. De lo que se trata es de que no nos derroten vergonzosamente. El candidato es primo del ministro; hemos respondido de la elecci�n. --Contra el candidato de la Junta de Orense. --�Piensa usted que all� admiten esas distinciones? Estamos a triunfar contra cualquiera. No andemos con circunloquios; �cree usted que vamos a salir rabo entre piernas? �S� o no? Trampeta permanec�a indeciso. Al cabo levant� la faz, con el orgullo de un gran estrat�gico, seguro siempre de inventar alg�n ardid para burlar al enemigo. --Mire usted--dijo--, hasta la fecha Barbacana no ha podido acabar con este cura, aunque me ha jugado dos o tres buenas.... Pero a jugarlas no me gana �l ni Dios.... S�lo que a m� no se me ocurren las mejores tretas hasta que tocan a romper el fuego.... Entonces ni el diablo discurre lo que yo discurro. Tengo aqu�--y se dio una pu�ada en la negruzca frente--una cosa que rebulle, pero que a�n no sale por m�s que hago.... Saldr�, como usted me ense�a, cuando llegue el mism�simo punto _resfinado_ de la ocasi�n.... Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, a�adi� en voz hueca: --Fuera miedo. �Se gana! Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba audiencia al Arcipreste de Loiro, que hab�a querido ir en persona a tomar noticias de c�mo andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por _fusique_ de plata, polvos de un rap� Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino �l en toda Galicia, y que le tra�an de contrabando, con gran misterio y cobr�ndole un dineral. El Arcipreste, a quien en Santiago conoc�an por el apodo de _Sobres de Envelopes_, a causa de una candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, hab�a sido en otro tiempo, cuando simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dij�ronle una vez que iba perdida la elecci�n que �l manejaba; grit� �l furioso: ��Perder el cura de Anles una elecci�n?�, y, al gritar, dio el m�s soberano puntapi� a la urna, que era un puchero, haci�ndola volar en miles de pedazos, desparramando las c�dulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato triunfase. La haza�a le vali� la gran cruz de Isabel la Cat�lica. En el d�a, obesidad, a�os y sordera le imped�an tomar parte activa; pero qued�bale la afici�n y el comp�s, no habiendo para �l cosa tan gustosa como un electoral cotarro. Siempre que el arcipreste ven�a a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y carter�a, donde se charlaba de pol�tica por los codos, se le�an papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oy�ndose a menudo frases del corte siguiente: �Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada�. �Yo que Prim, no me arredro por tan poco�. Y a�n sol�a levantarse la voz de alg�n tonsurado exclamando: �P�nganme a m� donde est� el Papa, y ver�n c�mo lo resuelvo mucho mejor en un periquete�. Al salir de casa de Barbacana, encontr� el arcipreste en la carter�a al juez y al escribano, y a la puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar. --Agu�rdate un poco, Naya--le dijo familiarmente, d�ndole, seg�n costumbre entre curas, el nombre de su parroquia--. Voy a ver los partes de los peri�dicos, y despu�s nos largamos juntos. --Yo tomo hacia los Pazos. --Yo tambi�n. Di all� en la posada que me traigan aqu� la mula. Cumpli� don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesi�sticos, envueltos en cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pa�uelo para que no se los llevase el viento fuerte que corr�a, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla pr�xima, del candidato y de otras particularidades referentes a la elecci�n. El arcipreste lo ve�a todo muy de color de rosa, y estaba tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la m�sica de Cebre a los Pazos para dar serenata al diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las promet�a tan felices. El gobierno dispone de mucha fuerza, �qu� diantre!, y cuando ve la cosa mal parada recurre a la coacci�n, haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, seg�n dicho del abad de Bo�n, una solemn�sima farsa. --Pues por esta vez--contestaba el arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la esclavina del montecristo, que el viento le envolv�a alrededor de la cara--, por esta vez, les hemos de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviar� al congreso una persona decente, hijo del pa�s, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres venidos de fuera. --Eso es muy cierto--respondi� don Eugenio, que rara vez contradec�a de frente a sus interlocutores--; a m� me gusta, como al que m�s, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos.... El arcipreste, muy grave, sorbi� el _fusique_ o ca�uto. Amaba entra�ablemente a don Pedro, a quien, como suele decirse, hab�a visto nacer, y adem�s profesaba el principio de respetar la alcurnia. --Bien, hombre, bien--gru��--, dej�monos de murmuraciones.... Cada uno tiene sus defectos y sus pecados, y a Dios dar� cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas. Don Eugenio, como si no entendiese, insisti�, repitiendo cuanto acaba de o�r en la carter�a de Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al gobernador de la provincia. Todo lo refer�a gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo m�s sustancial del discurso. El travieso y maleante cl�rigo gozaba lo indecible viendo al arcipreste sofocado, abotargado, con la mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el _fusique_ en las narices. Cebre, seg�n don Eugenio, herv�a en indignaci�n contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo quer�an bien; pero en la villa, dominada por gentes que proteg�a Trampeta, se contaban horrores de los Pazos. De algunos d�as ac�, justamente desde la candidatura del marqu�s, se hab�a despertado en la poblaci�n de Cebre un santo odio al pecado, una reprobaci�n del concubinato y la bastard�a, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de advertir que este acceso de virtud se notaba �nicamente en los sat�lites del secretario, gente en su mayor�a de la c�scara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el arcipreste se amorataba de furor. --�Fariseos, escribas!--rebufaba--. �Y luego nos llamar�n a nosotros hip�critas! �Miren ustedes qu� recato, qu� decoro y qu� verg�enza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (en boca del arcipreste, _incircunciso_ era tremenda injuria). Como si el que m�s y el que menos de ese atajo de tunantes no tuviese hechos m�ritos para ir a presidio... y al palo, s� se�or, �al palo! Don Eugenio no pod�a contener la risa. --Hace siete a�os, la friolera de siete a�os--tartamude� el arcipreste calm�ndose un poco, pero respirando trabajosamente a causa del mucho viento--, siete a�itos que en los Pazos sucede... eso que tanto les asusta ahora.... Y maldito si se han acordado de decir esta boca es m�a. Pero con las elecciones.... �Qu� condenado de aire! Vamos a volar, muchacho. --Pues a�n murmuran cosas peores--grit� el de Naya. --�Eh? Si no se oye nada con este vendaval. --Que a�n dicen cosas m�s serias--voce� don Eugenio, pegando su inquieta yeg�ecilla a la reverenda mula del arcipreste. --Dir�n que nos van a fusilar a todos.... Lo que es a m�, ya me amenaz� el secretario con formarme siete causas y meterme en chirona. --Qu� causas ni qu�.... Baje usted la cabeza.... As�.... Aunque estamos solos no quiero gritar mucho.... Agarrado don Eugenio al montecristo de su compa�ero, le explic� desde cerca algo que las alas del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burl�n silbido. --�Caramelos!--rugi� el arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra m�s. Tard� a�n cosa de dos minutos en recobrar la expedici�n de la lengua y en poder escupir al ventarr�n, cada vez m�s desencadenado y furioso, una retah�la de injurias contra los infames calumniadores del partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dej� desahogar, y luego a�adi�: --A�n hay m�s, m�s. --�Y qu� m�s puede haber? �Dicen tambi�n que el se�orito don Pedro sale a robar a los caminos? �Canalla de incircuncisos �sos, sin m�s Dios ni m�s ley que su panza! --Aseguran que la noticia viene por persona de la misma casa. --�Eeeeh? Cargue el diablo con el viento. --Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos.... �Ya me entiende usted?--Y don Eugenio gui�� el ojo. --Ya entiendo, ya.... �Corazones de perro, lenguas de escorpi�n! Una se�orita que es la honradez en persona, de una familia tan buena, no despreciando a nadie..., �y calumniarla, y para m�s con un ordenado de misa! �Liberaluchos indecentes, de �stos de por aqu�, que se venden tres al cuarto! �Pero c�mo est� el mundo, Naya, c�mo est� el mundo! --Pues tambi�n a�aden.... --�Caramelos! �Acabar�s hoy? �Qu� tormenta se prepara, Mar�a Sant�sima! �Qu� viento... qu� viento! --Ati�ndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa--Primitivo, vamos--nos va a hacer una perrer�a gorda en la elecci�n. --�Eeeh? �T� _seque_ chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. �Que Primitivo...? --No es seguro, no es seguro, no es seguro--vocifer� el abad de Naya, que se divert�a m�s que en un sainete. --�Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco, �eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. �No quiero o�r, no quiero o�r m�s!--declar� esto en ocasi�n que su montecristo se alzaba r�pidamente a impulsos de una r�faga mayor, y se volv�a todo hacia arriba, dejando al arcipreste como suelen pintar a Venus en la concha. As� que logr� remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oy� en el camino m�s voz que la del nordeste, que all� a lo lejos, sacudiendo casta�ares y robledales, remedaba majestuosa sinfon�a. -XXVI- Amortiguada la primera impresi�n, no se atrev�a Juli�n a interrogar a Nucha sobre lo que hab�a visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la se�orita. Alg�n fundamento ten�a este recelo. Aunque de suyo confiado, cre�a notar el capell�n que le espiaban. �Qui�n? Todo el mundo: Primitivo, Sabel, la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla h�meda que nos penetra y envuelve, as� sent�a Juli�n la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba espes�ndose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que asisti�, figur�sele que los curas le hablaban con acento hostil, que el arcipreste le examinaba frunciendo el entrecejo, y que �nicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada cordialidad. Pero acaso fuesen �stas vanas cavilaciones, y quiz�s so�aba tambi�n al imaginarse que, a la mesa, don Pedro segu�a continuamente la direcci�n de sus ojos y acechaba sus movimientos. Esto le fatigaba tanto m�s cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba m�s delgada, si com�a con buen apetito, si se notaba _algo_ nuevo en sus mu�ecas. La se�al, oscura el primer d�a, fue verdeando y desapareciendo. La necesidad de ver a la ni�a acab� por poder m�s que las vacilaciones de Juli�n. Arreglada ya la capilla, s�lo en la habitaci�n de su madre pod�a verla, y all� fue, no bast�ndole el beso robado en el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad en que los ni�os parecen un l�o de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y d�bil, ten�a el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de �ngel de Murillo; ya cog�a un objeto y acertaba a llevarlo a la c�lida boca, en la impaciencia de la dentici�n retrasada; ya ejecutaba con indecible moner�a ese movimiento cautivador entre todos los de los ni�os peque�os, de tender no s�lo los brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simp�tica; actitud que las nodrizas llaman _irse con la gente_. Hac�a tiempo que la peque�a redoblaba la risa, y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era s�lo comparable a gorjeo de p�jaro. Ning�n sonido articulado sal�a a�n de su boca, pero sab�a expresar divinamente, con las onomatopeyas que seg�n ciertos fil�logos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su cr�neo, que empezaba a solidificarse, por m�s que en el centro latiese a�n la abierta mollera, se espesaba el pelo, de d�a en d�a m�s oscuro, suave a�n como piel de topo; sus piececitos se desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos de rosa hacia abajo, se habituaban a la estaci�n horizontal que exige el andar humano. Cada uno de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Juli�n, confirmando su dedicaci�n paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. �Qu� no har�a �l por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cari�o le inspiraba ideas feroces, como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un l�tigo y dar el mismo trato a Sabel. Pero, �ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe.... Al capell�n le pesaba en el alma la fundaci�n de aquel hogar cristiano. Recta hab�a sido la intenci�n, y amargo el fruto. �Sangre del coraz�n dar�a �l por ver a Nucha en un convento! �Qu� arbitrio adoptar ya? Juli�n present�a los inmensos inconvenientes de su intervenci�n directa. Seguro de la teor�a, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta morir, falt�bale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino; el capell�n asist�a al drama, tem�a un desenlace tr�gico, sobre todo desde la famosa se�al en las mu�ecas, que no le sal�a de la acalorada imaginaci�n; mostr�base taciturno; su color sonrosado se trocaba en amarillez de cera; rezaba m�s a�n que de costumbre; ayunaba; dec�a la misa con el alma elevada, como la dir�a en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la se�orita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no pod�a, no sab�a, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida--aunque �sta fuese tan f�cil y hacedera como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, inform�ndole de lo que ocurr�a a su hija--. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acci�n, tan socorridos como �ste, verbigracia: --Dejemos que pasen las elecciones. Las elecciones le infund�an esperanzas de que, si el se�orito, elegido diputado, sal�a de la huronera, de entre la gente inicua que lo prend�a en sus redes, era posible que Dios le tocase en el coraz�n y mudase de conducta. Una cosa preocupaba mucho al buen capell�n: �el se�orito se ir�a solo a Madrid, o llevar�a a su mujer y a la peque�a? Juli�n pon�a a Dios por testigo de que deseaba esto �ltimo, si bien al pensar qu� pod�a suceder le entraba una hipocondr�a mortal. La idea de no ver m�s a nen� durante meses o a�os, de no tenerla en las rodillas montada a _caballito_, de quedarse all�, frente a frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le parec�a que se marchase la se�orita, pero lo de la ni�a..., lo de la ni�a... �Si me la dejasen--pensaba--la cuidar�a yo perfectamente�. Acerc�base la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles, un entrar y salir de mensajes, de �rdenes y contra�rdenes, que le daban semejanza con un cuartel general. Siempre hab�a en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso, y en los anchos salones se o�a crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando no pateo de zuecos. Juli�n se tropezaba con curas sofocados, respirando b�lico ardor, que le hablaban de _los trabajos_, pasm�ndose de ver que no tomaba parte en nada.... �En tan solemne y cr�tica ocasi�n, el capell�n de los Pazos no ten�a derecho a dormir ni a comer! Segu�a reparando que algunos abades se mostraban con �l as� como airados o resentidos, en especial el arcipreste, el m�s encari�ado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Bo�n y aun el de Naya atend�an sobre todo al triunfo pol�tico, el arcipreste miraba principalmente al esplendor del hidalgo solar, al buen nombre de los Moscosos. Todo anunciaba que el se�or de los Pazos se llevar�a el gato al agua, a pesar del enorme aparato de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hac�a un censo, se sab�a que la superioridad num�rica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echar�an abajo. No dispon�a el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el elemento oficial. Si es verdad que �ste influye mucho en Galicia, merced al car�cter sumiso de los labriegos, all� en Cebre no pod�a contrapesar la acci�n de curas y se�oritos reunidos en torno del formidable cacique Barbacana. El arcipreste resoplaba de gozo. �Cosa rara! Barbacana mismo era el �nico que no se las contaba felices. Preocupado y de peor humor a cada instante, torc�a el gesto cuando alg�n cura entraba en su despacho frot�ndose las manos de gusto, a noticiarle adhesiones, caza de votos. �Qu� elecciones aqu�llas, Dios eterno! �Qu� lid re�id�sima, qu� disputar el terreno pulgada a pulgada, empleando todo g�nero de zancadillas y ardides! Trampeta parec�a haberse convertido en media docena de hombres para trampetear a la vez en media docena de sitios. Trueques de papeletas, retrasos y adelantos de hora, falsificaciones, amenazas, palos, no fueron arbitrios peculiares de esta elecci�n, por haberse ensayado en otras muchas; pero uni�ronse a las estratagemas usuales algunos rasgos de ingenio sutil, enteramente in�ditos. En un colegio, las capas de los electores del marqu�s se rociaron de aguarr�s y se les prendi� fuego disimuladamente por medio de un f�sforo, con que los infelices salieron dando alaridos, y no aparecieron m�s. En otro se coloc� la mesa electoral en un descanso de escalera; los votantes no pod�an subir sino de uno en uno, y doce paniaguados de Trampeta, haciendo fila, tuvieron interceptado el sitio durante toda la ma�ana, moliendo muy a su sabor a pu�adas y coces a quien intentaba el asalto. Picard�a discreta y ma�osa fue la practicada en Cebre mismo. Acud�an all� los curas acompa�ando y animando al reba�o de electores, a fin de que no se dejasen dominar por el p�nico en el momento de depositar el voto. Para evitar que �se la jugasen�, don Eugenio, vali�ndose del derecho de intervenci�n, sent� en la mesa a un labriego de los m�s adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. ��T� entendiste, Roque? No me apartas los ojos de ella, as� se hunda el mundo�. Instal�se el payo, apoyando los codos en la mesa y las manos en los carrillos, contemplando de hito en hito la misteriosa olla, tan fijamente como si intentase alguna experiencia de hipnotismo. Apenas alentaba, ni se mov�a m�s que si fuese hecho de piedra. Trampeta en persona, que daba sus vueltas por all�, lleg� a impacientarse viendo al inm�vil testigo, pues ya otra olla rellena de papeletas, cubiertas a gusto del alcalde y del secretario de la mesa, se escond�a debajo de �sta, aguardando ocasi�n propicia de sustituir a la verdadera urna. Destac�, pues, un seide encargado de seducir al vigilante, convid�ndole a comer, a echar un trago, recurriendo a todo g�nero de insinuaciones halag�e�as. Tiempo perdido: el centinela ni siquiera miraba de reojo para ver a su interlocutor: su cabeza redonda, peluda, sus salientes mand�bulas, sus ojos que no pesta�eaban, parec�an imagen de la misma obstinaci�n. Y era preciso sacarle de all�, porque se acercaba la hora sacramental, las cuatro, y hab�a que ejecutar el escamoteo de la olla. Trampeta se agit�, hizo a sus adl�teres preguntas referentes a la biograf�a del vigilante, y averigu� que ten�a un pleito de tercer�a en la Audiencia, por el cual le hab�an embargado los bueyes y los frutos. Acerc�se a la mesa disimuladamente, p�sole una mano en el hombro, y grit�: ��Fulano... ganaste el pleito!�. Salt� el labriego, electrizado. ��Qu� me dices, hombre!�. �Se fall� en la Audiencia ayer�. �T� loqueas�. �Lo que oyes�. En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de pucheros: ni visto ni o�do. El alcalde se levant� con solemnidad. ��Se�ores... se va a proceder al _discutinio_!�. Entra la gente en tropel: comienza la lectura de papeletas; m�ranse los curas at�nitos, al ver que el nombre de su candidato no aparece ��T� te moviste de ah�?�, pregunta el abad de Naya al centinela. �No, se�or�, responde �ste con tal acento de sinceridad, que no consent�a sospecha. �Aqu� alguien nos vende�, articula el abad de Ulloa en voz bronca, mirando desconfiadamente a don Eugenio. Trampeta, con las manos en los bolsillos, r�e a socapa. Tales ama�os mermaron de un modo notable la votaci�n del marqu�s de Ulloa, dejando cincunscrita la lucha, en el �ltimo momento, a disputarse un corto n�mero de votos, del cual depend�a la victoria. Y llegado el instante cr�tico, cuando los ullo�stas se juzgaban ya due�os del campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse. Primitivo, desmintiendo su acostumbrada impasibilidad, dio rienda a una c�lera furiosa, desat�ndose en amenazas absurdas contra los tr�nsfugas. Quien se mostr� estoico fue Barbacana. La tarde que se supo la p�rdida definitiva de la elecci�n, el abogado estaba en su despacho, rodeado de tres o cuatro personas. Ahog�ndose como ballena encallada en una playa y a quien el mar deja en seco, entr� el arcipreste, morado de despecho y furor. Desplom�se en un sill�n de cuero; ech� ambas manos a la garganta, arranc� el alzacuello, los botones de camisa y almilla; y tr�mulo, con los espejuelos torcidos y el _fusique_ oprimido en el crispado pu�o izquierdo, se enjug� el sudor con un pa�uelo de hierbas. La serenidad del cacique le sac� de tino. --�Me pasmo, caramelos! �Me pasmo de verle con esa flema! �O no sabe lo que pasa? --Yo no me apuro por cosas que est�n previstas. En materia de elecciones no se me coge a m� de susto. --�Usted se esperaba lo que ocurre? --Como si lo viera. Aqu� est� el abad de Naya, que puede responder de que se lo profetic�. No atestiguo con muertos. --Verdad es--corrobor� don Eugenio, harto compungido. --�Y entonces, santo de Dios, a qu� tenernos embromados? --No les �bamos a dejar el distrito por suyo sin disput�rselo siquiera. �Les gustar�a a ustedes? Legalmente, el triunfo es nuestro. --Legalmente.... �Toma, caramelos! �Legalmente s�, pero v�nganos con legalidades! �Y esos Judas condenados que nos faltaron cuando precisamente pend�a de ellos la cosa! �El herrero de Gond�s, los dos Ponlles, el alb�itar...! --�sos no son Judas, no sea inocente, se�or arcipreste: �sa es gente mandada, que acata una consigna. El Judas es otro. --�Eeeeh? Ya entiendo, ya.... �Hombre, si es cierta esa maldad--que no puedo convencerme, que se me atraganta--, a�n ser�a poco para el traidor el castigo de Judas! Pero usted, santo, �por qu� no le ataj�? �Por qu� no avis�? �Por qu� no le arranc� la careta a ese pillo? Si el se�or marqu�s de Ulloa supiese que ten�a en casa al traidor, con atarlo al pie de la cama y cruzarlo a latigazos.... �Su propio mayordomo! No s� c�mo pudo usted estarse as� con esa flema. --Se dice luego; pero mire usted: cuando la elecci�n estriba en una persona, y no cabe cerciorarse de si est� de buena o mala fe, de poco sirve revelar sospechas.... Hay que aguardar el golpe atado de pies y manos..., son cosas que se ven a la prueba, y si salen mal, se debe callar y _guardarlas_.... Al pronunciar la palabra _guardarlas_, el cacique se daba una pu�ada en el pecho, cuya concavidad retumb� sordamente, lo mismo que deb�a retumbar la de san Jer�nimo cuando el santo la her�a con el famoso pedrusco. Y algo se asemejaba Barbacana al tipo de los san Jer�nimos de escuela espa�ola, amojamados y huesudos, caracterizados por la luenga y enmara�ada barba y el sombr�o fuego de las pupilas negras. --De aqu� no salen--a�adi� con torvo acento--, y aqu� no pierden el tiempo, que todav�a nadie se la hizo a Barbacana sin que alg�n d�a se la pagase. Y respecto del Judas, �c�mo quer�a usted que lo pudi�semos desenmascarar, si ahora, lo mismo que en tiempo de la pasi�n de Nuestro Se�or Jesucristo, ten�a la bolsa en la mano? A ver, se�or arcipreste, �qui�n nos ha facilitado las municiones para esta batalla? --�Que qui�n las ha facilitado? En realidad de verdad, la casa de Ulloa. --�Las ten�a disponibles? �S� o no? Ah� est� el toque. Como esas casas no son m�s que vanidad y vanidad, por no confesar que le faltaban los cuartos y no pedirlos a una persona de conocida honradez, pongo por ejemplo, un servidor, va y los recibe de un pillastre, de una sanguijuela que le est� chupando cuanto posee. --Buenas cosas van a decir de nosotros los badulaques de la Junta de Orense. Que somos unos estafermos y que no servimos para nada. �Perder una elecci�n! Es la primera vez de mi vida. --No. Que escogimos un candidato muy simple. Hablando en plata, eso es lo que dir� la Junta de Orense. --Poco a poco--exclam� el arcipreste dispuesto a romper lanzas por su caro se�orito--. No estamos conformes.... Aqu� llegaban de su pl�tica, y el auditorio, que se compon�a, adem�s del abad de Naya, del de Bo�n y del se�orito de Limioso, guardaba el silencio de la humillaci�n y la derrota. De repente un espantoso estruendo, formado por los m�s discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar el t�mpano humano, asord� la estancia. Sartenes rascadas con tenedores y cucharas de hierro; tiestos de cocina tocados como c�mbalos; cacerolas, dentro de las cuales se agitaba en vertiginoso remolino un molinillo de batir chocolate; peroles de cobre en que ta��an broncas campanadas fuertes manos de almirez; latas atadas a un cordel y arrastradas por el suelo; tr�bedes repicados con varillas de hierro, y, por cima de todo, la l�gubre y ronca voz del cuerno, y la horrenda vociferaci�n de muchas gargantas humanas, con esa cavernosidad que comunica a la laringe el exceso de vino en el est�mago. Realmente acababan los bienaventurados m�sicos de agotar una redonda corambre, que en la Casa Consistorial les hab�a brindado la munificencia del secretario. Por entonces a�n ignoraban los electores campesinos ciertos refinamientos, y no sab�an pedir del _vino que hierve y hace espuma_, como algunos a�os despu�s, content�ndose con buen tinto empecinado del Borde. Al trav�s de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el sonido de los h�rridos instrumentos y descompasada griter�a, vaho vinoso, el olor tabernario de aquella patulea, ebria de algo m�s que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Bo�n frunc�a el cano entrecejo. Don Eugenio se inclinaba a echarlo todo a broma. El se�orito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproxim� a la ventana, alz� un visillo y mir�. La cencerrada prosegu�a, implacable, fren�tica, azotando y ara�ando el aire como una multitud de gatos en celo el tejado donde pelean; s�bitamente, de entre el alboroto grotesco se destac� un clamor que en Espa�a siempre tiene mucho de tr�gico: un _muera_. --�Muera el Terso! Un enjambre de _mueras_ y _vivas_ sali� tras el primero. --�Mueran los curas! --�Muera la tiran�a! --�Viva Cebre y nuestro diputado! --�Viva la Soberan�a Nacional! --�Muera el marqu�s de Ulloa! M�s en�rgico, m�s intencionado, m�s claro que los restantes, brot� este grito: --�Muera el ladr�n _faucioso_ Barbacana! Y el vocer�o, un�nime, repiti�: --�Mueraaaa! Instant�neamente apareci� junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta entonces oculto en un rinc�n. No vest�a como los labriegos, sino como persona de baja condici�n en la ciudad: chaqueta de pa�o negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de boca de hacha, redoblaban la dureza de su fisonom�a, abultada de p�mulos y ancha de sienes. Uno de sus hundidos ojuelos verdes reluc�a felinamente; el otro, inm�vil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho de cristal cuajado. Abriendo Barbacana el caj�n de su pupitre, sacaba de �l dos enormes pistolas de arz�n, prehist�ricas sin duda, y las reconoc�a para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente, pareci� ofrec�rselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta, el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas amarillas, que volvi� a ocultar al punto. El arcipreste, que hab�a perdido los br�os con la obesidad y los a�os, sobresalt�se mucho. --D�jese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atr�s. �Eh? No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aqu� a darle a uno t�sigo. Mas ya el cura de Bo�n y el se�orito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de decisi�n. El se�orito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba sosegadamente, sin fanfarroner�a alguna, pero con imp�vido coraz�n; el abad de Bo�n, nacido con m�s vocaci�n de guerrillero que de misacantano, apretaba con j�bilo la pistola, olfateaba el peligro, y, a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un tigre, se situaba detr�s de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase. --No tenga miedo, se�or arcipreste...--murmur� gravemente Barbacana--. Perro que ladra no muerde. Ni a romperme un vidrio se atrever�n esos bocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por si acaso, a ense�arles los dientes. Resonaban nutridos y feroces los _mueras_; mas en efecto, ni una piedra sola ven�a a herir los cristales. El se�orito de Limioso se acerc� otra vez, levant� el visillo y llam� a don Eugenio. --Mire, Naya, mire para aqu�.... Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras.... Est�n bailando. Don Eugenio se lleg� a la vidriera y solt� la carcajada. Entre la patulea de beodos, dos seides de Trampeta, carcelero el uno, el otro alguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban m�s fuerte, para que atacasen la morada del abogado; se�alaban a la puerta, indicaban con ademanes elocuentes lo f�cil que ser�a echarla abajo y entrar. Pero los borrachos, que no por estarlo perd�an la cautelosa prudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, se hac�an los desentendidos, limit�ndose a berrear, a herir cazos y sartenes con m�s furia. Y en el centro del corro, al comp�s de los almireces y cacerolas, brincaban como locos los m�s tomados de la bebida, los verdaderos pellejos. --Se�ores--dijo en grave y enronquecida voz Ram�n Limioso--: Es siquiera una mala verg�enza que esos pillos nos tengan aqu� sitiados.... Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no paren hasta el Ayuntamiento. --Hombre--gru�� el abad de Bo�n--, usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo, �_quoniam_! Estornudando solamente, espanto yo media docena de esos pellejones. No pronunci� el Tuerto palabra; �nicamente su ojo verdoso se encendi� con fosf�rica luz, y mir� a Barbacana, como pidi�ndole permiso de tomar parte en la empresa. Barbacana hizo con la cabeza se�al afirmativa, pero le indic� al mismo tiempo que guardase la navaja. --Tiene raz�n--exclam� el hidalgo de Limioso, enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresi�n, muy desusada en su l�nguida y triste faz--. A esa gente, a palos y latigazos se les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte, para las perdices y las liebres, que valen m�s que ellos (fuera el alma). Y al decir _fuera el alma_, persign�se el se�orito. --Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento...--murmuraba el arcipreste dif�cilmente, extendiendo las manos como para calmar los �nimos irritados. (�Cu�n lejos estaban los tiempos belicosos en que aseguraba una elecci�n a puntapi�s!) Barbacana no se opuso a la haza�a; al contrario, pas� a otra estancia y volvi� con un haz de junquillos, palos y bastones. El cura de Bo�n no quiso m�s garrote que el suyo, que era formidable; Ram�n Limioso, fiel a su desd�n de la grey villana, asi� el l�tigo m�s delgado, un latiguillo de montar. El Tuerto empu�� una especie de tralla, que, manejada por diestra vigorosa, deb�a ser de terrible efecto. Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsi�n que el endiablado estr�pito de la cencerrada hac�a de todo punto ociosa. Ten�a la puerta su tranca y los cerrojos corridos, medida de precauci�n adoptada por la cocinera del abogado as� que oy� estruendo de mot�n. El abad de Bo�n los descorri� impetuosamente, el Tuerto sac� la tranca, gir� la llave en la cerradura, y cl�rigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo l�tigos y esgrimiendo garrotes. No habr�an transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detr�s de los visillos registraba el teatro del combate, sonri� silenciosamente, o m�s bien rega�� los labios, descubriendo la amarilla dentadura, y apret� con nerviosa violencia la barandilla de la ventana. En todas direcciones hu�an los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un regimiento de caballer�a a galope: algunos tropezaban y ca�an de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos, arranc�ndoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigar�a a una piara de marranos. El cura de Bo�n sacud�a estacazo limpio, con regularidad y energ�a infatigables. El de Naya, incapaz de mantenerse dentro de los l�mites de su papel justiciero, insultaba, re�a y vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos. --�Anda, tinaja, cuba, mosquito! �Toma, toma, para que vuelvas otra vez, pellejo, odre! �Ve a dormir la mona, cuero! �A la taberna con tus huesos, _larp�n_, tonel de mosto! �A la c�rcel, borrachos, a vomitar lo que ten�is en esas tripas! Limpia estaba la calle; m�s limpia ya que una patena: silencio profundo hab�a sustituido al vocer�o, a los _mueras_ y a la cencerrada feroz. Por el suelo quedaban esparcidos despojos de la batalla: cazos, almireces, cuernos de buey. En la escalera se o�a el ruido de los vencedores, que sub�an celebrando el f�cil triunfo. Delante de todos entr� don Eugenio, que se ech� en una butaca parti�ndose a carcajadas y palmoteando. El cura de Bo�n le segu�a limpi�ndose el sudor. Ram�n Limioso, serio y a�n melanc�lico, se limit� a entregar a Barbacana el latiguillo, sin despegar los labios. --�Van... buenos!--tartamude� el abad de Naya reventando de risa. --Yo _mall�_ en ellos... �como quien _malla_ en centeno!--exclam� respirando con placer el de Bo�n. --Pues yo--explic� el hidalgo--, si supiese que hab�an de ser tan cobardes y echar a correr sin volv�rsenos siquiera, a fe que no me tomo el trabajo de salir. --No se f�en--observ� el arcipreste--. Ahora en el Ayuntamiento los averg�enza Trampeta, y capaz es de venir ac� en persona con los incircuncisos a darle un susto al se�or Licenciado (as� llamaban a Barbacana familiarmente sus amigos). Por si acaso, es prudente que estos se�ores pasen aqu� la noche. Yo tengo que misar ma�ana en Loiro, y mi hermana estar� muerta de miedo..., que si no.... --Nada de eso--replic� perentoriamente Barbacana--. Estos se�ores se vuelven cada uno a su casa. No hay cuidado ninguno. A m�... me basta con este mozo--a�adi� se�alando al Tuerto, agazapado otra vez en su rinc�n. No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor que le ofrec�an. Por otra parte, no se notaba s�ntoma alguno de que hubiese de alterarse el orden nuevamente. Ni se o�an a lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El so�oliento silencio de los pueblecillos peque�os y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres h�roes de la gran batida, y el arcipreste con ellos, salieron a caballo hacia la monta�a. No iban cabizbajos, a fuer de mu�idores electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran ch�chara y broma, celebrando a m�s y mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. Don Eugenio estaba inspirado, oportuno, bullanguero, ocurrent�simo en una palabra; hab�a que o�rle remedar los aullidos y la ca�da de los ebrios en el lodo de la calle, y el gesto que pon�a el cura de Bo�n al _majar_ en ellos. Barbacana se qued� solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos m�sicos de la cencerrada se atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, ver�a que, por fanfarronada o por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podr�a distinguir, al trav�s de los visillos y destac�ndose sobre el fondo de la habitaci�n alumbrada por el quinqu�, las cabezas del abogado y de su feroz defensor y seide. Sin duda hablaban de algo importante, porque la pl�tica fue larga. Una hora o algo m�s corri� desde que encendieron la luz hasta que las maderas se cerraron, quedando la casa silenciosa, torva y sombr�a como quien oculta alg�n negro secreto. -XXVII- La persona en quien se not� mayor sentimiento por la p�rdida de las elecciones fue Nucha. Desde la derrota, se desmejor� m�s de lo que estaba, y creci� su abatimiento f�sico y moral. Apenas sal�a de su habitaci�n donde viv�a esclava de su ni�a, cosida a ella d�a y noche. En la mesa, mientras com�a poco y sin gana, guardaba silencio, y a veces Juli�n, que no apartaba los ojos de la se�orita, la ve�a mover los labios, cosa frecuente en las personas pose�das de una idea fija, que hablan para s�, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca hura�o, no se tomaba el trabajo de intentar un asomo de conversaci�n. Mascaba firme, beb�a seco, y ten�a los ojos fijos en el plato, cuando no en las vigas del techo; jam�s en sus comensales. Tan deshecha y acabada le parec�a al capell�n la se�orita, que un d�a se atrevi�, venciendo recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, pregunt�ndole en voz entrecortada si no ser�a bueno avisar al se�or de Juncal, para que viese.... --�Est� usted loco?--respondi� don Pedro, fulmin�ndole una mirada despreciativa--. �Llamar a Juncal..., despu�s de lo que trabaj� contra m� en las elecciones? M�ximo Juncal no atravesar� m�s las puertas de esta casa. No replic� el capell�n, pero pocos d�as despu�s, volviendo de Naya, se tropez� con el m�dico. �ste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contest� a las preguntas de Juli�n. --�Puede ser grave...�. Qued� muy d�bil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos.... Las mujeres nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el esp�ritu.... Mire, Juli�n, tendr�amos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz se�orita, y de esos Pazos.... Punto en boca.... Bonito diputado quer�an ustedes enviar a las Cortes.... M�s valdr�a que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela.... Puede ser grave.... Esto principalmente se estamp� en el pensamiento de Juli�n. S� que pod�a ser grave: �Y de qu� medios dispon�a �l para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno. Envidi� a los m�dicos. �l s�lo ten�a facultades para curar el esp�ritu: ni aun �sas le serv�an, pues Nucha no se confesaba con �l; y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan hermosa, le turbaba y confund�a. Muchas veces hab�a pensado en semejante probabilidad: cualquier d�a era f�cil que Nucha, por necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a ech�rsele a los pies en el tribunal de la penitencia y a demandarle consejos, fuerza, resignaci�n. ��Y qui�n soy yo--se dec�a Juli�n--para guiar a una persona como la se�orita Marcelina? Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabidur�a suficiente; y lo peor es que tambi�n me falta virtud, porque yo deb�a aceptar gustoso todos los padecimientos de la se�orita, creer que Dios se los env�a para probarla, para acrecentar sus m�ritos, para darle mayor cantidad de gloria en el otro mundo... y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre se�ora entre adversidades y tribulaciones pasajeras.... Pues no ha de ser as�--resolv�a el capell�n con esfuerzo--. He de abrir los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incr�dulos, a los imp�os, a los que est�n en pecado mortal. Si la se�orita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, ense��mosle a que la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo tambi�n, lo que significa esa cruz. Con ella se va a la felicidad �nica y verdadera. Por muy dichosa que fuese la se�orita aqu� en el mundo, vamos a ver, �cu�nto tiempo y de qu� manera podr�a serlo? Aunque su marido la... estimase como merece, y la pusiese sobre las ni�as de sus ojos, �se librar�a por eso de contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, �qu� importa ni de qu� sirve haber pasado un poco m�s alegre y tranquila esta vidilla perecedera y despreciable?�. Ten�a Juli�n a la mano siempre un ejemplar de la _Imitaci�n de Cristo_; era la modesta edici�n de la Librer�a religiosa, y castiza y admirable traducci�n del P. Nieremberg. Al frente de la portada hab�a un grabado, bien �nfimo como obra de arte, que proporcionaba al capell�n mucho alivio cada vez que fijaba sus ojos en �l. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho sendero que conduc�a al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jes�s, con la cruz a cuestas, y el rostro vuelto hacia un fraile que all� en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque malo el dibujo y peor el desempe�o, respiraba aquel grabado una especie de resignaci�n melanc�lica, adecuada a la situaci�n moral del presb�tero. Y despu�s de haberlo contemplado despacio, parec�ale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulc�sima a la vez, y una calma honda, como si se encontrase--calculaba �l para s�--sepultado en el fondo del mar, y el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces le�a p�rrafos del libro de oro, que se le entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne: ��Por qu� temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz est� la salud, en la cruz est� la vida, en la cruz est� la defensa de los enemigos, en la cruz est� la infusi�n de la suavidad soberana, en la cruz est� la fortaleza del coraz�n, en la cruz est� el gozo del esp�ritu, en la cruz est� la suma virtud, en la cruz est� la perfecci�n de la santidad.... Toma pues tu cruz, y sigue a Jes�s.... Mira que todo consiste en la cruz, y todo est� en morir; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continua mortificaci�n.... Disp�n y ordena todas las cosas seg�n tu querer, y no hallar�s sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza; y as� siempre hallar�s la cruz, porque o sentir�s dolor en el cuerpo, o padecer�s tribulaci�n en el esp�ritu.... Cuando llegares al punto de que la aflicci�n te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el para�so en la tierra...�. --�Cu�ndo llegar� yo a este estado de bienaventuranza, Se�or!--murmuraba Juli�n poniendo una se�al en el libro--. Hab�a o�do algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le ped�a llegar al punto de que su cruz.... No, la de la pobre se�orita, le fuese dulce y gustosa, como dec�a Kempis.... A la misa en la capilla remozada asist�a siempre Nucha, oy�ndola toda de rodillas, y retir�ndose cuando Juli�n daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oraci�n, Juli�n conoc�a el instante en que se levantaba la se�orita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo. Cierta ma�ana no lo oy�. Este hecho tan sencillo le priv� de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a Nucha tambi�n en pie, el �ndice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo notable, se dedicaba a apagar los cirios, vali�ndose de una luenga ca�a. La mirada de la se�orita dec�a elocuentemente: �Que se vaya ese ni�o�. El capell�n orden� al ac�lito que despejase. Tard� �ste algo en obedecer, deteni�ndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, que cern�an visillos de tafet�n carmes�; y las carnes de los santos del altar adquir�an apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente. --�Juli�n?--pregunt� con imperioso acento, extra�o en ella. --Se�orita...--respondi� �l en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembl�ronle los labios y las manos se le enfriaron, pues crey� llegado el terrible momento de la confesi�n. --Tenemos que hablar. Y ha de ser aqu�, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche. --Es verdad que no falta. --�Har� usted lo que le pida? --Ya sabe que.... --�Sea lo que sea? --Yo.... Su turbaci�n crec�a: el coraz�n le lat�a con sordo ruido. Se recost� en el altar. --Es preciso--declar� Nucha sin apartar de �l sus ojos, m�s que vagos, extraviados ya--que me ayude usted a salir de aqu�. De esta casa. --A.... A... salir...--tartamude� Juli�n, aturdido. --Quiero marcharme. Llevarme a mi ni�a. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que guardar secreto. Si lo saben aqu�, me encerrar�n con llave. Me apartar�n de la peque�a. La matar�n. S� de fijo que la matar�n. El tono, la expresi�n, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de mujer impulsada por excitaci�n nerviosa que raya en desvar�o. --Se�orita...--articul� el capell�n, no menos alterado--, no est� de pie, no est� de pie.... Si�ntese en este banquito.... Hablemos con tranquilidad.... Ya conozco que tiene disgustos, se�orita.... Se necesita paciencia, prudencia.... C�lmese.... Nucha se dej� caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cr�neo, transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habl� con cierto reposo. --�Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aqu� no viene al caso disimular: ya sabe usted cu�ndo empez� a clav�rseme la espina; desde aquel d�a me propuse averiguar la verdad, y no me cost�... gran trabajo. Digo, s�; me cost� un... un combate.... En fin, eso es lo que menos importa. Por m� no pensar�a en irme, pues no estoy buena y se me figura que... durar� poco..., pero..., �y la ni�a? --La ni�a.... --La van a matar, Juli�n, esas... gentes. �No ve usted que les estorba? �Pero no lo ve usted? --Por Dios le pido que se sosiegue.... Hablemos con calma, con juicio.... --�Estoy harta de tener calma!--exclam� con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza--. He rogado, he rogado.... He agotado todos los medios.... No aguardo, no puedo aguardar m�s. Esper� a que se acabasen las elecciones dichosas, porque cre�a que saldr�amos de aqu� y entonces se me pasar�a el miedo.... Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Juli�n; miedo horrible.... Sobre todo de noche. A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmes�es, Juli�n vio las pupilas dilatadas de la se�orita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresi�n de mortal terror pintada en su rostro. --Tengo mucho miedo--repiti� estremeci�ndose. Renegaba Juli�n de su sosera. �Cu�nto dar�a por ser elocuente! Y no se le ocurr�a nada, nada. Los consuelos m�sticos que ten�a preparados y atesorados, la teor�a de abrazarse a la cruz..., todo se le hab�a borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado. --Ya desde que llegu�... esta casa tan grande y tan antigua...--prosigui� Nucha--me dio fr�o en la espalda.... S�lo que ahora... no son tonter�as de chiquilla mimada, no.... Me van a matar a la peque�a.... �Usted lo ver�! As� que la dejo con el ama, estoy en brasas.... Acabemos pronto.... Esto se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie m�s.... Usted quiere a mi ni�a. --Lo que es quererla...--balbuci� Juli�n, casi af�nico de puro enternecido. --Estoy sola, sola...--repiti� Nucha pas�ndose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como entrecortada por l�grimas que conten�a--. Pens� en confesarme con usted, pero... buena confesi�n te d� Dios.... No obedecer�a si usted me mandase quedarme aqu�.... Ya s� que es mi obligaci�n: la mujer no debe apartarse del marido. Mi resoluci�n, cuando me cas�, era.... Det�vose de pronto, y care�ndose con Juli�n, le pregunt�: --�No le parece a usted como a m� que este casamiento ten�a que salir mal? Mi hermana Rita ya era casi novia del primo cuando �l me pidi�.... Sin culpa m�a, quedamos re�idas Rita y yo desde entonces.... No s� c�mo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro se fijase en m�. Pap� me aconsej� que, de todos modos, me casase con el primo.... Yo segu� el consejo.... Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos.... D�game usted, Juli�n, �he faltado en algo? Juli�n cruz� las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra. Pronunci� con entusiasmo: --Usted es un �ngel, se�orita Marcelina. --No...--replic� ella--, �ngel no, pero no me acuerdo de haber hecho da�o a nadie. He cuidado mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no ten�a madre.... Al pronunciar esta frase, la ola rebos�, las l�grimas corrieron por fin; Nucha respir� mejor, como si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio. --Y por cierto que le tom� tal cari�o, que pensaba para m�: �Si tengo hijos alg�n d�a, no es posible quererlos m�s que a mi hermano�. Despu�s he visto que esto era un disparate; a los hijos se les quiere much�simo m�s a�n. El cielo se nublaba lentamente, y se oscurec�a la capilla. La se�orita hablaba con sosiego melanc�lico. --Cuando mi hermano se fue al colegio de artiller�a, yo no pens� m�s que en dar gusto a pap�, y en que se notase poco la falta de la pobre mam�.... Mis hermanas prefer�an ir a paseo, porque, como son bonitas, les gustaban las diversiones. A m� me llamaban fe�cha y bizca, y me aseguraban que no encontrar�a marido. --�Ojal�!--exclam� Juli�n sin poder reprimirse. --Yo me re�a. �Para qu� necesitaba casarme? Ten�a a pap� y a Gabriel con quien vivir siempre. Si ellos se me mor�an, pod�a entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que est� la t�a Dolores, me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando pap� me enter� de las intenciones del primo, le dije que no quer�a sacarle el novio a mi hermana, y entonces pap�... me besuque� mucho en los carrillos, como cuando era peque�a, y... me parece que le estoy oyendo... me respondi� as�: �Rita es una tonta..., c�llate�. Pero por mucho que diga pap�.... �al primo le segu�a gustando m�s Rita!... Continu� despu�s de algunos segundos de silencio: --Ya ve usted que no ten�a mucho por qu� envidiarme mi hermana.... �Cu�nta hiel he tragado, Juli�n! Cuando lo pienso se me pone un nudo aqu�.... El capell�n pudo al fin expresar parte de sus sentimientos. --No me extra�a que se le ponga ese nudo.... Soy yo y lo tengo tambi�n.... D�a y noche estoy cavilando en sus males, se�orita.... Cuando vi aquella se�al.... La lastimadura en la mu�eca.... Por primera vez durante la conversaci�n se encendi� el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos se velaron, cubri�ndolos la ca�da de las pesta�as. No respondi� directamente. --Mire usted--murmur� con asomos de amarga sonrisa--que siempre me suceden a m� desgracias por cosas de que no tengo la culpa.... Pedro se empe�aba en que yo le reclamase a pap� la leg�tima de mam�, porque pap� le neg� un dinero que le hac�a falta para las elecciones. Tambi�n se disgust� mucho porque la t�a Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a dejarle a Rita los bienes.... Yo no tengo que ver con nada de eso.... �Por qu� me matan? Ya s� que soy pobre: no hay necesidad de repet�rmelo.... En fin, esto es lo de menos.... Me doli� bastante m�s el que mi marido me dijese que por m� se ve sin sucesi�n la casa de Moscoso.... �Sin sucesi�n! �Y mi ni�a? �Angelito de mis entra�as! Lloraba la infeliz se�ora, lentamente, sin sollozar. Sus p�rpados ten�an ya el matiz rojizo que dan los pintores a los de las Dolorosas. --Lo m�o--a�adi�--no me importa. Lo m�o lo aguantar�a hasta el �ltimo instante. Que me... traten de un modo... o de otro, que... que la criada... sea... ocupe mi sitio... bien..., bien, paciencia, ser�a cuesti�n de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir.... Pero est� de por medio la ni�a..., hay otro ni�o, otro hijo, un bastardo.... La ni�a estorba.... �La matar�n!... Repiti� solemnemente y muy despacio: --La matar�n. No me mire usted as�. No estoy loca, s�lo estoy excitada. He determinado marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que esto no es ning�n pecado, ni tampoco el llevarme a la peque�a. �Y si peco, no me lo diga, Julianci�o!... Es resoluci�n irrevocable. Usted vendr� conmigo, porque sola no conseguir�a realizar mi plan. �Me acompa�ar�? Juli�n quiso objetar algo; �qu�? No lo sab�a �l mismo. El diminutivo cari�oso usado por la se�orita, la febril resoluci�n con que hablaba, le vencieron. �Negarse a ayudar a la desdichada? Imposible. �Pensar en lo que el proyecto ten�a de extra�o, de inconveniente? Ni se le ocurri� un minuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le pareci� hasta f�cil. �Oponerse a la marcha? Tambi�n �l hab�a tenido y ten�a a cada instante miedo, miedo cerval, no s�lo por la ni�a, sino por la madre: �acaso no se le hab�a ocurrido mil veces que la existencia de las dos corr�a inminente peligro? Adem�s, �qu� cosa en el mundo dejar�a �l de intentar por secar aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la se�orita segura, honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna? Se representaba la escena de la escapatoria. Ser�a al amanecer. Nucha ir�a envuelta en muchos abrigos. �l cargar�a con la ni�a, dormidita y arropad�sima tambi�n. Por si acaso llevar�a en el bolsillo un tarro con leche caliente. Andando bien llegar�an a Cebre en tres horas escasas. All� se pod�an hacer sopas. La nena no pasar�a hambre. Tomar�an en el coche la berlina, el sitio m�s c�modo. Cada vuelta de la rueda les alejar�a de los t�tricos Pazos.... Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolver estos pormenores. Otro rayo de sol entreabr�a las nubes, y los santos, en sus hornacinas, parec�an sonre�r ben�volamente al grupo del banquillo. Ni la Pur�sima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el san Antonio que hac�a fiestas a un ni�o Jes�s regordete, ni el san Pedro con la tiara y las llaves, ni siquiera el arc�ngel san Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y hendir a Satan�s, revelaban en sus rostros pintados de fresco el m�s leve enojo contra el capell�n, ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre y una mujer a su leg�timo due�o. -XXVIII- Al llegar aqu� de la narraci�n, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que grabaron para siempre en la imaginaci�n del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la memorable ma�ana en que por �ltima vez ayud� a misa al bonach�n de don Juli�n (el cual, por m�s se�as, sol�a darle dos cuartos una vez terminado el oficio divino). El primer recuerdo que Perucho conserva es que, al salir de la capilla, qued�se muy triste arrimado a la puerta, porque aquel d�a el capell�n no le hab�a dado cosa alguna. Chup�ndose el dedo y en actitud meditabunda permaneci� all� unos instantes, hasta que la misma falta de los dos cuartos acostumbrados le descubri� un rayo de luz: �su abuelo le hab�a prometido otros dos si le avisaba cuando la se�ora se quedase en la capilla despu�s de o�da la misa! Raciocinando con sorprendente rigor matem�tico, calcul� que pues perd�a dos cuartos por un lado, era urgente ganarlos por otro; apenas concibi� tan luminosa idea, sinti� que las piernas le bailaban, y ech� a correr con toda la velocidad posible en busca de su abuelo. Atravesando la cocina, col�se en la habitaci�n baja donde despachaba Primitivo, y empujando la puerta, le vio sentado ante una gran mesa antigua, sobre la cual se encrespaba un marem�gnum de papelotes cubiertos de cifras engarrapatadas, de apuntes escritos con letra jorobada y escabrosa, por mano que no deb�a ser diestra ni aun en palotes. La mesa y el cuarto en general atra�an a Perucho con el encanto que posee para la ni�ez lo desordenado y revuelto, los sitios en que se acumulan muchas cosas variadas, pues imaginan ellos que cada mont�n de objetos es un mundo desconocido, un dep�sito de tesoros inestimables. Rara vez entraba all� Perucho; su abuelo acostumbraba echarle para que no sorprendiese ciertas operaciones financieras que el mayordomo gustaba de realizar sin testigos. Cuando el nieto entr�, la cara pulimentada y oscura de Primitivo pod�a confundirse con el tono bronceado de un acervo de calderilla o monta�a de cobre, de la cual iban saliendo columnitas, columnitas que el mayordomo alineaba en correcta formaci�n.... Perucho se qued� deslumbrado ante tan fabulosa riqueza. �All� estaban sus dos cuartos! �Menuda pepita de aquel gran criadero de metal! Lleno de esperanza, alz� la voz cuanto pudo, y dio su recado. Que la se�ora estaba en la capilla, con el se�or capell�n.... Que le hab�an despedido de all�. Iba a a�adir: �Y que se me deben dos cuartos por la noticia� o cosa an�loga, pero no le dio lugar a ello su abuelo, alz�ndose del sill�n con la agilidad de bicho mont�s que caracterizaba sus movimientos todos, no sin que al hacerlo produjese un tempestuoso remolino en el mar de calderilla, y la ca�da de algunas torres que, con sonoro estr�pito, se rindieron a la gran pesadumbre. Primitivo sali� corriendo hacia el interior de la casa. El chiquillo se qued� all�, solicitado por las dos tentaciones m�s fuertes que en su vida hab�a sufrido. Era una la de comerse las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un bote de hojalata, y aun cuando ser�a m�s glorioso para nuestro h�roe vencer el goloso capricho, la sinceridad obliga a declarar que alarg� el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos, tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote. Satisfecha esta concupiscencia, le apremi� la otra, incit�ndole nada menos que a cobrarse por su mano de los dos cuartos prometidos, tom�ndolos del mont�n que ten�a all� delante, a su disposici�n y albedr�o. No s�lo apetec�a cobrarse del debido salario, sino que le seduc�an principalmente unos ochavos ro�osos llamados de _la fortuna_ en el pa�s, y que, merced a consideraciones muy l�gicas en su mente infantil, le parec�an preferibles a las piezas gordas. Las adquisiciones y placeres de Perucho los representaba generalmente un ochavo. Por un ochavo le daba la rosquillera, en ferias y romer�as, caramelos de alfe�ique o rosquillas bastantes; por un ochavo le vend�an bramante suficiente para el trompo, y le surt�a el cohetero de p�lvora en cantidad con que hacer regueritos; por un ochavo se procuraba tiras de mistos de cart�n, groseras aleluyas impresas en papel amarillo, gallos de barro con un pito en parte no muy decorosa. Y todo esto lo ten�a al alcance de su mano, como las obleas; �y nadie le ve�a ni pod�a delatarle! El angelote se empin� en la punta de los pies para alcanzar mejor el dinero, alarg� a la vez ambas palmas, y las sumergi� en el mar de cobre.... Las pase� mucho rato por la superficie sin osar cerrarlas.... Por fin hizo presa en un pu�ado de ochavos, y entonces apret� el pu�o fort�simamente, con la intensidad propia de los ni�os, que temen siempre se les escape la dicha por la mano abierta. Y as� se mantuvo inm�vil, sin atreverse a retraer aquella diestra pecadora y cargada de bot�n al seguro rinc�n del seno, donde almacenaba siempre sus latrocinios. Porque es de advertir que Perucho ten�a bastante de caco, y con la mayor frescura se apropiaba huevos, fruta, y, en general, cuantos objetos codiciaba; pero, con respeto supersticioso de aldeano, que s�lo juzga propiedad ajena el dinero, jam�s hab�a tocado a una moneda. En el alma de Perucho se verificaba una de esas encarnizadas luchas entre el deber y la pasi�n, cantadas por la musa dram�tica: el �ngel malo y el bueno le tiraban cada uno de una oreja, y no sab�a a cu�l atender. �Tremendo conflicto! Pero regoc�jense el cielo y los hombres, pues venci� el esp�ritu de luz. �Fue el primer despertar de ese sentimiento de honor que dicta al hombre heroicos sacrificios? �Fue una gota de la sangre de Moscoso, que realmente corr�a por sus venas y que, con la misteriosa energ�a de la transmisi�n hereditaria, le gui� la voluntad como por medio de una rienda? �Fue temprano fruto de las lecciones de Juli�n y Nucha? Lo cierto es que el rapaz abri� la mano, separando mucho los dedos, y los ochavos apresados cayeron entre los restantes, con met�lico retint�n. No por eso hay que figurarse que Perucho renunciaba a sus dos cuartos, los ganados honradamente con la agilidad de sus piernas. �Renunciar! �A buena parte! Aquel mismo embri�n de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde _ab initio_ gran parte del Dec�logo, le gritaba: �no hurtar�s�, le dijo con no menor energ�a: �tienes derecho a reclamar lo que te ofrecieron�. Y, obedeciendo a la impulsi�n, la criatura ech� a correr en la misma direcci�n que su abuelo. Casualmente tropez� con �l en la cocina, donde preguntaba algo a Sabel en queda voz. Acerc�sele Perucho, y asi�ndole de la chaqueta exclam�: --�Mis dos cuartos? No hizo caso Primitivo. Dialogaba con su hija, y, a lo que Perucho pudo comprender, �sta explicaba que el se�orito hab�a salido de madrugada a tirar a los pollos de perdiz, y supon�a que anduviese hacia la parte del camino de Cebre. El abuelo solt� un juramento que usaba a menudo y que Perucho sol�a repetir por fanfarronada, y, sin m�s conversaci�n, se alej�. Asegur� Perucho despu�s que le hab�a llamado la atenci�n ver al abuelo salir sin tomar la escopeta y el sombrer�n de alas anchas, prendas que no soltaba nunca. Semejante idea debi� ocurr�rsele al chiquillo m�s tarde, en vista de los sucesos. Al pronto s�lo pens� en alcanzar a Primitivo, y lo logr� en lo alto del camino que baja a los Pazos. Aunque el cazador iba como el pensamiento, el rapaz corr�a en regla tambi�n. --�Anda al demonio! �Qu� se te ofrece?--gru�� Primitivo al conocer a su nieto. --�Mis dos cuartos! --Te doy cuatro en casa si me ayudas a buscar por el monte al se�orito y le dices, en cuanto lo veas, lo que me dijiste a m�, �entiendes? Que el capell�n est� con la se�ora encerrado en la capilla y que te echaron de all� para quedar solos. El angel�n fij� sus pupilas l�mpidas en los fascinadores ojuelos de v�bora de su abuelo; y, sin esperar m�s instrucciones, abriendo mucho la boca, sali� a galope hacia donde por instinto juzgaba �l que el se�orito deb�a encontrarse. Volaba, con los pu�os apretados, haciendo saltar guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan altos como su persona, espantando la liebre oculta detr�s de un madro�ero o la pega posada en las ramas bajas del pino. De repente oy� el andar de una persona y vio al se�orito salir de entre el robledal.... Loco de j�bilo se acerc� a darle su recado, del cual esperaba albricias. �stas fueron la misma palabrota inmunda y atroz que hab�a expectorado su abuelo en la cocina; y el se�orito sali� disparado en direcci�n de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase. Perucho se qued� algunos instantes suspenso y confuso; �l afirma que al poco rato volvi� a embargar su �nimo el deseo de los cuartos ofrecidos, que ya ascend�an a la respetable suma de cuatro. Para obtenerlos era menester buscar a su abuelo, y avisarle del encuentro con el se�orito; no lo tuvo por dif�cil, pues recordaba aproximadamente el punto del bosque donde Primitivo quedaba; y por atajos y vericuetos s�lo practicables para los conejos y para �l, Perucho se lanz� tras la pista de su abuelo. Trepaba por un murall�n medio deshecho ya, amparo de un vi�edo colgado, por decirlo as�, en la falda abrupta del monte, cuando del otro lado del baluarte que escalaba crey� sentir rumor de pisadas, que la finura de su o�do no confundi� con las del cazador; y con el instinto cauteloso de los ni�os hijos de la naturaleza y entregados a s� mismos, se agach�, quedando encubierto por el murall�n de modo que s�lo rebasase la frente. No pod�a dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas humanas eran, aunque s� muy recelosas, apagadas y lent�simas. Parec�an de alguien que procuraba emboscarse. Y, en efecto, poco tard� el ni�o en ver asomar, gateando entre los matorrales, a un hombre cuya descripci�n acaso hab�a o�do mil veces en las veladas, en las deshojas, acompa�ada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destac�ndose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, fr�o como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho trabuco, y, despu�s de girar hacia todas partes el �nico lucero de su fea cara, de aguzar el o�do, de olfatear, por decirlo as�, el aire, arrim�se al murall�n, medio arrodill�ndose tras de un seto de zarzas y brezo que lo guarnec�a. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se qued� como incrustado en �l, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infund�a el pavor irracional de los ni�os, que adivinan peligros cuya extensi�n ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro cuartos, no se atrev�a a descolgarse del murall�n, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el ca��n de aquel arma, cuya ancha boca deb�a, de seguro, vomitar fuego y muerte.... As� transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con el miedo, ocurri� un nuevo incidente. Sinti� otra vez pasos, no recelosos, como de quien se oculta, sino precipitados, como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino hondo que limitaba el murall�n divis� a su abuelo que avanzaba en direcci�n de los Pazos; sin duda, con su vista de �guila hab�a distinguido al se�orito, y le segu�a intentando darle alcance. Iba Primitivo distra�do, con el prop�sito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna. Lleg� a atravesar por delante del muro. El ni�o entonces vio una cosa terrible, una cosa que record� a�os despu�s y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su �nico ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se o�a un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borr�n de humo, que el aire disip� instant�neamente, y al trav�s de sus �ltimos tules grises el abuelo giraba sobre s� mismo como una peonza, y ca�a boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsi�n, la hierba y el lodo del camino. Asegura Perucho que no ha sabido jam�s si fue el miedo o su propia voluntad lo que le oblig� a descolgarse del murall�n y descender, m�s bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos, magull�ndose el cuerpo, poni�ndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro. Rebot� como un pelota por entre las nudosas cepas; brinc� por cima de los muros de piedra que las sosten�an; salv� como una flecha sembrados de ma�z; meti�se de patas en los regatos, moj�ndose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salv� vallados tres veces m�s altos que su cuerpo; cruz� setos, salt� hondonadas y zanjas, no comprendi� por d�nde ni c�mo, pero el caso es que, ara�ado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontr� en los Pazos, y maquinalmente volvi� al punto de partida, la capilla, donde entr�, enteramente olvidado de los cuatro cuartos, primer m�vil de sus aventuras todas. Estaba escrito que aquella ma�ana hab�a de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se conten�a hasta la respiraci�n: el menor desliz en tal materia sol�a costarle un severo rega�o de don Juli�n; de modo que, sobreponi�ndose el instinto y el h�bito al azoramiento y trastorno, penetr� en el sagrado lugar con actitud respetuosa. En �l suced�a algo que le caus� un asombro casi mayor que el de la cat�strofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la se�ora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el se�orito vociferaba, muy deprisa y en adem�n amenazador, cosas que no entendi� el ni�o; mientras el capell�n, con las manos cruzadas y la fisonom�a revelando un espanto y dolor tales que nunca hab�a visto Perucho en rostro humano expresi�n parecida, imploraba, imploraba al se�orito, a la se�orita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la s�plica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqu�s, como desafi�ndole.... Y Perucho comprend�a a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la c�lera, el furor, la indignaci�n, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deduc�a que el se�orito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la se�orita, a matarla quiz�s, a deshacer a don Juli�n, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla.... El ni�o record� entonces escenas an�logas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las v�ctimas su madre y �l: el se�orito ten�a entonces la misma cara, id�ntico tono de voz. Y en medio de la confusi�n de su tierno cerebro, de los terrores que se reun�an para apocarlo, una idea, superior a todas, se levant� triunfante. No cab�a duda que el se�orito se dispon�a a acogotar a su esposa y al capell�n; tambi�n acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel d�a, seg�n indicios, deb�a ser el de la general matanza. �Qui�n sabe si, luego que acabase con su mujer y con don Juli�n, se le ocurrir�a al se�orito quitar la vida a la nen�? Semejante pensamiento devolvi� a Perucho toda la actividad y energ�a que acostumbraba desplegar para el logro de sus azarosas empresas en corrales, gallineros y establos. Escurri�se bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de Moscoso. �C�mo har�a? Falt�bale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con celeridad y no arredrarse ante obst�culo alguno. Se desliz� sin ser visto por la cocina, y subi� la escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los se�ores, de tal manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el o�do m�s fino lo confundir�a con el susurro del aire al agitar una cortina. Lo que �l tem�a era encontrar cerrada la puerta del dormitorio de Nucha. El coraz�n le dio un brinco de alegr�a al verla entornada. La empuj� con suavidad de gato que esconde las u�as.... Ten�a la maldita puerta el vicio de rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimi� sordamente. Perucho se col� en la habitaci�n, ocult�ndose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que �ste luc�a, mir� al otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la ni�a dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz pod�a a mansalva realizar sus prop�sitos. Sin embargo, conven�a que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando. Perucho la tom� como quien toma un mu�eco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar pu�etazos en el testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nen�, envuelta en el pa�ol�n de calceta, no gru�� siguiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. �ste, conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, r�pido y cauteloso--el andar de la gata que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo--, se dirigi� a buscar la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa. En el claustro se par� obra de diez segundos, para meditar. �D�nde esconder�a su tesoro? �En el pajar, en el _herbeiro_, en el h�rreo, en el establo? Opt� por el h�rreo--el lugar menos frecuentado y m�s oscuro--. Bajar�a la escalera, se enhebrar�a por el claustro, se colar�a por las cuadras, salvar�a la era, y despu�s nada m�s sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho. Arrimada al h�rreo estaba la escala. Perucho comenz� a subir, operaci�n bastante dif�cil atendido el estorbo que le hac�a la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesa�os impon�a la necesidad de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no dispon�a de las manos; la energ�a de la voluntad se le comunic� al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse y adherirse a las barras de palo, bru�idas ya con el uso. En mitad de la ascensi�n pens� que rodaba al pie del h�rreo, y apret� contra el pecho a la ni�a, que, despert�ndose, rompi� en llanto.... �Que llorase! All� no la o�a alma viviente; por la era s�lo vagaba media docena de gallinas, disputando a dos gorrinos las hojas de una col. Perucho entr� triunfante por la puerta del h�rreo.... Las espigas de ma�z no lo llenaban hasta el techo, dejando alg�n espacio suficiente para que dos personas min�sculas, como Perucho y su protegida, pudiesen acomodarse y revolverse. El rapaz se sent� sin soltar a la nena, dici�ndole mil chuscadas y zalamer�as a fin de acallarla, abusando del diminutivo que tan cari�osa gracia adquiere en labios del aldeano. --Reini�a, mona, _ruli�a_, calla, calla, que te he de dar cosas bunitas, bunitas, buniti�as.... �Si no callas, viene un coc�n y te come! �_Velo_ ah� viene! �Calla, soli�o, paloma blanca, rosita! No por virtud de las exhortaciones, pero s� por haber conocido a su amigo predilecto, la ni�a callaba ya. Mir�bale, y, sonriendo regocijadamente, le pasaba las manos por la cara, gorjeaba, se bababa, y miraba con curiosidad alrededor. Extra�aba el sitio. Enfrente, alrededor, debajo, por todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del h�rreo, tend�a galones m�s claros, movibles listas de luz. Perucho comprendi� que pose�a en las espigas un recurso inestimable para divertir a la peque�a. Tan pronto le daba una en la mano, como alzaba con muchas una especie de pir�mide; la nen� se entreten�a en derribarla o forjarse la ilusi�n de que la derribaba, pues realmente una patada de Perucho hac�a el milagro. Re�a ella lo mismo que una loca, y ped�a impaciente, por se�as, que le renovasen el juego. Pronto se cans� de �l. Con todo, estaba de buen humor, gracias a la compa��a de Perucho. Su mirada risue�a y dulce, fija en la de su compa�ero, parec�a decirle: ��Qu� mejor juego que estar juntos? Disfrutemos de este bien que siempre nos han dado con tasa�. En vista de tan cari�osas disposiciones, Perucho se entreg� al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto, arrastrando la mano por el cuerpo de la nen� arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fing�a encolerizado, espantaba los ojos, hinchaba los carrillos, cerraba los pu�os y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso, la sub�a en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por �ltimo, recelando cansarla, la cogi� en brazos, se sent� a la turca, y comenz� a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta suavidad, precauci�n y ternura como pudiera su propia madre. �Qu� ganas, qu� violentos antojos se le pasaban!... �De qu�? En las veces que fue admitido a la intimidad de la habitaci�n de Nucha y se le consinti� aproximarse a la nen� y vivir su vida, jam�s osara hacerlo.... Miedo de que le ri�esen o echasen; vago respeto religioso que se impon�a a su alma de pilluelo diab�lico; verg�enza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban; todo se un�a para impedirle satisfacer una aspiraci�n que �l juzgaba ambiciosa y punto menos que sacr�lega.... Pero ahora era due�o del tesoro; ahora la nen� le pertenec�a; la hab�a ganado en buena lid, la pose�a por derecho de conquista, �ese derecho que comprenden los mismos salvajes! Adelant� mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y toc� la frente y los ojos de la peque�a.... Despu�s desenvolvi� lentamente los pliegues del mant�n, y descubri� las piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de j�bilo. Perucho alz� hasta la boca un pie, luego otro, y as� alternando se pas� un rato regular; sus besos hac�an cosquillas a la ni�a, que soltaba repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empez� a sentir el fr�o, y con la rapidez que revisten en los ni�os muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos se le quedaron casi helados. Al punto lo advirti� Perucho, y ech�ndoles repetidas veces el aliento, como hab�a visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvi� en mantillas y pa�ol�n, y nuevamente lleg� a s� a la criatura, meci�ndola. El m�s glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacci�n a Perucho en tales momentos, cuando juzgaba evidente que hab�a salvado a la nen� de la degollaci�n segura y pu�stola a buen recaudo, donde nadie dar�a con ella. Ni un minuto record� al duro y bronceado abuelo tendido all� junto al pared�n.... A menudo se ve al ni�o, deshecho en l�grimas al pie del cad�ver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces; quiz�s vuelvan m�s adelante la tristeza y el recuerdo, pero la impresi�n capital del dolor ya se ha borrado para siempre. As� Perucho. La ventura de poseer a su nen� adorada, la prez de defender su vida, le distra�an de los tr�gicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, no, ni del trabucazo que lo hab�a _tumbado_ como �l tumbaba las perdices. Con todo, algo medroso y t�trico deb�a pesar sobre su imaginaci�n, seg�n el cuento que empez� a referir en voz hueca a la nen�, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban. �De d�nde proced�a este cuento, variante de la leyenda del ogro? �Lo oir�a Perucho en alguna velada junto al _lar_, mientras hilaban las viejas y pelaban casta�as las mozas? �Ser�a creaci�n de su mente excitada por los terrores de un d�a tan excepcional? �Una _ves_--empezaba el cuento--era un rey muy malo, muy galop�n, que se com�a la gente y las _presonas_ vivas.... Este rey ten�a una nen� bunita bunita, como la _frol_ de mayo... y peque�ita peque�ita como un grano de _millo_ (ma�z quer�a decir Perucho). Y el malo brib�n del rey quer�a comerla, porque era el coco, y ten�a una cara m�s fea, m�s fea que la del _dia�o_... (Perucho hac�a horribles muecas a fin de expresar la fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo �l, dice: 'Heme de comer ma�ana por la ma�anita _trempano_ a la nen�... as�, as�'. (Abr�a y cerraba la boca haciendo chocar las mand�bulas, como los papamoscas de las catedrales). Y hab�a un _pagarito_ sobre un _�rbole_, y oy� al rey, y dijo, dice: 'Comer no la has de comer, coco feo.' �Y va y qu� hace el _pagarito_? Entra por la ventanita... y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de ma�z y roncaba estrepitosamente para representar el sue�o del rey). Y va el _pagarito_ y con el _bico_ le saca un ojo, y el rey queda _chosco_. (Gui�aba el ojo izquierdo, mostrando c�mo el rey se hall� tuerto). Y el rey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitaci�n de llanto) por su ojo, y el _pagarito_ a se re�r muy puesto en el _�rbole_.... Y va y salta y dijo, dice: 'Si no comes a la nen� y me la regalas, te doy el ojo...' Y va el rey y dice: 'Bueno...' Y va el _pagarito_ y se cas� con la nen�, y estaba siempre cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita... (solo de este instrumento), y entr� por una _porta_ y sal� por otra, �y manda el rey que te lo cuente otra vez!�. La nen� no oy� el final del cuento.... La m�sica de las palabras, que no le despertaban idea alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacci�n de estar con su favorito, le trajeron insensiblemente el sue�o anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados.... Acomod� lo mejor que pudo el lecho de espigas; lleg�le el mant�n al rostro, como hac�a Nucha, para que no se le enfriase el hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrim� a la puerta del h�rreo, en una esquina, reclin�ndose en un mont�n de ma�z. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la reacci�n de tantas emociones consecutivas, tambi�n a �l la cabeza le pesaba y se le entornaban los p�rpados. Se los frot� con los dedos, bostez�, luch� algunos minutos con el sue�o invasor... �ste venci� al cabo. Los dos �ngeles refugiados en el h�rreo dorm�an en paz. Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, ve�a el muchacho un animalazo de desmesurado grandor, besti�n fiero que se acercaba a �l rugiendo, bramando y dispuesto a zamp�rselo de un bocado o a deshacerlo de una u�ada.... Se le eriz� el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor fr�o le empap� la sien.... �Qu� monstruo tan espantoso! Ya se acerca..., ya cae sobre Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa.... El chiquillo abre los ojos.... Sofocada y furiosa, vociferando, moli�ndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arranc�ndole el rizado pelo y pate�ndolo, estaba el ama, m�s enorme, m�s brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un h�roe. Bajando la cabeza, se atraves� en la entrada del h�rreo, y por espacio de algunos minutos defendi� su presa haci�ndole muralla con el cuerpo.... Pero el enorme volumen del ama pes� sobre �l y lo redujo a la inacci�n, comprimi�ndolo y paraliz�ndolo. Cuando el m�sero chiquillo, medio ahogado, se sinti� libre de aquella estatua de plomo que a poco m�s le convierte en oblea, mir� hacia atr�s.... La ni�a hab�a desaparecido. Perucho no olvidar� nunca el desesperado llanto que derram� por m�s de media hora revolc�ndose entre las espigas. -XXIX- Tampoco Juli�n olvidar� el d�a en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; d�a dram�tico entre todos los de su existencia, en que le sucedi� lo que no pudo imaginar jam�s: verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y para siempre; y ver a la infeliz se�orita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para desmentir la rid�cula y horrenda calumnia. �Y qu� ser�a si hubiesen realizado su plan de fuga al d�a siguiente? �Entonces s� que tendr�an que bajar la cabeza, darse por convictos!... �Y decir que cinco minutos antes no se les preven�a siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo interpretasen as�! No, no lo olvidar� Juli�n. No olvidar� aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni aun de �l mismo sospechado que despleg� en momentos tan cr�ticos para arrojar a la faz del marido cuanto le herv�a en el alma, la reprobaci�n, la indignaci�n contenida por su habitual timidez; el reto provocado por el b�rbaro insulto; los calificativos terribles que acud�an por vez primera a su boca, avezada �nicamente a palabras de paz; el emplazamiento _de hombre a hombre_ que lanz� al salir de la capilla.... No olvidar�, no, la escena terrible, por muchos a�os que pesen sobre sus hombros y por muchas canas que le enfr�en las sienes. Ni olvidar� tampoco su partida precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; c�mo ensill� con sus propias inexpertas manos la yegua; c�mo, desplegando una maestr�a debida a la urgencia, hab�a montado, espoleado, salido a galope, ejecutando todos estos actos mec�nicamente, cual entre sue�os, sin aguardar a que se disipase el corto hervor de la sangre, sin querer ver a la ni�a ni darle un beso, porque comprend�a, estaba seguro de que, si lo hiciera, ser�a capaz de postrarse a los pies del se�orito, rog�ndole humildemente que le permitiese quedarse all� en los Pazos, aunque fuese de pastor de ganado o jornalero.... No olvidar� tampoco la salida de la casa solariega, la ascensi�n por el camino que el d�a de su llegada le pareci� tan triste y l�gubre.... El cielo est� nublado; ciernen la claridad del sol pardos crespones cada vez m�s densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante, prolongado y cari�oso; las r�fagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro viejo del liquen.... La yegua, de improviso, respinga, tiembla, se encabrita.... Juli�n se agarra instintivamente a las crines, soltando la rienda.... En el suelo hay un bulto, un hombre, un cad�ver; la hierba, en derredor suyo, se ba�a en sangre que empieza ya a cuajarse y ennegrecerse. Juli�n permanece all�, clavado, sin fuerzas, anonadado por una mezcla de asombro y gratitud a la Providencia, que no puede razonar, pero le subyuga.... El cad�ver tiene la faz contra tierra; no importa: Juli�n ha reconocido a Primitivo; es �l mismo. El capell�n no vacila, no discurre qui�n le habr� matado. �Cualquiera que sea el instrumento, lo dirige la mano de Dios! Desv�a la yegua, se persigna, se aparta, se aleja definitivamente, volviendo de cuando en cuando la cabeza para ver el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del pared�n.... �Ah! No, no olvida nada Juli�n. No olvida en Santiago, donde su llegada se glosa, donde su historia en los Pazos adquiere proporciones leyendarias, donde el �xito de las elecciones, la partida del capell�n, el asesinato del mayordomo, se comentan, se adornan, entretienen al pueblo casi todo un mes, y donde las gentes le paran en la calle pregunt�ndole qu� ocurre por all�, qu� sucede con Nucha Pardo, si es cierto que su marido la maltrata y que est� muy enferma, y que las elecciones de Cebre han sido un esc�ndalo gordo. No olvida cuando el arzobispo le llama a su c�mara, a fin de inquirir qu� hay de verdad en todo lo ocurrido, y �l, despu�s de arrodillarse, lo cuenta sin poner ni quitar una s�laba, encontrando en la sincera confesi�n inexplicable alivio, y besando, con el coraz�n desahogado ya, la amatista que brilla sobre el anular del prelado. No olvida cuando �ste dispone enviarle a una parroquia apartad�sima, especie de destierro, donde vivir� completamente alejado del mundo. Es una parroquia de monta�a, m�s monta�a que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el coraz�n de Galicia. No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa se�orial; en otro tiempo, en �pocas feudales, se alz�, fundado en pe�asco vivo, un castillo roquero, hoy ruina comida por la hiedra y habitada por murci�lagos y lagartos. Los feligreses de Juli�n son pobres pastores: en v�speras de fiesta y tiempo de oblata le obsequian con leche de cabra, queso de oveja, manteca en orzas de barro. Hablan dialecto cerrad�simo, arduo de comprender; visten de somonte y usan gre�as largas, cortadas sobre la frente a la manera de los antiguos siervos. En invierno cae la nieve y a�llan los lobos en las inmediaciones de la rectoral; cuando Juli�n tiene que salir a las altas horas de la noche para llevar los sacramentos a alg�n moribundo, se ve obligado a cubrirse con coroza de paja y a calzar zuecos de palo; el sacrist�n va delante, alumbrando con un farol, y entre la oscuridad nocturna, las encinas parecen fantasmas.... Pasadas dos estaciones recibe una esquela, una papeleta orlada de negro; la lee sin entenderla al pronto; despu�s se entera bien del contenido, y sin embargo no llora, no da se�al alguna de pena.... Al contrario, aquel d�a y los siguientes experimenta como un sentirmento de consuelo, de bienestar y de alegr�a, porque la se�orita Nucha, en el cielo, estar� desquit�ndose de lo sufrido en esta tierra miserable, donde s�lo martirios aguardan a un alma como la suya.... La doctrina resignada de la _Imitaci�n_ ha vuelto a reinar en su esp�ritu. Hasta el efecto de la noticia se borra pronto, y una especie de insensibilidad apacible va cauterizando el esp�ritu de Juli�n: piensa m�s en lo que le rodea, se interesa por la iglesia desmantelada, trata de ense�ar a leer a los salvajes chiquillos de la parroquia, funda una congregaci�n de hijas de Mar�a para que las mozas no bailen los domingos.... Y as� pasa el tiempo, uniformemente, sin dichas ni amarguras, y la placidez de la naturaleza penetra en el alma de Juli�n, y se acostumbra a vivir como los paisanos, pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios puede otorgar al hombre, calent�ndose en el _lar_, diciendo misa muy temprano y acost�ndose antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo casta�a y patata, entrando en el ritmo acompasado, narc�tico y perenne de la vida agr�cola, tan inflexible como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo la misma elipse, al trav�s del espacio.... Y, sin embargo, no olvida. Y en aquel rinc�n viene a sorprenderle el ascenso, la traslaci�n a la parroquia de Ulloa, especie de desagravio del arzobispo. La mitra alternaba con los se�ores de Ulloa en la presentaci�n del curato, y el arzobispo hab�a querido manifestar as� al humilde p�rroco, enterrado diez a�os hac�a en la monta�a m�s fiera de la di�cesis, que la calumnia puede empa�ar el cristal de la honra, no mancharlo. -XXX- Diez a�os son una etapa, no s�lo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez a�os comprenden un periodo de renovaci�n: diez a�os rara vez corren en balde, y el que mira hacia atr�s suele sorprenderse del camino que se anda en una d�cada. Mas as� como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una d�cima parte de siglo. Ah� est�n los Pazos de Ulloa, que no me dejar�n mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombr�a, tan adusta como siempre. Ninguna innovaci�n �til o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas sim�tricas de agua petrificada ba�an los estribos de la puente se�orial. En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, seg�n frase de un cebre�o ilustrado, que env�a correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de pol�tica solamente en el estanco: para eso se ha fundado un C�rculo de Instrucci�n y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebre�o susodicho denomina _bazares_. Verdad es que los dos caciques a�n contin�an disput�ndose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacci�n y la tradici�n, cede ante Trampeta, encarnaci�n viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad. Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal est� en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus br�os e ind�mito al par que traicionero car�cter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada. Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capell�n de los Pazos. Su pelo est� estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empa�an; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el _carrero_ angosto que serpea entre vi�edos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa. �Qu� iglesia tan pobre! M�s bien parece la casuca de un aldeano, conoci�ndose �nicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del p�rtico. La impresi�n es de melancol�a y humedad, el atrio herboso est� a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de roc�o. La tierra del atrio sube m�s alto que el peristilo de la iglesia, y �sta se hunde, se sepulta entre el terru�o que lentamente va desprendi�ndose del collado pr�ximo. En una esquina del atrio, un peque�o campanario aislado sostiene el rajado esquil�n; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque po�tico, pensativo. All�, en aquel rinc�n del universo, vive Jesucristo.... �pero cu�n solo!, �cu�n olvidado! Juli�n se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y tambi�n m�s varonil: algunos rasgos de su fisonom�a delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contra�dos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le hab�a ense�ado y dado a conocer cu�nto es el m�rito y debe ser la corona del sacerdote puro. Hab�ase vuelto muy indulgente con los dem�s, al par que severo consigo mismo. Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresi�n singular�sima. Parec�ale que alguna persona muy querida, muy querida para �l, andaba por all�, resucitada, viviente, envolvi�ndole en su presencia, calent�ndole con su aliento. �Y qui�n pod�a ser esa persona? �V�lgame Dios! �Pues no daba ahora en el dislate de creer que la se�ora de Moscoso viv�a, a pesar de haber le�do su esquela de defunci�n! Tan rara alucinaci�n era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, despu�s de un par�ntesis de dos lustros. �La muerte de la se�ora de Moscoso! Nada m�s f�cil que cerciorarse de ella.... All� estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto. Era un lugar sombr�o, aunque le faltasen los l�nguidos sauces y cipreses que tan bien acompa�an con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limit�banlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas par�sitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al trav�s del cual se ve�a di�fano y remoto horizonte de monta�as, a la saz�n color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todav�a, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un ba�o, estremecida de frescura y fr�o matinal. Sobre la verja se inclinaba a�oso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacud�an el ramaje con su voleteo apresurado; y hac�ale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estaci�n, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reduc�a todo el ornato del cementerio, mas no su vegetaci�n, que por lo exuberante y viciosa pon�a en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos p�talos ostentaban matices flavos de cirio, se habr�an encarnado, por misteriosa transmigraci�n, las almas, vegetativas tambi�n en cierto modo, de los que all� dorm�an para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jam�s por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parec�a que era sustancia humana--pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia--la que nutr�a y hac�a brotar con tan en�rgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora l�gubre por su misma lozan�a. Y en efecto, en el terreno, repujado de peque�as eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advert�a a veces el pie durezas de ata�des mal cubiertos y blanduras y molicies que infund�an grima y espanto, como si se pisaran miembros fl�cidos de cad�ver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura h�meda, surcada del surco brillante que dejan tras s� el caracol y la babosa, torc�anse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con r�tulos curiosos, cuajados de faltas de ortograf�a y peregrinos disparates. Juli�n, que sufr�a la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensaci�n de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experiment� de pronto gran turbaci�n: una de las cruces, m�s alta que las dem�s, ten�a escrito en letras blancas un nombre. Acerc�se y descifr� la inscripci�n, sin pararse en deslices ortogr�ficos: _�Aqu� hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma�_.... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Juli�n murmur� una oraci�n, desvi�se aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alz� de la cruz una mariposilla blanca, de esas �ltimas mariposas del a�o que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atm�sfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La sigui� el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el �ngulo entrante que formaba la pared de la iglesia. All� se detuvo el insecto, y all� tambi�n Juli�n, con el coraz�n palpitante, con la vista nublada, y el esp�ritu, por vez primera despu�s de largos a�os, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoci�n tan honda y extraordinaria, que �l mismo no hubiera podido explicarse c�mo le invad�a, avasall�ndole y sac�ndole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obst�culos, atropellando por todo, imponi�ndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin due�os absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No ech� de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas f�nebres por la inexperta mano de alg�n embadurnador de aldea; no necesit� deletrear la inscripci�n, porque sab�a de seguro que donde se hab�a detenido la mariposa, all� descansaba Nucha, la se�orita Marcelina, la santa, la v�ctima, la virgencita siempre c�ndida y celeste. All� estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las mu�ecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor.... Pensando en esto, la oraci�n se interrumpi� en labios de Juli�n, la corriente del existir retrocedi� diez a�os, y en un transporte de los que en �l eran poco frecuentes, pero s�bitos e irresistibles, cay� de hinojos, abri� los brazos, bes� ardientemente la pared del nicho, sollozando como ni�o o mujer, frotando las mejillas contra la fr�a superficie, clavando las u�as en la cal, hasta arrancarla.... Oy� risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasi�n. Se volvi� y se incorpor� confuso. Ten�a delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascend�a aproxim�ndose a la mitad del cielo. Era el muchacho el m�s guapo adolescente que puede so�ar la fantas�a; y si de chiquit�n se parec�a al Amor antiguo, la prolongaci�n de l�neas que distingue a la pubertad de la infancia le daba ahora semejanza notable con los arc�ngeles y �ngeles viajeros de los grabados b�blicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad varonil. En cuanto a la ni�a, espigadita para sus once a�os, her�a el coraz�n de Juli�n por el sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: id�nticas largas trenzas negras, id�ntico rostro p�lido, pero m�s mate, m�s moreno, de �valo m�s puro, de ojos m�s luminosos y mirada m�s firme. �Vaya si conoc�a Juli�n a la pareja! �Cu�ntas veces la hab�a tenido en su regazo! S�lo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera leg�tima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vest�a ropa de buen pa�o, de hechura como entre aldeano acomodado y se�orito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza. Par�s, Marzo de 1886. End of Project Gutenberg's Los pazos de Ulloa, by Emilia Pardo Baz�n *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS PAZOS DE ULLOA *** ***** This file should be named 18005-8.txt or 18005-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/1/8/0/0/18005/ Produced by Chuck Greif and La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. 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Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. *** END: FULL LICENSE ***